La noche del 31 de diciembre pasado tuvo un rasgo dramático. Minutos antes de que las 12 campanadas marcaran en Nueva York la muerte de 1991 y el nacimiento del mítico 1992, por fin se anunció que tras varias semanas de intensas negociaciones en la sede de la Organización de Naciones Unidas (ONU), las partes involucradas en la guerra civil salvadoreña habían alcanzado un acuerdo de paz, mediado por el secretario general del organismo, Javier Pérez de Cuéllar.
Horas más tarde, cuando en parte del mundo todavía era el Año Viejo, en Belgrado se anunció que serbios y croatas habían logrado, también con mediación de la ONU, un acuerdo de alto al fuego que incluye el despliegue de una fuerza multinacional de paz, coordinada por Naciones Unidas.
Al margen de sus resultados, los acuerdos de El Salvador y Yugoslavia coronaron con éxito y sobre el límite de tiempo, el segundo y último periodo de Javier Pérez de Cuéllar como secretario general de la ONU. Su gestión duró diez años, los más intensos que hayan visto y vivido las últimas generaciones, y en los que la ONU alcanzó la misma madurez y el esplendor que hoy abren serias interrogantes sobre su futuro.
Cuando Pérez de Cuéllar llegó a la Secretaría General, en 1982, la ONU era vista por sus detractores como un enorme elefante blanco, costoso y poco útil, al que había que mantener de todas formas para no dar la impresión de que no se creía en el multilateralismo.
Para sus partidarios, la mayoría países pobres, la ONU era un foro necesario para el diálogo y un espacio donde se podía a veces ratificar en declaraciones la justeza de los reclamos de las grandes mayorías desposeídas. Pero en la práctica, la ONU no era más que fuente de frustraciones porque prometía que las cosas iban a cambiar en favor de esos reclamos justificados y legitimados. Pero las cosas no cambiaban. Tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad parieron resoluciones que poco o nada incidieron en la realidad.
Un buen ejemplo de todo esto se dio cuando la ONU exigió a Estados Unidos que aceptara el fallo de la Corte de La Haya sobre su agresión a Nicaragua, y que pagara sus cuotas atrasadas. El embajador alterno de Washington rechazó el veredicto, pero además se burló de las críticas por el acatamiento selectivo de su país a las resoluciones. Afirmó que si a la ONU no le parecía la actitud del país que albergaba su sede, debería mudarse de Nueva York. Y agregó, “adding insult to injury”, que asistiría personalmente al muelle a agitar un blanco y lagrimeado pañuelo para despedirse de los burócratas, pero no movería un dedo para cambiar la situación.
Se dice que la ONU funcionaba así porque era el reflejo de las coordenadas Este-Oeste y Norte-Sur que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial rigieron al mundo. La afirmación tiene su prueba más contundente en el Consejo de Seguridad, donde los únicos miembros permanentes y con derecho a veto son los cinco ganadores de la guerra: Estados Unidos, la Unión Soviética (qepd, y hoy sustituida por Rusia), Gran Bretaña, Francia y China.
El glamour
Pero resulta que a mediados de la década pasada, con la llegada de Mijail Gorbachov al poder en la hoy extinta URSS, la guerra fría empezó a morir y la coordenada Este-Oeste a diluirse: las dos super-potencias alcanzaron no sólo acuerdos bilaterales de desarme y cooperación, sino que decidieron desmantelar la partida de ajedrez que durante largos y peligrosos años habían jugado, con el mundo como tablero. Y como por arte de magia, muchos conflictos regionales empezaron a solucionarse.
Dicho proceso encontró en la ONU un instrumento idóneo. La participación del organismo dio a los cambios un carácter multilateral y permitió el ahorro de costos políticos, militares y económicos. Así, como hongo se extendió el sello de la ONU en la solución de conflictos tan disímbolos como la guerra Irán-Irak, la guerra de Afganistán, la independencia de Namibia, el conflicto sobre la independencia de la República Saharauí, la violencia regional en América Central y la crisis político-militar de Nicaragua.
En 1991, la ONU se ubicó en la cresta de la euforia por el pretendido Nuevo Orden Mundial al “legalizar”, y según algunos hasta “legitimar”, la guerra multinacional contra Irak y sostener las sanciones contra ese país una vez acabado el episodio militar. Pero también en 1991 la ONU tuvo un papel relevante en la consecución de acuerdos para acabar con la guerra civil de Camboya, el problema de los rehenes occidentales en Medio Oriente, y los ya mencionados casos de El Salvador y Yugoslavia.
