En una muestra clara del respeto que suelen mostrar los arquitectos, en el momento de diagramar, por sus propias ideas y por los paisajes que las circundan —a fin tal vez de otorgarles ese aire de materialidad radical de la que carecen las demás artes—, Mariano del Cueto, arquitecto de formación, aísla su modelo, lo coloca detrás de una retícula de intimidad, de una suerte de veladura a la que él mismo y el espectador sólo pueden entrar parcialmente. Pero la materia de su trabajo artístico, en gran parte de la obra aquí desplegada, es la música, y la música es maleable, dúctil, y aprovecha cualquier resquicio, cualquier rendija para —hilos que se separan y se entretejen de nuevo— alcanzar el oído y hacerlo vibrar. La música se deleita en la porosidad. ¿Cómo capturar el sonido en imágenes? Del Cueto responde acercándose discretamente al escenario musical, al momento de la interpretación, para luego desdibujar la imagen y esperar que, de este modo, se enaltezca lo que queda, que es todo, que es la música misma. Una vez que ha logrado esto, una vez que los sonidos cobran el único protagonismo, Del Cueto se permite, ahora sí, retirar la retícula, alzar la telilla y mirar libremente, sin otra intención tal vez que la de entender la procedencia de los sonidos. En extremo afines entre sí, música y arquitectura comparten una genética, derivada en parte de las matemáticas, que acopla sus ritmos y hermana sus estructuras. El artista declara sin reservas: “Lo que me importa de ti es la música; lo que debe importarte de ti es la música”. ~
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