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Sobre el debate en torno a la pena de muerte
Este País | Álvaro Rodríguez Tirado | 26.08.2009 | 1 Comentario

Recientemente, y a partir de una posición de defensa de la pena capital esgrimida por el gobernador del estado de Coahuila, Humberto Moreira, el tema de la pena de muerte ha engarzado a comentaristas políticos de la talla de Héctor Aguilar Camín y José Woldenberg, entre otros.1 La discusión recibió un nuevo impulso debido a la iniciativa del Partido Verde Ecologista de México de llevar a cabo un foro de discusión en el Congreso de la Unión durante el próximo periodo ordinario de sesiones, en el que se debatirá su aplicación en los casos de secuestradores que asesinen a sus víctimas. Mi intención es contribuir a la discusión de este espinoso tema, consciente que la problemática de la pena capital es un asunto cuya discusión tiende a elevar las aguas de las emociones, enardecer los ánimos y, en ocasiones, opacar el juicio. En éste como en cualquier otro debate sobre temas e ideas centrales de nuestro esquema conceptual, es necesario caminar despacio, evaluar los argumentos y razones esgrimidos por cada lado, y estar atentos a los supuestos que cada premisa da por buenos, para así evaluar el peso y la validez de la argumentación como un todo. Someteré a un riguroso escrutinio crítico lo dicho por Aguilar Camín (AC) y José Woldenberg (JW), entre otros autores.

El tema de la pena de muerte es sumamente complicado y entran en juego muchas variables, algunas de las cuales no siempre salen a flote en la discusión, pero ejercen, desde su posición oculta, una gran presión en nuestro ánimo, inclinándonos a adoptar una posición a favor o en contra. Ante el complicado entramado conceptual que está en juego cuando se discute la pena de muerte, sorprende la facilidad y rapidez con la que algunos autores pretenden alcanzar la conclusión deseada, sea ésta cual fuere.

Si este ensayo logra desplegar ante los ojos de un lector atento la carga conceptual a la que se comprometen uno y otro bando de la polémica, considero que habrá cumplido con creces su cometido. AC inicia su comentario2 con una cita de Borges, –“me repugnan los caníbales, pero no por eso voy a ponerme a comer caníbales”– la cual, en su opinión, “divide bien las aguas”. Confieso no ver claro el peso de la cita. Si los caníbales incurren en una práctica que me parece detestable –la antropofagia–, no parece haber nada que me invite a participar en ella, es decir, los caníbales hacen algo que me repugna, luego, difícilmente puedo tener o sentir tentación alguna para comportarme de igual manera. Más adelante, AC remata: “La brutalidad homicida del otro, sugiere Borges, no me obliga a volverme un homicida.” “Todo lo contrario –prosigue AC– no puedo convertirme en lo que quiero castigar” y ello le permite alcanzar su conclusión: “Los representantes del Estado, portadores de la fuerza legal, pueden ejercer la violencia e incluso matar a un criminal en defensa propia, en el momento de detenerlo, perseguirlo o acosarlo en cumplimiento de la ley.

Pero no a sangre fría, igualándose moralmente con los que se castigan.” El problema con este argumento en contra de la pena de muerte es que, sencillamente, asume lo que pretende demostrar. La idea de que al castigar un homicida –o un secuestrador, torturador, o lo que fuere– con la pena de muerte, el Estado se vuelve, eo ipso, un homicida, es una petitio principii, es decir, una petición de principio: se da por sentado precisamente aquello que se quiere demostrar. AC sabe que hay ocasiones en las que los representantes del Estado pueden privar de la vida a otra persona y hacerlo en cumplimiento de la ley, pero el caso de la pena de muerte es distinto toda vez que eso sería equivalente a quitarle la vida a otra persona “a sangre fría”, y eso los asemejaría “moralmente con los que castigan”.

Seguimos a la espera de un argumento en contra de la pena de muerte, pero no es fácil encontrarlo en la nota de AC, lo que no deja de sorprender pues él está muy conciente que “el argumento de fondo contra la pena de muerte ha de ser ético y civilizatorio, no instrumental y estadístico”. En esto último, estamos de acuerdo: las consideraciones instrumentales –i.e., que el Estado es imperfecto e ineficaz y puede en consecuencia aplicar la pena capital a gente inocente– y las consideraciones estadísticas –i.e., que las estadísticas demuestran, o podrían demostrar, que la pena de muerte no ha cumplido su cometido de hacer que disminuya cierto tipo de crimen– no pueden zanjar la disputa en un sentido u otro.

