Hay muchas maneras de colonizar el vacío. Los historiadores
señalan que los brazos de la Venus de Milo se
quebraron en el fondo del mar, que el caprichoso mar le
agregó un vacío a su vacío.
De todas las artes, quizá sea la arquitectura la que más
cumple con un deseo de copar y transformar el vacío, ya
que en ella está implícito el sentido del habitar, de la
morada.
Las formas con las que Rogelio Salmona coloniza los
espacios baldíos están siempre en consonancia con la
naturaleza, de allí que su arquitectura sea algo más que
una sobre-naturaleza.
Su espléndido edificio póstumo, el del Fondo de Cultura
Económica en Bogotá, nos recuerda a cada paso el
aserto de George Braque: “Debe preocuparnos más estar
en consonancia con la naturaleza que copiarla”.
Bogotá es una ciudad acurrucada bajo un cerco de
montañas. Volver a darles vida en el ojo del ciudadano,
en la mirada casi siempre distraída del transeúnte cotidiano,
debería ser un asunto imperioso de su arquitectura.
Pero no, así como hay pueblos costaneros que le dan
la espalda al mar, la ciudad fue con el paso del tiempo
ignorando sus ásperas formaciones y el pastoreo de sus
nubes que siempre las envuelven.
Yo miro este rincón atrapado por Salmona en el que
se yergue el cerro tutelar de Monserrate y entiendo que
la ciudad es un gran balcón desde el que se divisa una
vasta extensión copada por el termitero humano de sus
edificaciones y por los lampos de una luz dorada en su
Sabana.
Más allá de los usos magníficos del espacio, de un edificio
hecho para el trasiego tranquilo y silencioso, las terrazas
que nuestro arquitecto le coloniza al aire se
incorporan a su historia, a una historia que evoca guerras
y rezos, festejos y quebrantos. Todo esto es algo
muy suscitador, algo que nos llega de manera imprevista,
casi atávica.
Balcón que mira a los balcones del barrio de La Candelaria,
la mirada que nos amplía Salmona en un ensamble
de calles, cúpulas y cerros no puede ser más amplia y
abrigadora en medio de los vientos que se filtran entre los
cerros de Monserrate y Guadalupe, unos aires que llegan
a la ciudad desde el Páramo de Cruz Verde, con su frío
de cuchillo.
Desde estas terrazas, desde este plano aéreo, el interior
del edificio resulta tan rastreable como la ciudad desde
las montañas. Abajo corre el agua en pequeños canales y
es un rumor grato en el silencio que impone la construcción,
su espacio visual, su mirada táctil. Se podría decir
que el agua es la banda sonora del edificio.
Este rincón atrapado en la fotografía me conduce a pensar
en la forma, repito, que tiene Salmona de colonizar el
vacío en armonía con todo lo que lo circunda. En este caso
bien vale la pena hablar de vacío. Antes del edificio de Salmona
existió en ese espacio un colegio de mujeres, el primero
de la Nueva Granada, de 1770 a 1860. Allí estudió
una heroína fusilada en tiempos de la Independencia, Policarpa
Salavarrieta. Luego permaneció vacío de 1860 a
1920 para convertirse en una escuela de Bellas Artes y posteriormente,
antes de devenir en un astroso parqueadero
de autos, fue Palacio de Justicia, incendiado el 9 de abril
de 1948.
Así que el espacio de la actual edificación fue por cincuenta
años un conglomerado de vacíos.
Qué más se le puede pedir a una construcción, más allá
de su alto rango estético y de sus múltiples utilidades
contemporáneas, que la restauración pública de una esquina
con tanta carga de pasado y de olvidos a la vez.
En una entrevista que le hiciera Germán Téllez a Salmona,
nuestro arquitecto afirmaba que “los espacios interiores
del barrio La Candelaria son privados; en el
proyecto se busca transformarlos en espacios públicos”.
Sus techos transitables, sus rampas de luz, la mirada
que podemos pasar desde ellos entre el cielo abierto y la
cordillera, entre los patios circulares y el ladrillo desnudo
que contrasta con el verde del paisaje montañoso, asordinan
su modernidad para no alterar ni el ritmo ni las formas
de un barrio colonial.
Se trata de una puesta en escena en la que resulta tan
protagónico el hombre como el paisaje.
Poeta, ensayista, narrador y periodista
colombiano, Juan Manuel Roca (Medellín,
1946) es autor de Memoria del agua (1973),
País secreto (1987) y Esa maldita costumbre de
morir (2003), entre otras obras.
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