Al término del siglo XX, la sociedad internacional registra una de las más profundas transformaciones de su historia. El orden mundial ha transitado, en el último decenio, de la bipolaridad y la confrontación entre las dos grandes potencias de la guerra fría a una era de mayor distensión. El fin de la política de bloques, que condicionó las relaciones internacionales durante casi cincuenta años, ha modificado la geografía política contemporánea con la remodelación de naciones enteras y el surgimiento de nuevos Estados a la vida independiente. Ejemplos de ello son la antigua Unión Soviética, Checoslovaquia, Yugoslavia y la nueva Alemania.
Esa transformación se ha visto acompañada por una tendencia no menos dramática y espectacular: la conformación y consolidación de grandes conglomerados económicos en los ámbitos regional y subregional, que ha conducido a una integración sin precedentes, alterando en ciertos casos la estructura del poder y modificando el concepto tradicional de soberanía, al crear instituciones supranacionales, como lo ilustra la Unión Europea, y otorgando de esta suerte una función distinta al tipo de Estado que emanó de la Paz de Westfalia.
Sin embargo, el fin de la guerra fría no ha significado necesariamente una nueva era de armonía y de prosperidad. En diversos puntos del planeta, tensiones y conflictos de diversa naturaleza encierran amenazas para la paz y la seguridad internacionales. Mientras regiones enteras sumidas en la intolerancia o la violencia étnica conocen la lucha fratricida y la desintegración, en otras la expansión de los valores democráticos y los progresos del Estado de derecho auguran un futuro más promisorio. Pero, al mismo tiempo que se intensifican procesos de modernización económica y se producen notables avances científicos y tecnológicos, prevalecen y se acentúan la pobreza extrema y la desigualdad social, colocando a amplios sectores de la población mundial bajo condiciones mínimas de sobrevivencia.
La transformación del sistema internacional plantea nuevos retos para los Estados. La apertura de los mercados y el desarrollo del proceso tecnológico ha acelerado las transacciones globales de capital, trabajo, información y conocimientos. El proceso de globalización se ha convertido en el marco de referencia de la evolución de las sociedades. No obstante, el impacto de ese fenómeno habrá de ser diferente para cada nación, dependiendo de su nivel de desarrollo y de su grado de inserción en la economía mundial.
El fenómeno de la globalización no produce un efecto uniforme en todos los Estados. Ello obedece a una distinción fundamental en la naturaleza de los Estados miembros de la comunidad internacional.
En esta distinción, establecida originalmente por Robert Cooper, existen tres categorías básicas que permiten diferenciar la evolución de las instituciones que integran y dan cohesión a un Estado y, para nuestros propósitos, la influencia que reciben dichas instituciones de un proceso globalizador.
En la primera categoría impera un sistema premoder-no, en donde apenas se está conformando un régimen político, económico y social que le otorgue una base de sustentación al Estado. Ejemplo de ello son países como Somalia, el Congo, Angola o Sierra Leona. Ese sistema tiene como rasgo distintivo no cumplir con un criterio weberiano, esto es, ser el Estado el titular del monopolio legítimo del uso de la fuerza. Esta ruptura se explica, desde luego, por un vacío político y por una falta de cohesión social. Se explica también porque quienes detentan el poder han hecho un uso abusivo del monopolio de la fuerza, perdiendo así su legitimidad. Ese monopolio se diluye y fragmenta, adicionalmente, ante la facilidad de sus oponentes para obtener armamento convencional en los mercados internacionales.
En este sistema premoderno, los conceptos de soberanía y globalización tienen una aplicación limitada. La debilidad o fragilidad de sus instituciones políticas, incapaces de proporcionar un sustento suficiente a un Estado nacional, hará que pasen inadvertidos muchos de los efectos derivados de la globalización que resultan aplicables a una sociedad industrial. Sin embargo, advierte Cooper, la influencia de estos sistemas premodernos puede ser notable en el caso de tres actividades transnacionales: el narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo, que ya han utilizado esos territorios como plataforma de lanzamiento.
La segunda categoría en la evolución de las instituciones políticas es un sistema moderno en donde el orden estatal clásico permanece intacto, conservando el monopolio del uso de la fuerza. En este sistema, en donde impera el Estado nacional tradicional, una característica importante es el reconocimiento de la soberanía estatal como criterio predominante. Otra característica, derivada por cierto de la anterior, es el propósito de establecer una separación entre los asuntos domésticos y los asuntos internacionales, con el rechazo a aceptar interferencias externas en los asuntos internos del Estado. En este contexto, la noción de nacionalismo sigue siendo importante.
La enorme mayoría de los países latinoamericanos ingresarían a la clasificación formulada por Cooper de Estados modernos, en donde la preocupación principal descansa en la cohesión social, el fortalecimiento de las instituciones políticas, la seguridad y el orden internos. Pertenecen también a este sistema países como China, Rusia y Estados Unidos.
Las Naciones Unidas son, desde luego, un reflejo fiel de esta categoría, porque cuando se creó la institución en 1945 la intención fue establecer un orden con una constelación de Estados soberanos bajo el principio de la no intervención.