En efecto, como dice AC, el argumento de fondo ha de ser ético y civilizatorio, pero ¿cuál es ese argumento?, ¿en dónde encontrarlo? No en la nota de AC. Para él, “el Estado moderno no puede responder el homicidio con el homicidio, volverse un asesino voluntario”, pero como ya hemos visto, esto dista mucho de ser un argumento ya que sólo asume lo que pretende demostrar. Por otra parte, equiparar (o identificar, en el caso de AC) un homicidio con premeditación, alevosía y ventaja, a la pena de muerte, es decir, identificar un homicidio y la sentencia de un juez que ha sido el resultado de un juicio apegado a derecho, y que condena a la víctima a sufrir la pena capital, no vale la pena discutirla más a fondo pues es, lisa y llanamente, una aberración. Mi impresión hasta aquí es que en la nota de AC, el perro ha estado ladrando al árbol equivocado.

Veamos lo que tiene que decirnos José Woldenberg. 3 De inicio, podemos afirmar que hay un cierto paralelismo en su argumentación. JW escribe: “…parece necesario insistir en el contrasentido que implica querer batallar contra la criminalidad convirtiendo al Estado en un clon de las propias bandas delincuenciales”. En efecto, para JW, al igual que para AC, la pena capital es inaceptable, “porque el Estado no debe mimetizarse con la conducta de los criminales”. Pero, ¿qué nos hace suponer que al instrumentar la pena capital el Estado se mimetiza con la conducta de los criminales? Es cierto que cuando un criminal priva de la vida a otra persona, por una parte, y el Estado pone en práctica la pena capital a un reo condenado a dicho castigo, por la otra, hay algo en común entre ambos sucesos, a saber, la pérdida de la vida de una persona. Como hemos visto, no podemos argumentar, sin más ni más, que el Estado se torna criminal en virtud de ese hecho compartido con el acto criminal ya que, o bien incurrimos en una petición de principio, o bien, erróneamente identificamos dos actos por demás distintos, a saber, la ejecución, lisa y llana, de una persona, y la instrumentación de una sentencia de un juez como consecuencia de un juicio dentro de un Estado de derecho. ¿En qué estriba, por tanto, la mimesis entre los dos hechos descritos? JW introduce una distinción útil que tiene que ver con la distinción filosófica entre dos tipos de perspectiva: la subjetiva y la objetiva, o la perspectiva de la primera, y de la tercera persona, como también se le conoce en la jerga filosófica.4 Según JW, cuando uno se pone “en los zapatos de los familiares o amigos de las víctimas”, es decir, cuando uno adopta la perspectiva subjetiva, o de la primera persona, “…entiende las ganas de hacerles pagar por los sufrimientos que han perpetrado a sus víctimas.

Malos tratos, mutilaciones, torturas, violaciones a lo largo de la retención, hasta llegar al asesinato. Y por supuesto que el resorte y la fantasía que se activan son los de castigarlos con un trato similar.” Si bien para JW esta reacción es comprensible, resulta injustificable porque no es otra cosa que una vuelta a la vieja consigna de ojo por ojo, diente por diente, y es el Estado, esa “construcción civilizatoria” la que, en opinión de JW, debe entrar en acción a fin de asegurar que “esas pulsiones de venganza, de desquite sanguinario contra los delincuentes, no sean la vía para la impartición de justicia”. Es claro que para AC y para JW, la tesis 1 según la cual el Estado puede aplicar con justicia la pena capital en determinadas circunstancias es una tesis absolutamente falsa y de fácil comprobación. Al parecer, dicha conclusión se impone como conclusión lógica de las siguientes premisas: 2) el Estado tiene como objetivo toral velar por el bien común y la justicia, y 3) la pena capital es, en sí misma, un paradigma de injusticia al no ser otra cosa que la consigna de ojo por ojo, diente por diente, luego entonces 4) el Estado no puede, en circunstancia alguna, aplicar con justicia la pena de muerte, so pena de desvirtuar por completo su naturaleza lo que viene a ser una negación directa de la tesis 1.

JW podría aceptar que, desde la perspectiva subjetiva, digamos, desde mi perspectiva, la tesis 1 pudiese resultar verdadera en algunos casos, a saber, cuando las circunstancias fuesen tales que los malos tratos, torturas, violaciones, etc., se perpetrasen en contra de un familiar mío, pero esta percepción subjetiva es tan sólo una proyección de “mis pulsiones de venganza y desquite sanguinario”, por lo que JW nos conminaría a adoptar la perspectiva objetiva, y desde este punto de vista la pretendida veracidad de 1 es tan sólo aparente, imponiéndose al fin la verdad expresada por 4, que se sigue sin mayor problema como hemos visto de las premisas 2 y 3. Es evidente que el peso del argumento reseñado radica en la tesis 3, pero nuestra conclusión hasta aquí es, precisamente, que es esa tesis la que reclama a gritos un argumento que sirva de su fundamento y nos convenza de su verdad.

