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Muchos de los libros que hoy forman parte imprescindible de la cultura escrita recorrieron un largo y lento camino, en ocasiones inestable, antes de obtener el reconocimiento merecido. Casi en todos los casos, su publicación ocurrió gracias a la tenacidad de editores convencidos de su valor literario y de la importancia de ofrecerlos al público. El mundo editorial ha conocido transformaciones importantes en los últimos años. Lejos queda el tiempo cuando la edición era una actividad artesanal, el trabajo de pequeños grupos cuyos miembros comprometían su esfuerzo en la producción de cada título, sufriendo y gozando de cerca la lenta crisopeya que convierte el manuscrito de un autor en un libro, y a éste en la azarosa piedra sobre la que se edifique una carrera literaria. Del mismo modo, el hacedor de este proceso —el editor— ha visto tornarse sus funciones: su actuación corresponde cada vez menos a la de un generador cultural adiestrado en la búsqueda de textos con valor perdurable y orientado por su olfato crítico, dispuesto a asumir —en beneficio de la gradual consolidación de un catálogo— el alto riesgo y las pocas ganancias que generalmente implica publicar un libro. Por el contrario, el editor actual es cada vez más el empleado de una transnacional al que se exige someter su criterio a imperativos económicos y preferir obras efímeras que puedan alcanzar un éxito de ventas seguro, aunque esto ocurra sólo durante una temporada.
Como los viejos libreros que hacían las veces de cicerone entre los anaqueles y recomendaban títulos (con la evidencia de haberlos leído y que entregaban sin la tarjeta de “le atendió fulano de tal”), señalaban diferencias, carencias, ventajas entre ediciones y arriesgaban su juicio a la hora de marcar en la lista de pedidos ejemplares no destinados únicamente a la mesa de novedades (mediando con esta ponderada selección entre los lectores y las editoriales), el editor que no mira los libros como mercancía ni su hechura como la fabricación de un artículo comercial está casi extinto.
¿Nostalgia por los tiempos idos? No, sin duda. El cambio es indefectible, con frecuencia provechoso, y el estatismo favorece el anquilosamiento: sin traicionar su acreditada labor como editor, Jason Epstein revolucionó las publicaciones en rústica creando el sello Anchor Books, fue uno de los iniciadores de las ventas de libros por Internet y ahora creador de la Expresso Book Machine, una innovación tecnológica de tal envergadura que sólo puede compararse con la invención de los tipos móviles de Gutenberg, que posibilitaron la producción literaria a gran escala.
Se trata, más bien, de hacer hincapié en que la industria editorial no es un negocio como cualquier otro, y que los rendimientos exigidos a un libro no deberían primar sobre sus repercusiones culturales. Y no es ésta tampoco una afirmación romántica: el catálogo de una editorial aporta a la cultura, no sólo a la economía. El resurgimiento de editores independientes ofrece una nueva y alegre perspectiva ante la que no podemos dejar de entusiasmarnos. Almadía, editorial oaxaqueña fundada en el 2005 y dirigida por Guillermo Quijas Corzo- López, es una de las propuestas más recientes que en poco tiempo —lo cual hace su esfuerzo mucho más admirable— ha logrado crear un catálogo serio, soportado en textos cuyo dinamismo y calidad intelectual revela a un equipo que —conociendo las dificultades que implica editar en un país de pocos lectores (desde la periferia, además), con una política cultural deteriorada y con los problemas de distribución del mercado libresco— apuesta por la actividad editorial en sí misma, a contracorriente de la tendencia mercantil imperante en el sector, propone una oferta literaria original que se desvía del gusto unificado del mercado y con un agudo discernimiento (cada vez más escaso) de la diversidad cultural, buscan favorecer un encuentro dilatado entre autores y lectores.
Las seis colecciones que conforman el catálogo de Almadía —cuyos títulos han sido seleccionados como la metáfora de un género— no son solamente una aplicación para ordenar el universo literario que este sello va creando.1 Me parece incontestable que uno de los quehaceres específicos de un editor, y con un peso que rebasa toda medición, es tomarle el pulso a la literatura que se está escribiendo. En la medida que mejor haga esto, para lo que sin duda deberá aguzar el tamiz de su criterio tanto como ensanchar el horizonte de sus preferencias, reverberará la literatura en sus publicaciones, brindando un abrevadero cultural a la sociedad. En títulos como Poesía eras tú de Francisco Hinojosa, Llamadas de Ámsterdam de Juan Villoro, o Escenas sagradas de Oriente de José Eugenio Sánchez, entre muchos otros, se advierte la inclinación por publicar escritos de valor perdurable sin descuidar el atractivo que puedan tener en el presente. Al afirmar esta personalidad editorial y cuidar la formación de su catálogo, Almadía ha ganado ya un prestigio considerable; sus muchos logros hacen imaginable una vuelta a la actividad editorial en pequeña escala, a la labor personal de gestión y lenta maduración que hay detrás de cada libro.
Examinando su catálogo se percibe una voluntad editorial creativa que, también, es cada vez menos corriente. Es decir, el mosaico de sus títulos acusa la reflexiva discriminación de materiales tanto como la búsqueda de armonía —impensable sin contrapesos— y la aventura de dar a conocer autores que prometen una permanencia en las letras; una editorial que no teme hacer apuestas que cualquiera otra con una pura orientación comercial consideraría riesgosas, cuando no suicidas, y que invierte con la idea de crear al confeccionar su catálogo: sin conformarse con administrar lo que ya se ha publicado, ni con la nómina de autores probados ni con los lectores habituales. Ampliar, expandir sus libros en un acto de estimular y contagiar el entusiasmo por la literatura más que de dominar el mercado, pareciera ser una de las marcas distintivas de la casa Almadía.
La responsabilidad de una editorial no es insignificante. En la suma de sus atribuciones descansa el poder enorme de formar gustos, crear tendencias y transmitir ideas. La edición es un arte que ha incidido proverbialmente en el desarrollo de la historia moderna al elegir o no publicar ciertos libros (suficiente recordar el caso de la Encyclopédie); en el panorama nuestro, tan escaso y urgido de pensamiento crítico, es indispensable favorecer la edición independiente. Procurar catálogos de alto nivel con la consideración de que sus libros pueden ser el origen de reflexiones importantes, resaltar su significación específica y comercializarlos sabiendo que no está su mayor valía en las ganancias —que la cultura difícilmente puede medirse en metálico— o en otros factores extra literarios, podría hacer que la industria recuperara el lustre que le es propio; que se lograra salvar, incluso, la conocida brecha entre editores con poco conocimiento empresarial y empresarios que desconocen las particularidades de la edición.
Almadía ya es más que una balsa a flote. La independencia de las editoriales está, sin embrago, siempre amenazada y ajustar las amarras habrá de ser una tarea constante en la que participen escritores, editores, libreros, lectores, etc. Pelear estos espacios de libertad con violencia y ardor no es otra cosa que oponerse a la expansión de una literatura desechable fomentada por editores y editoriales que estudian los hábitos de lectura como hábitos de consumo, que levantan la carrera de un escritor con publicidad, no con su obra, y que van a la caza de nuevas propuestas no para fortalecer su catálogo, sino para sustituir un título que ya no vende lo suficiente. ~