LA DECISIÓN DEL GOBIERNO mexicano de conceder la extradición de Ricardo Miguel Cavallo, para ser juzgado en España por los delitos de genocidio, tortura y terrorismo, presuntamente cometidos durante la dictadura en Argentina (1976-1983), ha adquirido relieve internacional en virtud de sus implicaciones para la protección de los derechos humanos en todo el mundo. Se trata de un precedente que no podrá ser ignorado y que se suma a los esfuerzos de la comunidad internacional por impedir que los crímenes de lesa humanidad queden impunes.
Huelga decir que la resolución de México no prejuzga en absoluto la responsabilidad del acusado. La decisión dada a conocer por el gobierno mexicano expresa únicamente la convicción de que es procedente la solicitud de extradición formulada por el gobierno de España, por encontrarse ajustada a los términos del tratado de extradición vigente entre ambas naciones, para que Ricardo Miguel Cavallo enfrente los cargos presentados en su contra ante los tribunales españoles. Con antelación, y de acuerdo a lo dispuesto por las leyes mexicanas, un juez federal había determinado que la extradición solicitada poseía fundamento jurídico, aunque limitó la extradición a los delitos de genocidio y terrorismo. La Cancillería sostuvo que ésta también es procedente por el delito de tortura.
La importancia primordial de los derechos humanos como factor de legitimidad en las relaciones internacionales no es una novedad. Sí lo es, en cambio, la fuerza que han cobrado y la universalidad de su aceptación. Desde el fin de la segunda guerra mundial la condena a los crímenes de guerra, los crímenes contra la paz y los crímenes de lesa humanidad había logrado un consenso general reflejado en los principios de derecho internacional reconocidos por los tribunales militares internacionales de Nuremberg y de Tokio. A pesar de aquel significativo avance, la posterior rivalidad este-oeste relegó a un segundo plano el intento por crear los mecanismos internacionales o supranacionales que permitieran hacer valer los principios humanitarios de carácter universal.
De manera paradójica, uno de los fenómenos que más contribuyó a poner fin a dicha rivalidad bipolar fue el fortalecimiento progresivo de la preocupación mundial, presente tanto en el ámbito estatal como en el seno de la sociedad civil, por colocar al individuo y sus derechos fundamentales en el centro de la vida nacional e internacional. Durante el periodo de la guerra fría se instituyeron diversos mecanismos para que las naciones rivales pudiesen velar por los derechos de sus nacionales. Un destacado ejemplo de ello lo ofrece el Acta de Helsinki de 1975, pero también el ostracismo internacional del que fueran objeto las dictaduras latinoamericanas y el régimen del apartheid. Otro factor que contribuyó en forma determinante a reconocer la primacía de los derechos humanos fue el proceso de descolonización y la consolidación del derecho de los pueblos a su libre autodeterminación, ocurrido durante la segunda mitad del siglo xx.
Este conjunto de tendencias desembocó en un movimiento democratizador, el cual, aunado a la creciente integración mundial y al desarrollo de las comunicaciones, coadyuvó a crear un consenso internacional en torno a la importancia de respetar y hacer respetar plenamente los derechos humanos. Un reflejo de ello es el nuevo vigor que han cobrado los organismos y mecanismos internacionales consagrados a la protección de estos derechos en el sistema de la ONU, la OEA y el Consejo de Europa, así como la creación de tribunales ad hoc para juzgar crímenes de guerra y de lesa humanidad en los conflictos de los Balcanes y de Ruanda, pese al vicio de origen de estos últimos. La labor de los órganos internacionales, junto con la proliferación de las redes de ONG, ha provocado una toma de conciencia casi universal sobre la necesidad de castigar las violaciones a los derechos fundamentales.
El establecimiento del Estatuto de la Corte Penal Internacional, definido por el propio secretario general de las Naciones Unidas como un «mecanismo coercitivo mundial para combatir la impunidad», recoge justamente ese anhelo por crear un sistema de justicia universal que proteja los derechos humanos y castigue la comisión de ciertos crímenes «que desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad», como señala el preámbulo de dicho Estatuto. A través del simple hecho de firmarlo, México adquirió la obligación no sólo moral, sino jurídica, de no actuar contra el fin y objeto de ese instrumento.