El argumento habrá de surgir de otras áreas de la filosofía, en particular, de la filosofía del derecho, en donde podamos encontrar el sostén y fundamento de las facultades del Estado, la teoría del castigo y las tesis sobre la proporcionalidad de la pena; de la ética y la moral desde donde podamos argüir a favor de un tipo de vida y una sensibilidad con mayor valor y sentido que otros; y de la metafísica de la persona, de donde habrá de surgir una concepción de su naturaleza intrínseca, de su dignidad, de su identidad individual a través del tiempo y de su ser en sociedad. No hace falta decir que todas estas áreas del quehacer filosófico guardan una estrecha relación entre sí, por lo que no es posible sostener una tesis en uno de esos ámbitos, sin que ello repercuta en los argumentos y razones que se pretendan esgrimir en los demás. Pero antes de analizar en detalle el, o los, argumento( s) que sustentan la tesis 3, quisiera detenerme a analizar el rechazo de JW a la tesis 1. Para él, la verdad que expresa esta tesis sólo puede apreciarse desde la perspectiva subjetiva pero, como hemos visto, desde esta perspectiva, lo único que para JW estamos haciendo es ventilar “mis pulsiones de venganza y desquite sanguinario”, por lo que tenemos que recurrir a la perspectiva objetiva y abrir el espacio a la fuerza civilizatoria del Estado. Pero, ¿por qué desechar de tajo la apreciación de la verdad expresada por la tesis 1 aunque eso sólo se logre desde la perspectiva subjetiva? Cada uno de nosotros, cada miembro de la sociedad, puede adoptar y, de hecho, adopta, esa perspectiva al leer una noticia sobre el secuestro y asesinato de la víctima y preguntarse qué sucedería si se tratara de mi hijo, o de algún otro familiar cercano.

Y desde esa perspectiva, no es difícil reconocer que existen casos en los que la tesis 1 expresa una verdad digna de ser apreciada en toda su extensión. Recordemos que adoptar la perspectiva subjetiva no es algo misterioso, ni mucho menos, de menor valor que lo que logramos apreciar desde la otra perspectiva, el punto de vista objetivo, o de la tercera persona.5 Un hecho subjetivo es también un hecho que debemos registrar y explicar, y una coincidencia de estos hechos, es decir, una coincidencia en la apreciación subjetiva de una comunidad, reclama a gritos algún tipo de explicación. El hecho de que una buena parte de la sociedad esté a favor de la pena de muerte,6 es decir, reconozca la verdad expresada por la tesis 1, es algo que no puede soslayarse simplemente porque recoge una coincidencia de apreciaciones subjetivas de la sociedad en su conjunto. Antes al contrario, es éste un hecho de la mayor relevancia política y social por lo que no sólo debemos registrarlo, sino que tendremos que hacer un intento serio por explicarlo.

Condenar a priori esta convergencia en el juicio de la sociedad sobre la base de que se trata tan sólo de “pulsiones de venganza y desquite sanguinario”, no refleja ni un ápice de esa indispensable sensibilidad para entender y atender un clamor generalizado de la sociedad. Podemos ofrecer una interpretación distinta de esa coincidencia de la comunidad en la apreciación subjetiva de los hechos, esto es, de lo meritorio y justo que podría ser, en determinados casos, la aplicación de la pena de muerte. Podría argüirse que, lejos de expresar esa pulsión de venganza y desquite sanguinario de la sociedad, la comunidad, o una buena parte de ella, está dando expresión a su frustración por el hecho de que nuestras autoridades han visto menguada su capacidad para impartir justicia, han perdido el nervio y el coraje para señalar un “Ya basta”, y aplicar una pena que en los casos en que se propone resulta justa y ejemplar. (Más adelante volveré sobre la importancia para la moral de compartir sensibilidades e identificar convergencias en el juicio pronunciado por la sociedad.)

Ésta es, en efecto, una reacción subjetiva, pero recordemos que se trata de una reacción de la sociedad en su conjunto, es decir, de cada uno de sus miembros o, al menos, de una amplia mayoría, y éste es, primero, un hecho y, segundo, un hecho de gran importancia que refleja una sensibilidad social alineada, o de una abrumadora mayoría, respecto a un estado de cosas que para muchos ha rebasado los límites de la tolerancia y la proporcionalidad requerida de un castigo. Ahora bien, es importante destacar que nada de lo dicho hasta aquí se riñe con la necesidad de apelar a la fuerza civilizatoria del Estado, como quiere JW. La intervención del Estado es indispensable en cualquier caso, es decir, sea que estemos a favor o en contra de la aplicación de la pena de muerte. Pero la presencia del Estado no se reclama, necesariamente, para inhibir la expresión colectiva y subjetiva de la sociedad que hemos descrito, sino para evitar la tentación de cualquiera de hacerse justicia por su propia mano y obligar a todas las partes a seguir los cauces de un proceso legal como se establece en un régimen de Estado de derecho.