Cooper agrega una tercera categoría, que se refiere a un sistema posmoderno, en donde se abandonan los elementos clásicos del sistema estatal tradicional, y en donde no existe un énfasis fundamental en el primado de la soberanía ni en la separación radical entre los asuntos domésticos y los asuntos internacionales. La Unión Europea, por ejemplo, ha establecido un sistema altamente desarrollado de interferencias recíprocas en los asuntos internos de sus propios miembros, que abre amplias avenidas para involucrarse en áreas previamente asignadas a la soberanía estatal. Comprende la regulación supranacional de políticas económicas o, en su caso, la determinación de la naturaleza y ubicación del armamento pesado de cada Estado y, por cierto, otorgando a los otros Estados una competencia real para inspeccionar y constatar la veracidad de los datos que proporcione cada Estado. En ese esquema, el monopolio legítimo de la fuerza, que es la esencia de la calidad de Estado en la tesis weberiana, queda sujeto a limitaciones internacionales, reconociéndose por supuesto que dichas limitaciones corresponden a una decisión soberana del Estado que las asume.
La clasificación de tres etapas en el proceso de modernidad sirve para definir la naturaleza de los distintos Estados que operan en la comunidad internacional y, de esta suerte, advertir que el fenómeno de la globalización va a ejercer una influencia de un género diferente en cada uno de los ámbitos. Puede suceder que en la primera de estas categorías, esto es, en el sistema premoderno, las consecuencias que produzca la globalización sean relativamente menores. En cambio, en el caso de las dos siguientes categorías, esto es, el Estado moderno tradicional derivado de la paz de Westfalia y, de manera destacada, el Estado posmoderno emanado del Tratado de Maastricht, la importancia de la globalización permea a todas sus instituciones domésticas y condiciona el alcance de su relación con el exterior.
En el área que comprende al Foro Iberoamérica conviven Estados modernos y Estados posmodernos. Quizá no sea aventurado advertir que, de manera adicional, en cada uno de nuestros propios Estados también conviven, no siempre de manera armónica, rasgos distintivos de un sistema premoderno, que no acaba de incorporarse a la modernidad y, menos aún, a la posmodernidad. Una de las tareas que podría asumir el Foro Iberoamérica es encontrar las fórmulas que permitan una mayor conciliación, en el espacio territorial y conceptual que nos corresponde, entre un sistema que aspira a la cohesión interna, un sistema de soberanías absolutas y un sistema de supranacionalidades.
Imposible pretender la aplicación de recetas universales. Pero, en un sistema moderno y posmoderno, el futuro previsible nos anuncia la continuación de políticas económicas de mercado que se están aplicando extensamente, con una importante función para el sector empresarial, al instrumentarse esquemas de privatización y liberalización económica, al celebrarse acuerdos multilaterales sobre servicios, propiedad intelectual y comunicaciones, y al efectuarse una proliferación de tratados sobre garantías y protección a la inversión extranjera, condenando al olvido a la doctrina Calvo y a la jurisdicción nacional como orden prioritario.
La adopción de la democracia como régimen político preferido, el fortalecimiento de las instituciones de amparo a los derechos humanos, el desarrollo de principios globales para preservar la calidad del medio ambiente son elementos esenciales para afianzar la naturaleza del Estado moderno. Son también condición necesaria para otorgar viabilidad a las instituciones políticas latinoamericanas, que aún no alcanzan, quizá, la etapa de posmodernidad en la que se encuentran ubicados España y Portugal, gracias a su vocación europea.
En el espacio del Foro Iberoamérica, la función empresarial es ampliamente reconocida como motor del desarrollo y de la modernización. La función cultural nos permite explicar e interpretar nuestras identidades y aspiraciones. La función política guarda relación con las tareas del Estado. En la etapa actual del desarrollo latinoamericano será preciso reivindicar y reafirmar el papel del Estado como pivote de las decisiones políticas en el ámbito nacional.
La función del Estado sigue siendo básica: el mantenimiento del orden; la definición de las políticas de desarrollo y sus prioridades; las iniciativas sociales; el funcionamiento de una economía de mercado; el papel del sector empresarial como fuerza motriz de la inversión, el financiamiento, el comercio y la tecnología; la conducción de la política exterior y el tipo de relación que se entable con actores externos gubernamentales y no gubernamentales. Para el ámbito latinoamericano, la estructura básica en el orden interno e internacional continúa siendo el Estado. Es en este ámbito donde se define la gobernabilidad, el consenso y la legitimidad, el ejercicio y la realización de la democracia, el cumplimiento de la tarea asignada a los partidos políticos, la relación entre gobernantes y gobernados. Un Estado construido sobre bases democráticas profundas, y decidido a satisfacer las demandas sociales, debe afirmar su potestad soberana precisamente para hacer realidad estos fines.
Texto leído en el Foro Iberoamérica, celebrado el 29 de noviembre de 2000 en la Ciudad de México.