Por si quedara alguna duda sobre la revitalización de la ONU, otro dato: tan sólo desde 1988 se crearon ocho fuerzas de paz de la organización destinadas a casos específicos, comparadas con 13 desplegadas desde la fundación de la ONU en 1945.
Como se ve, es un curriculum impresionante para Pérez de Cuéllar, y una prueba de que la ONU ha tenido un lugar destacado en la cascada de cambios que nos ha tocado vivir. Su prestigio es, en muchos sentidos, incuestionable.
Sin embargo, la ONU tiene problemas que hacen dudar sobre su futuro, dudas que se refieren al qué y al cómo de su actuación en la escena internacional. Vamos por partes.
El qué
La actuación de la ONU en el conflicto del Golfo Pérsico hizo decir a muchos que el máximo foro mundial se había descarado ya como simple instrumento de los poderosos. Críticos de aquí y allá dijeron que Javier Pérez de Cuéllar no sólo no hizo todo lo que hubiera podido para evitar la guerra que diezmó a Irak, sino que participó gustoso en la legalización de la misma.
Concediendo sin otorgar, en todo caso, si se demostró que aunque Pérez de Cuéllar hubiera querido ser el ángel guardián de los irakíes, la estructura del Consejo de Seguridad, dominado por cinco potencias a las que ya no dividía la guerra fría, hizo inevitable que se cumpliera la voluntad de esos cinco en aras de su propia versión de la paz y la seguridad internacionales. El fin del conflicto Este-Oeste se perfiló entonces como una presión mayor en la división entre el Norte rico y el Sur pobre.
A partir de la guerra, y con el desplome de la Unión Soviética en el horizonte, cobraron fuerza las discusiones -discretas primero y más abiertas después- sobre la necesidad de restructurar la ONU para que reflejara en sus estructuras el nuevo balance internacional de fuerzas. Claro que todo es según el color del cristal con que se mira. Para unos, las nuevas potencias económicas, es decir Japón y Alemania, deberían entrar al Consejo de Seguridad. Otros creen que Francia y Gran Bretaña deberían ceder sus prerrogativas individuales en el Consejo a una representación de la Comunidad Europea.
De este lado del poder mundial cobró fuerza la idea de que son los países pobres los que deberían acceder en forma permanente e igualitaria al exclusivo club de los poderosos. Unos quieren que se asigne un lugar fijo pero rotatorio al Tercer Mundo. Otros, como la India, Brasil o Nigeria, creen que pueden y deben acceder solos al estrato mayor de la ONU.
Y una tercera posición, defendida entre otros por México, es la que pide, además de una restructuración del Consejo de Seguridad, el fortalecimiento del multilateralismo, lo que en cristiano quiere decir que se redefína el balance de poder entre el Consejo de Seguridad y la Asamblea General, hasta hoy la parte más igualitaria y democrática de toda la estructura de la ONU, pero cuyas atribuciones son muy reducidas a la hora de la verdad, más allá de la retórica.
La pregunta subyacente a todo el debate es ¿qué debe hacer la ONU en este Nuevo Orden Mundial? Unos se preguntan porqué el organismo no ha podido lograr que ese orden sea más justo. También se piden explicaciones de porqué la ONU pudo legalizar la Guerra del Golfo y no pudo hacer nada para frenar la invasión a Panamá, o porqué no pudo evitar su propia marginación en las difíciles negociaciones de paz para Medio Oriente. ¿Qué va a hacer y a ser la ONU?
El cómo
De la mano con la falta de una respuesta de consenso a esa pregunta, está la que se refiere al cómo. A pesar de todo el glamour que la rodea, y de su papel protagónico de los últimos tiempos, la ONU es una pesadilla burocrática y financiera. Así de sencillo. La organización tiene más de 10 mil empleados en todo el mundo, una cifra que es considerada excesiva por tirios y troyanos, sobre todo porque el burocratismo hace más difícil cualquier transformación.
Hay más de 40 funcionarios de alto nivel que “reportan” al secretario general, ecuación que, a decir de la mayoría, desgasta al máximo funcionario y le impide concentrar tiempo y energía en las cuestiones de fondo. Países como Estados Unidos sugieren que se establezcan sólo cuatro poderosas subsecretarías, para dejar manos más libres al secretario general.