Lo dicho hasta aquí demuestra la insuficiencia de la argumentación de AC y JW en contra de 1, es decir, en contra de la pena de muerte. Ambos coinciden en que, como señalé antes, ni las consideraciones instrumentales ni las consideraciones estadísticas pueden zanjar la disputa en un sentido u otro. No obstante, así descritas, ambas consideraciones tienden a mostrar que la pena de muerte es improcedente, pero es importante notar que podríamos presentar dichas consideraciones bajo otra luz, y describirlas de tal suerte que apoyen la aplicación de la pena capital. Podría decirse, por ejemplo, que si bien el Estado es imperfecto y puede, en consecuencia, sacrificar la vida de algún inocente si aceptamos la pena capital, éste no es un argumento suficiente en contra de su aplicación, de la misma manera que no es un buen argumento para impedir el bombardeo de un blanco de guerra el que sepamos que existe una probabilidad considerable de que como consecuencia de dicha acción existan algunas víctimas inocentes. Respecto a las consideraciones estadísticas, esto es, la discusión en torno a si la pena de muerte tiene o no un poder disuasivo real, la verdad es que la evidencia estadística resulta ambigua, es decir, no apunta de manera clara e inequívoca en una sola dirección.7 Por esta razón, podríamos concluir que 5) no existe evidencia estadística inequívoca que demuestre que la pena de muerte tiene un poder disuasivo real. Sin embargo, es importante cuidarse de no cometer una falacia muy común en la argumentación y pretender derivar, de la verdad de la tesis 5, el siguiente enunciado: 6) existe evidencia estadística inequívoca que demuestra que la pena de muerte no tiene un poder disuasivo real, lo cual no se sigue de lo anterior y es simplemente falso.8 Quienes están a favor de la pena de muerte, pueden llevar su argumento un paso más y decir que, si bien se acepta que la tesis 5 es verdad, todavía queda abierto el campo de batalla para argumentar que la pena de muerte tiene un poder disuasivo mayor a otras penas convencionales y aceptadas comúnmente como la cadena perpetua.

El sentido común, y un repaso de los cánones de la psicología motivacional de la conducta humana, parecerían estar del lado de los defensores de un mayor poder disuasivo de la pena de muerte como castigo a un crimen vis-a-vis otras penas como la cadena perpetua. En otras palabras: el mayor poder disuasivo corresponde a aquello que la gente teme más; los seres humanos tememos a la muerte más que a cualquier otro castigo humano; por tanto, la muerte tiene un mayor poder disuasivo que otros castigos impuestos por el hombre.9 Habiendo llegado hasta aquí, quienes están a favor de la pena de muerte pueden sentirse animados por la dirección que empieza a tomar su argumentación. Según ellos, hay dos vertientes en su argumentación cuyos ejes se determinan desde la perspectiva del tiempo: los argumentos que giran sobre el eje de lo que sucedió, la perspectiva del pasado, y aquellos que giran sobre el eje de lo que va a pasar, de las consecuencias de la aplicación de la pena de muerte, es decir, la perspectiva del futuro. A esta última categoría pertenecen sus argumentos en torno al poder disuasivo de la pena de muerte ya que tiene que ver con las consecuencias a futuro de la aplicación de este castigo, es decir, lo que está en juego es el poder disuasivo de la pena de muerte para criminales potenciales.10 Pero, ¿cuáles son los argumentos que giran sobre el eje del pasado, de lo que ya sucedió? El núcleo de esos argumentos se encuentra, primero, en la concepción de una persona como un ser racional, autoconsciente, digno y con un sentido del pasado y futuro como partes o segmentos de una línea de vida en la que se desenvuelve su identidad. Ésta es la razón por la cual, en la mayoría de las sociedades desde tiempos inmemoriales, se reconoce al homicidio como un delito por demás grave.

En muchas sociedades tribales, la única ofensa seria es, prácticamente, matar a otro miembro de la tribu, aunque el matar a miembros de otras tribus distintas sea algo que pueda cometerse con total impunidad. En las sociedades modernas, en cambio, se da por un hecho que matar a una persona es algo indebido, salvo casos de excepción como la legítima defensa, el estado de guerra, el caso bajo análisis en este ensayo: la pena de muerte, y otras dos excepciones igualmente polémicas. En todo caso, la conclusión se impone: en tratándose del homicidio con premeditación, alevosía y ventaja, la gravedad del crimen está fuera de toda disputa.

