EL TIEMPO ES, posiblemente, una de las referencias más inasibles para el ser humano, una de las preocupaciones más constantes y, sin embargo, uno de los misterios más arduos para su inteligencia. Sea cual fuere el valor que le damos al tiempo y a su peso en nuestras vidas, la forma de medirlo nos plantea siempre motivos de meditación y reflexión, sobre todo cuando se cumplen en su cronología cifras especiales. Diez años nos dan motivo más que suficiente para ello, sobre todo cuando se trata de una creación del hombre, que a diferencia de una vida personal, son tiempo más que adecuado para hacer un balance imparcial. Durante los últimos diez años, diversos sucesos políticos y sociales han dado lugar a que afirmaciones históricas comúnmente aceptadas hayan sido replanteadas, ya en los hechos, ya en sus enfoques. Aunque sigue constante el anhelo por salir al encuentro del pasado y desentrañar sus enigmas, hoy como nunca antes, la historia vuelve a adquirir su lugar primordial en el campo de las búsquedas humanas, ya no como maestra sino como fuente de explicación para el comportamiento de los hombres y las sociedades.
Si existe una palabra que pueda definir el trabajo histórico que se realiza hoy en día, ésta es «pluralidad». Si bien es cierto que a partir de la segunda guerra mundial, los investigadores de la historia fueron ampliando sus criterios de investigación, perfilándose hacia los camposde la historia de las ideas, de los conceptos, de la vida privada e incluso del propio quehacer histórico, a partir de la caída del muro de Berlín en 1989 y con el fracaso de todo un modo de ver la vida, la escritura y el estudio de la historia se diversificaron como nunca antes.
Dejaron de crearse las grandes historias enciclopédicas omnicomprensivas, trabajos como la Historia de América Latina de Halperin Donghi quedaron como parte del instrumental del historiador en grado de aportación de datos, pero se continuó especialmente el estudio de la microhistoria que comenzó, al menos en México de manera científica, con González y González. En la medida que durante la década de 1990 se fueron popularizando los textos de Duby y de Aries, entre otros, nos fuimos adentrando en el estudio de las comunidades y de su comportamiento particular; si el campo cubierto por las narraciones se reducía, también ocurría lo mismo con las regiones geográficas que iban cubriéndose.
Sin duda, la facilidad de las comunicaciones, el progreso de las industrias editoriales y mejores formas de difusión del conocimiento incidieron, en los últimos diez años, en que nuestros ambientes de investigación y creación histórica mantuvieran contacto con las tendencias que marcaban la vanguardia en Estados Unidos y Europa. Nuestros historiadores ya no están aislados y por hacer microhistoria no hacen trabajo provinciano, sino que descubren causas y razones del comportamiento social de los mexicanos y de quienes vivieron en México. Durante estos últimos años vimos el encuentro con formas de pensar novedosas, trabajos filosóficos como los de Jean Baudrillard se hicieron comunes y las técnicas de la semiótica y de la deconstrucción de los conceptos se practicaron con mayor libertad en las universidades y centros de investigación.
Sin embargo, este distinto proceder no se debe únicamente a las nuevas tendencias en el pensamiento y la investigación. La sociedad entró en dinámicas inéditas que impulsaron a los historiadores a mirar en donde antes habían encontrado parcelas carentes de interés. Al mismo tiempo que fenómenos globales como la auto-conciencia histórica y la perspectiva temporal desarrollada que ha experimentado el siglo xx, nuestro país transitó con relativa tranquilidad de un sistema monolítico a uno plural, de una sociedad incipientemente politizada a una comunidad más participativa; y si bien los procesos de ciudadanización de la comunidad aún se encuentran en crecimiento, sus perspectivas son mucho mejores y más ambiciosas de lo que fueron entre los quince años que van de 1968 a 1984, cuando por diversas causas naturales, sociales y políticas comenzó el desarrollo acelerado de la organización civil en nuestro país.
Este periodo histórico de constantes variables tiene por fuerza su influjo histórico, los trabajos en este sentido de esta última década, particularmente los desarrollados en materia de la historia de las instituciones culturales -como los realizados por Clara Lida o Javier Garcíadiego-, de las ideas filosóficas clásicas y contemporáneas emprendidas desde muy distintos puntos de vista -como los realizados por Tzví Medin o Claudia Ruiz García-, o de los encuentros latinoamericanos -como los realizados por Pablo Yankelevich, o Fernando Escalante Gonzalbo y José Antonio Matesanz, tanto en la Universidad Autónoma de México o El Colegio de México- implicaron el esfuerzo de volver a las fuentes desde distintos puntos de vista con perspectivas más críticas y audaces. No sería posible emprender el análisis de la bibliografía histórica de los últimos diez años en México en este reducido espacio, pero sí podemos establecer las causas que condujeron a una nueva forma de escribir y dar a conocer la historia en este país durante ese tiempo.