Por lo que se refiere a las finanzas, la Organización de las Naciones Unidas arrastra desde hace años un pesado déficit en la contribución de los socios, un factor que se ha hecho más grave a medida que las responsabilidades del organismo han crecido. Cuando Boutros Boutros Ghali tomó posesión como nuevo secretario general, el primero de enero, el déficit de contribuciones ascendía a 525 millones de dólares, es decir el equivalente a la mitad del presupuesto de la organización para 1991. A ello se sumaba la deuda de 550 millones de dólares respecto a un presupuesto separado para el mantenimiento de las fuerzas de paz.
En enero, el deudor más grande era Estados Unidos, que debía a los dos presupuestos un total sumado de 463 millones de dólares. Otros países que no habían cumplido entonces eran Rusia (que heredó la deuda de la extinta URSS) con 46 millones; Sudáfrica, 45 millones; Brasil, 17.8 millones y Argentina, 14 millones, todos en dólares.
Pero no debe olvidarse que el problema financiero es una cuestión política y no otra cosa. Estados Unidos y Gran Bretaña han dicho que seguirán arrastrando los pies mientras en la ONU no haya reformas de fondo. Se dice que la pretensión es hacer al organismo administrativamente ágil y menos dispendioso, menos burocrático y más eficiente. (Falta que alguien proponga la privatización de la ONU para hacerla más solidaria).
Pero los críticos dicen que lo que quieren estos países es doblegar a la ONU para que se someta a sus dictados. El debate no es nuevo. Precisamente Estados Unidos y Gran Bretaña abandonaron a principios de los ochenta la UNESCO, rama de la ONU dedicada a la educación y cultura, bajo el mismo argumento administrativo. Pedían la cabeza del director de ese organismo, un funcionario africano impulsor de programas educativos y de comunicación (el nuevo orden informativo) que para nada gustaba a Washington y Londres.
Si unos mienten o los otros alucinan, poco importa en los libros: la ONU se acerca a la bancarrota, a pesar de que hoy en día tenga un papel protagónico
Boutros Boutros en acción
Dicho todo lo anterior, podríamos afirmar que en la ONU parece reproducirse al menos en parte lo que según el historiador estadunidense David Kennedy pasa a los imperios: que cuando llegan a su punto de esplendor se torna cada vez más difícil mantener la unidad, el consenso y el objetivo común, por lo que se hace presente una vulnerabilidad peligrosa.
En este marco es que fue electo el nuevo secretario general de la ONU, el ex viceprimer ministro egipcio Boutros Boutros Ghali. Sobre él se ha dicho que es un convencido de las causas de los países pobres, pero al mismo tiempo, un hombre con la visión de los poderosos.
Para argumentar esa caracterización se acude incluso a su origen personal: es egipcio, pero de la minoría cristiana copta, que se creen descendientes no árabes de los faraones, ubicados en la cúspide de la pirámide social y económica de su país y -como en el caso de Ghali- educados en Europa. Los críticos más severos (y diríamos irracionales además de racistas) le reprochan hasta su matrimonio en segundas nupcias con una judía egipcia.
Por lo que se refiere a su vida política, los críticos de Ghali señalan que es uno de los principales arquitectos de los acuerdos de paz egipcio-israelíes, mediados por Estados Unidos, percibidos en el mundo árabe -al menos hasta hace poco- como una traición.
Pero curiosamente, aquellos a quienes según los críticos mencionados se propone servir Ghali, es decir las potencias occidentales, tampoco lo consideran el funcionario ideal. Tal parece que su elección fue apoyada unánimemente porque era el menos peor de los candidatos, o porque no había uno mejor y sería políticamente costoso prolongar la puja. Para países como Estados Unidos y Gran Bretaña, Ghali carece de la mentalidad administrativa necesaria para reformar a la ONU en los términos en que esos países quisieran. Además, ven en su contra su edad, 69 años, lo que hace casi irremediable que esté al frente de la ONU sólo durante un periodo de cinco años.
Claro que muchos de los debates aquí mencionados se han dado solamente por debajo del agua, ya que en público todo es besamanos, aplausos y juramentos de amor eterno. Pero la realidad ya está aquí y la ONU ha sido lanzada al centro del escenario en esto del Nuevo Orden Mundial. Veremos qué papel decide asumir, y si la dejan cumplirlo. La moneda está en el aire. Good luck, Boutros Boutros.
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