El siguiente paso en la argumentación sería aducir la gravedad del delito de homicidio para afirmar que quien priva de la vida a otra persona, se hace acreedor a un castigo que en determinadas circunstancias puede ser la pena de muerte. Cuáles son estas “circunstancias especiales” es algo que habremos de aclarar más adelante, pero lo importante ahora es centrar la atención en el tipo de ilícitos que podrían dar lugar a la pena de muerte. Parecería que privar de la vida a otra persona de manera intencional y sin la presencia de circunstancia atenuante alguna, es suficiente para el peor de los castigos pues quien quita la vida a una persona inocente, sin razón alguna, cortándole de tajo todas sus expectativas, sus sueños y sus deseos, sus planes y sus proyectos, se hace acreedor al mismo mal que él infligió.

Esto no significa confundir retribución con venganza pues esta última es una reacción que tiene como móvil el coraje, la ira y la frustración, mientras que una retribución justa aspira a ser el corolario de una teoría racional sobre la proporcionalidad de la pena que señala como castigo una pena acorde a la gravedad del crimen cometido.11 Ahora bien, si los delitos en los que centramos nuestra atención para decidir la posible aplicación de la pena de muerte son los crímenes monstruosos con los que, por desgracia, estamos muy familiarizados en la actualidad en nuestro país –secuestros, torturas, mutilaciones, decapitaciones, en donde prevalece lo macabro y la brutalidad, la ferocidad, la saña y la crueldad–, la pena de muerte empieza a aparecer como un castigo menos que proporcional considerada la severidad del crimen, y aunque en la literatura se han considerado casos de pena de muerte precedida por tortura como castigos con un poder disuasivo aún mayor, consideraciones de moral y política obligan a descartar estas opciones.12 La idea de que la vida de un ser humano tiene un valor especial y una innegable dignidad, está profundamente enraizada en nuestra sociedad y en nuestro orden jurídico. Pero es indispensable hacer una distinción fundamental: el ser humano puede mejor definirse como un miembro de la especie Homo sapiens, y la membresía a esta especie puede establecerse sin temor a equívoco mediante un examen de los cromosomas en las células del organismo de que se trate. Pero existe otro sentido del término ser humano, en donde lo que quiere expresarse es la idea del ser humano como un ente racional, autoconsciente, con sentido del pasado y el futuro, y con capacidad de actuar moralmente. Es este último sentido en el que comúnmente nos referimos al ser humano como una persona, y hablamos del sentido y la dignidad de su vida, de sus derechos y obligaciones, de la responsabilidad de sus actos y el mérito o valor de sus acciones.

El corolario de esta distinción es que la pertenencia a la especie Homo sapiens, no es suficiente para calificar como persona, en otras palabras, no basta el establecimiento de un hecho biológico para hacerse acreedor al tratamiento de una persona. Para ello, es necesario dar muestras de autoconsciencia y autocontrol, de poseer un sentido del tiempo y una noción de la propia identidad a través del tiempo, de la capacidad de relacionarse, comunicarse y tener empatía con los demás, de ser capaces de situarnos en su posición y entender que su sufrimiento es exactamente como el nuestro.13 Con base en lo anterior, puede decirse que la dignidad humana, la dignidad, el valor y el sentido de la vida de una persona, no deviene por la simple y llana existencia qua Homo sapiens, sino como entes y agentes racionales y autoconscientes con capacidad de actuar moralmente, y es aquí en donde puede encontrarse el fundamento de su derecho a la vida.14 Por tal razón, el segar intencionalmente la vida de otra persona inocente es un mal de tal magnitud que quien lo comete ha renunciado, por ese mismo acto, al derecho a su propia vida y puede hacerse acreedor, ante la ausencia de circunstancias atenuantes, al mayor de los castigos: la pena de muerte.15 Ésta es, en todo caso, la conclusión a la que parecería haber llegado la sociedad en nuestro país o, al menos, una abrumadora mayoría. Se trata de esa coincidencia de apreciaciones subjetivas de la sociedad en su conjunto a la que me referí arriba y que debe, en mi opinión, ser tomada en cuenta y atendida con prontitud por nuestras autoridades.