Por muchas razones, los años que transcurrieron entre 1991 y 2001 trajeron consigo la parte final de una serie de cambios que, desde la segunda guerra mundial, se aceleraron a un ritmo que ni la tecnología, ni las comunicaciones, ni la forma de ser del hombre en épocas anteriores hubieran hecho posible. Las transformaciones radicales que sufrió nuestra sociedad en los últimos años -y las que aún podemos esperar- alentaron nuevos estudios porque la sociedad exigía explicaciones coherentes para seguir construyéndose. Hablamos pues de cambios en la concepción que tenemos de nosotros mismos y de nuestro tiempo.
Durante estos años, creció sensiblemente la demanda de trabajos de divulgación. El uso extensivo de los medios de comunicación y de tecnologías editoriales avanzadas permitieron poner al alcance de un mayor número de lectores obras de divulgación histórica con mayor o menor calidad, de mayor o menor rigor, pero indudablemente, con un mejor sentido de la oportunidad y del mercado al que se dirigían. Pudimos presenciar la convivencia de trabajos de profundo análisis histórico, como las últimas entregas de la Historia oral de la diplomacia mexicana emprendida por varios autores bajo el auspicio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, con ofertas de divulgación y análisis como el Espejo enterrado y El alma de México de Carlos Fuentes o como ediciones de tipo didáctico.
De hecho, el formato de los trabajos de investigación se vio también sensiblemente transformado. Obras de una riqueza visual antes no ofrecida dejaban de lado la profundidad de contenido para brindar un repertorio básico de información cuyo sentido profundo correspondía con las necesidades del mercado editorial. A fin de cuentas, durante los últimos diez años, se logró llevar textos históricos a sectores de la sociedad que, normalmente, no se interesaban en la materia.
Pero resulta aún más interesante la forma en que enfrentamos la difícil coyuntura del descrédito de las ideologías que, a pesar de todo, habían constituido una parte fundamental de la historiografía mexicana de los años anteriores a la última década del siglo xx. Nuestros libros de historia debían reflejar hechos políticos complejos que impactaban en la atención de los intelectuales y la sociedad en general.
Desde 1989, cuando finalmente se vino abajo el socialismo de Estado en Europa y en la medida en que la Comunidad Europea se afianzaba sobre principios supranacionales de identidad política, América Latina retornaba o se iniciaba en las prácticas democráticas, no siempre a partir de los partidos políticos tradicionales, sino incluso en contra de ellos.
Desde luego, el golpe más fuerte lo habrían llevado las ideas políticas de izquierda -o progresistas si se prefiere el término- por el fracaso de sus gobiernos y su incapacidad inicial de adaptarse a las nuevas circunstancias. Para sobrevivir y para seguir su lucha por el mejoramiento social, los grupos que se mantuvieron fieles a estas ideas comenzaron, durante estos últimos diez años a ensayar formas alternativas de militancia y enriquecieron su discurso con causas étnicas, ecológicas y de interés en grupos en desventaja como las mujeres, los niños o los ancianos. En esta perspectiva, los historiadores respondieron a las nuevas necesidades enfocándose en el estudio de comunidades de base, muy cerca de la sociología y de la antropología, como resultó en los trabajos de El Colegio de Michoacán y sus estudios sobre la historia de las cuencas de Michoacán y sobre la historia de los trabajadores migrantes a los Estados Unidos.
Por otra parte, todas las culturas tienen distintos periodos de maduración, en cuanto al derecho o a su configuración legislativa e, incluso, a su determinación a través de la jurisprudencia; ninguno de estos elementos queda estático, si no generan un futuro distinto en el que lo ocurrido en los hechos, luego reseñado y analizado, se convierte en derecho positivo vigente y válido, es decir, en motor de la transformación de los valores y de la sociedad.
De esta manera, las notas principales del cambio en la investigación y la narración histórica durante los últimos diez años en nuestro país, se destacan por su sentido plural en cuanto a los objetivos y los enfoques, se distinguen por su riqueza de interpretaciones y su capacidad más amplia de reformularse cuestiones básicas y conceptos aprendidos. Hemos ganado en riqueza y en profundidad por cuanto hemos dedicado más tiempo a cuestionarnos sobre nosotros mismos y sobre nuestra comunidad, pero sobre todo nos hemos aventurado a preguntarnos incluso por las raíces más profundas de nuestro ser como país y Estado.