La importancia de esos puntos de convergencia en los que la sociedad expresa su sentir con una sola voz, es imposible de exagerar debida cuenta que la convergencia en el juicio no es sino el producto y el resultado de una empatía generalizada que, de manera natural, nos obsequiamos unos a otros. Si no fuésemos capaces de sentir esta empatía con los demás, en otras palabras, si no pudiésemos ponernos en los zapatos de los otros y entender, desde su propia perspectiva, que su sufrimiento es exactamente como el nuestro, entonces, el razonamiento ético y moral sería imposible. Compartir con otros miembros de la sociedad esta sensibilidad es lo que nos permite identificar ciertas conductas como ominosas, y catalogar a quienes las observan como criminales depravados y obtusos, con una sensibilidad total y absolutamente atrofiada, y capaces, por tanto, de cometer los crímenes más brutales y atroces. En México abundan estos casos y, lo que es peor, parecen proliferar día a día. De los secuestros de víctimas mutiladas y, posteriormente, asesinadas, hemos pasado a las narco-ejecuciones de todos los días en donde impresiona no sólo el número de los ejecutados, sino el uso descarnado de la fuerza con la que dichas ejecuciones se llevan a cabo.

Entre todas éstas, destacan un par de hechos de sobrada relevancia: el primero es el crimen de lesa humanidad perpetrado el 15 de septiembre del año pasado, en Morelia, en donde un sicario de los cárteles de la droga lanzó granadas matando e hiriendo a miembros de la sociedad civil; el segundo, es la decapitación de ocho soldados en Chilpancingo, incluido un oficial de rango.16 La mayoría de los mexicanos ve en quienes perpetran crímenes de esta naturaleza a seres atrofiados y disfuncionales que son una lacra para la sociedad entera. ¿En qué radica, qué sirve de sustento, a la pretendida dignidad de la vida de un ser humano que ha tergiversado su propia naturaleza y trastocado valores morales compartidos que hacen posible la vida en sociedad? Hemos visto que su membresía a la especie Homo sapiens no es, en sí misma, garantía suficiente. Asesinos reincidentes, seriales y múltiples, criminales dispuestos a la mutilación de sus víctimas del secuestro previa al asesinato artero de ellas, secuaces dispuestos a disolver en ácido los cuerpos de las víctimas, sicarios acostumbrados a privar de la vida a víctimas inocentes porque para eso les pagan, son seres humanos con quienes la mayoría de los mexicanos no tenemos nada en común, salvo la pertenencia a una misma especie de la evolución.

En este contexto, valdría la pena preguntarse ¿qué tan importante es ese hecho? ¿Es realmente suficiente para que, por una cuestión de principio, los eximamos de un castigo ejemplar proporcional a las atrocidades de sus crímenes? La sociedad mexicana ha expresado su juicio y, al hacerlo, ha contestado en forma negativa ambas preguntas. En consonancia con este juicio, la solidaridad y empatía de la mayoría de los mexicanos con los familiares de las víctimas que han sido torturadas y asesinadas, los ha convencido de la necesidad de exigir a las autoridades, al Estado mexicano, que recupere su autoridad y la haga valer. A nadie de ellos podemos culpar por la frustración experimentada al caer en la cuenta que el 98% de los delitos cometidos en nuestro país quedan sin castigo, y que esta impunidad rampante, hermanada con la corrupción, denigra y humilla a la sociedad al punto de aceptar, con pena y tristeza, que nuestro Estado empieza a dar muestras de ser un Estado fallido.17 Por razones de tiempo y espacio, no me es posible entrar aquí a esta discusión. Lo que vale la pena resaltar para nuestros propósitos es el resentimiento acumulado de amplios sectores de la sociedad por la incapacidad del Estado de honrar su compromiso esencial de resguardar la seguridad e integridad física de la población. Nadie, ni el más acérrimo defensor de la pena de muerte, podría argumentar que ésta es la solución a los males que nos aquejan, ni siquiera en este ámbito de la seguridad. Pero voltear la cara ante un clamor generalizado de la sociedad que pide castigar a los criminales de delitos como los que hemos reseñado con un castigo proporcional a la gravedad del crimen, sólo trae consigo mayor frustración, y al ahondarse la desesperación por el status quo surge el peligro y la tentación de hacerse justicia por propia mano, el mejor camino para la instauración de la anarquía y, al final del camino, para una guerra de todos contra todos.18 Como lo señalé arriba, el Estado debe, en consecuencia, ejercer su fuerza civilizatoria e impedir que esto suceda.

Es cierto que los aberrantes crímenes de que somos testigos todos los días, enardecen nuestro ánimo y despiertan en nosotros un instinto natural de venganza, pero siglos de historia nos han enseñado que debemos refrenar y contener esos sentimientos y ajustarnos a las demandas y requisitos de un proceso penal. Empero, nuestra apreciación (subjetiva y compartida) de que la severidad del crimen perpetrado merece una pena proporcional a la infamia del delito, sigue en pie y esta reacción, como hemos visto a lo largo de este ensayo, no es privativa de una persona, o de un grupo, sino de la inmensa mayoría de la sociedad. Mi argumento ha sido defender la idea de que la pena de muerte en el caso de delitos como el de los secuestradores que asesinan a sus víctimas, resulta procedente. Quien comete un crimen atroz, debe estar sujeto a un castigo y la pena ha de ser proporcional a la dimensión y gravedad del delito cometido. La pena de muerte es justa en estos casos, y tiene un efecto ejemplar para criminales potenciales, es decir, puede salvar vidas inocentes que de otra manera serían blancos de seres humanos cuya sensibilidad y capacidad empática con el tejido social ha quedado totalmente atrofiada. Hemos aceptado que la evidencia estadística sobre el poder disuasivo de la pena capital no apunta en una dirección inequívoca, pero eso no significa que exista evidencia estadística contundente de que no tiene poder disuasivo alguno. La justeza del hecho de que el secuestrador que asesina a su víctima se haga acreedor a un castigo de esta naturaleza, deriva del valor especial que tiene una vida humana, la vida de una persona autoconsciente, con capacidad de actuar moralmente, de relacionarse y tener empatía con los demás, de vislumbrar el futuro con ilusión, sin por ello dejar de reconocer la responsabilidad de los actos realizados en el pasado. Éste es un clamor generalizado de la sociedad que debe tomarse con toda seriedad y atenderse con prontitud y eficacia, so pena de ver menguada y diluida su autoridad, gradualmente, al punto de llegar a convertirse en un auténtico Estado fallido.

1 En realidad, los comentarios de Moreira que suscitaron gran polémica no sólo fueron en relación a su defensa de la pena de muerte sino, una vez que dicha discusión hizo posible la aprobación de la pena de muerte por el Ejecutivo y el Legislativo del estado de Coahuila, la propuesta que enardeció a muchos fue la discusión en torno a la forma más eficaz de instrumentarla.

2 Publicado en el periódico Milenio Diario, el 12 de diciembre de 2008.

3 Su nota lleva como título “Pena de muerte”, y se publicó en Reforma, el 11 de diciembre del 2008.

4 Thomas Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, 1986.

5 Nótese que la perspectiva subjetiva no es algo que esté al alcance de una sola persona, es decir, nada tiene que ver con una suerte de solipsismo, sino que todo el mundo lo tiene a su alcance y, lo que es más, el ser capaz de adoptar esa perspectiva es una condición sine qua non de la definción de persona ya que, independientemente de otros atributos esenciales que seguramente habrá de poseer ese concepto, la persona debe ser, ante todo, un ente capaz de reportar cómo aparecen las cosas ante su conciencia, es decir, cómo se ven las cosas desde su punto de vista.

6 En realidad, la mayoría de los mexicanos está a favor de ella. La Encuesta Nacional de Parametría de febrero de 2008 “muestra que los delitos para los que la población cree que la pena de muerte debe ser aplicada son los secuestros (60%), homicidios (64%) y violaciones (68 por ciento)”.

7 En efecto, el estudio de Isaac Ehrlich, “The Deterrent Effect of Capital Punishment: A Question of Life ande Death”, American Economic Review, 65, junio de 1975 apunta en sentido positivo, es decir, sostiene que la pena de muerte sí tiene un poder disuasivo real, pero la verdad es que no existe un acuerdo significativo, vide “The Death Penalty”, incluido en The Death Penalty in America, ed. Hugo Bedau, Anchor Boorks, 1967.

8 Leo Zuckerman parece ser culpable de esta inferencia fallida. Según él, “la evidencia empírica demuestra que la pena de muerte no intimida a los criminales”, véase “Juegos de poder”, Excélsior, 4 de diciembre de 2008.

9 En opinión del gobernador Humberto Moreira, los criminales no tienen temor de pasar muchos años en la cárcel debida cuenta que: 1) la debilidad de nuestro aparato de justicia y seguridad en pocas ocasiones cumplirá su objetivo de atraparlos e implementar el debido proceso para imponerles la sanción correspondiente; 2) saldrán en libertad mucho tiempo antes de lo previsto, dado los actos de corrupción que existen en este sector; 3) les permitirá seguir lucrando incluso dentro de los propios centros penitenciarios.

10 De acuerdo con John Stuart Mill, la discusión del poder disuasivo de la pena de muerte es difícil toda vez que, si bien sabemos a quienes no ha logrado disuadir, es imposible saber a cuántas personas sí convenció de no cometer el crimen y, por ende, nunca sabremos cuántas víctimas lograron salvarse por esta razón, “Parliamentary Debates”, abril 21 de 1968 publicado en Applied Ethics, Peter Singer, Oxford University Press, 1986, pp. 97-104.

11 Para un argumento similar, véase “Why the Death Penalty Is Morally Permissible”, p. 57, Louis P. Pojman, , en Debating the Death Penalty, eds. Hugo Bedau y Paul Cassell, Oxford University Press, 2004.

12 Ver “An Abolitionist’ Survey of the Death Penalty in America Today”, p. 40, Hugo Adam Bedau en Debating the Death Penalty, op. cit. Vale la pena hacer notar que, en lo que se refiere al método de instrumentar la pena de muerte, incluso un abolicionista como Bedau, acepta que “con toda seguridad, la inyección letal califica como un método humano de inducir la muerte en el caso de un ser humano”, op. cit., p. 25.

13 Son precisamente consideraciones de esta naturaleza (v. gr., “¿Califica el feto como un ser humano en el sentido de una persona?”) las que figuran de manera prominente en las discusiones sobre otros temas por demás polémicos como el aborto y la eutanasia.

14 Es evidente que en nuestra sociedad, nuestras ideas y actitudes en torno a esta temática están condicionadas por la religión, en particular, la doctrina judeocristiana de la inmortalidad del alma, por una parte, y la idea de que la vida del ser humano, al ser una creación de Dios, le pertenece a él, por lo que privar de la vida a una persona es usurpar un derecho divino que sólo a él pertenece, a saber, la decisión de cuándo y cuánto tiempo habremos de vivir. La argumentación que ofrezco en el texto es independiente de este tipo de consideraciones, pero es muy probable que quienes se oponen a la pena capital tengan in mente razones que, en última instancia, emanan de este tipo de consideraciones.

15 Sergio Sarmiento parecería estar de acuerdo con esta conclusión. Jaque Mate que el 4 de diciembre de 2008 tituló “Pena de muerte”.

16 Véase la nota periodística de Jaime Sánchez Susarrey que lleva como título “F-a-l-l-i-d-o” y publicada en Reforma, el 31 de enero de 2009. Aprovecho para expresar aquí mi admiración por la consistencia de su pensamiento y la objetividad de su análisis. Véase también, su columna del 13 de diciembre de 2008 con el título “Pena de muerte”. Mi impresión es que Sánchez Susarrey estaría de acuerdo en general con el tratamiento del tema que doy en el presente ensayo.

17 Ésta es la discusión que mantiene absortos hoy a autoridades, Ejecutivo y Legislativo y analistas políticos, en relación con las declaraciones hechas en este sentido por el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. La reacción suscitada por la comparación de México con Pakistán, no se hizo esperar y hasta el propio presidente Felipe Calderón consideró necesario intervenir durante su participación en el reciente Foro Económico Mundial, celebrado en Davos, Suiza. Véase la nota de Jaime Sánchez Sussarrey citada. En una reciente contribución, Jesús Silva-Herzog Márquez opina que si bien nuestro Estado es “endeble e ineficaz…. está penetrado por intereses particulares y por las fuerzas del crimen. No es capaz de garantizar la legalidad ni la tranquilidad pública en todo el territorio del país y en algunas regiones, ha sido rebasado abiertamente por las mafias”, México no califica como Estado fallido, como pueden serlo Afganistán, Somalia, Sudán, Zimbabwe o el Congo, vide, “¿Estado Fallido”, en Reforma, 2 de febrero 2008.

18 Por ello, no podría estar más de acuerdo con el gobernador Moreira cuando escribe: “Considero un deber, una obligación no sólo legal, sino cívica y social, de nosotros, a quienes se nos ha encomendado, a través del sufragio, la honrosa tarea de proteger a la sociedad, el establecer mecanismos más eficaces, de mayor trascendencia y fortaleza, para regresar a los coahuilenses y a los mexicanos su tranquilidad y la armonía en su vida cotidiana”.

Álvaro Rodríguez Tirado

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Una respuesta para “Sobre el debate en torno a la pena de muerte”
  1. Santiago Corcuera dice:

    A este artículo hay que analizarlo no por lo que dice, sino por lo que calla. El autor no informa que la Constitución prohíbe la pena de muerte y que México es parte de por lo menos cuatro tratados internacionales, que han sido firmados por el ejecutivo y aprobados por el senado, y que por lo tanto son ley suprema de la unión, y además comprometen a México ante los demás estados partes en tales tratados, y que obligan a México a no reestablecer la pena de muerte una vez que la ha abolido. El autor no explica qué tendría que hacerse para que la pena de muerte pudiera reestablecerse en México. Más allá de los deseos que algunos tengan de que la pena de muerte se reestablezca en México, lo cierto es que NO SE PUEDE. Y quién diga que sí se puede, que diga cómo y además explique las consecuencias que tendría tanto en el ámbito doméstico como en el internacional. Ya se dio muerte a la pena de muerte en México, y no es posible resucitarla.

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