Es cierto que aún son pocos los mecanismos consensuados entre los Estados con que se cuenta para la impartición de una justicia internacional. Sin embargo, los Estados pueden y deben cerrar las lagunas jurídicas y políticas que facilitan la impunidad en casos de violaciones a los derechos humanos o de crímenes de lesa humanidad. Como su nombre lo indica, éstos constituyen crímenes contra la humanidad y, por definición, conciernen a la humanidad entera. Por ello, en espera de que la Corte Penal Internacional entre en funciones, cuando un Estado no pueda, por cualesquiera razones, someter a proceso a los presuntos culpables de estos delitos, cualquier otro Estado, en tanto miembro de la comunidad internacional y con base en la jurisdicción complementaria aplicable, puede actuar legítimamente para castigar el delito, independientemente de que ese otro Estado pueda tener o no originalmente jurisdicción alguna en el asunto. Con base en ello algunos Estados, cuyos nacionales han sido víctimas de tales crímenes, han decidido que, en estos casos, su jurisdicción adquiere un carácter universal que les permite investigar y, en su caso, juzgar a los presuntos responsables de estos crímenes. Más aún, conforme al principio de jurisdicción universal, incluso Estados cuyos nacionales no están entre las víctimas de esos crímenes, pueden ejercer su jurisdicción, por el solo hecho de que fueron cometidos. Existe un fundamento doble para estas acciones. Por una parte, la violación masiva o sistemática de los derechos fundamentales de un pueblo vulnera su capacidad de autodeterminación y pone en riesgo la paz y la seguridad internacionales. Consecuentemente, al verse en riesgo bienes jurídicos tutelados por el derecho internacional, es legítima la acción de un Estado que proceda en defensa de principios que por su trascendencia son oponibles a todos. Por otra parte, es posible invocar el principio de que lo humano, en tanto que humano, antecede a la soberanía. Más aún, si la soberanía es potestad del Estado para obligar a todos a aceptar la Voluntad General en su territorio, dicha potestad no puede perseguir fines inhumanos. En particular, no puede oponerse al castigo de un crimen cometido contra su primer fundamento, a saber, contra la humanidad.
Algunos advierten que el esfuerzo por combatir la impunidad en materia de crímenes de lesa humanidad, así como la promoción y defensa de los derechos humanos en su conjunto tienden a restringir la «competencia reservada» de los Estados. Pero esta restricción de la soberanía de los Estados no es más que la otra cara de la restricción a su soberanía interna causada por el mismo principio: la primacía de los derechos humanos sobre las prerrogativas del Estado, incluso en el ámbito interior. Ello no significa ni una pérdida ni una violación de la soberanía, ni anuncia un supuesto «fin de las soberanías». Las restricciones causadas por el respeto y la defensa de los derechos fundamentales otorgan un suplemento de legitimidad a la soberanía, a la vez que mantienen todos los atributos legítimos de ésta, como son la independencia de los Estados, sus derechos en el ámbito internacional y su igualdad jurídica. Cabe preguntarse: ¿qué valdrían estos atributos si los ejerciera un Estado en contra de los derechos humanos de sus propios nacionales?
De hecho, gracias a este suplemento de legitimidad, lejos de mermarlos, la defensa de los derechos humanos refuerza la independencia, los derechos internacionales y la igualdad jurídica de los Estados. Además, mantiene incólume el derecho de los pueblos a la autodeterminación, si se admite el postulado de que un pueblo no puede determinar su propia negación al destruir las condiciones de humanidad que permiten la coexistencia de sus integrantes.
En presencia de delitos graves y en virtud de la importancia de preservar los derechos humanos protegidos por el orden jurídico internacional, cualquier Estado, independientemente de dónde hayan ocurrido los hechos o de que los sospechosos o las víctimas sean o no nacionales suyos, tiene un interés jurídico en que tales derechos sean respetados. Por lo tanto, el reconocimiento de la jurisdicción extraterritorial exclusivamente en el caso de delitos de lesa humanidad de ninguna manera pone en entredicho los principios relativos a la autodeterminación o la igualdad jurídica de los Estados.
De ahí también que la decisión de conceder la extradición de Ricardo Miguel Cavallo en modo alguno significa una modificación de la posición que ha sostenido México frente a la aplicación extraterritorial de la legislación nacional de algunos países, como la que pretende autorizar los secuestros transfronterizos («the long arm of the law») o la llamada ley Helms-Burton. En estos casos, el ejercicio arbitrario de la jurisdicción extraterritorial, mediante la cual se propone imponer una legislación nacional a otros Estados, contraviene el derecho internacional y representa una violación a la soberanía del Estado en cuyo territorio se pretende ejercer. En contraste con estos procedimientos que violentan las normas fundamentales de convivencia entre los Estados, la jurisdicción internacional sólo puede ejercerse a través de los mecanismos de cooperación judicial legítimos, como la extradición, los cuales han sido aceptados por los miembros de la comunidad internacional.
En lo futuro, al igual que en el caso de Ricardo Miguel Cavallo, se analizarán las peticiones de que se trate con estricto apego a derecho, sin que exista una negativa de principio.
Durante su campaña electoral, el presidente Vicente Fox afirmó que la protección de los derechos humanos y la dignidad de la persona humana serían preocupaciones centrales de su gobierno. Consecuentemente, desde su toma de posesión ha emprendido acciones de fondo para poner la casa en orden en este ámbito. Destacan dos medidas adoptadas el 2 de diciembre de 2000 que forman parte del nuevo eje director de la política de derechos humanos del gobierno de México: por un lado, la firma del Programa de Cooperación Técnica con la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Mary Robinson; por el otro, el nombramiento de Marie-Claire Acosta como embajadora en Misión Especial para los Derechos Humanos y la Democracia. Este nuevo compromiso se verá reflejado, asimismo, en la necesaria actualización de las obligaciones internacionales de México, mediante su adhesión a los tratados en materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario de los que aún no es parte y el retiro de reservas en otros. Bienvenida la mirada externa.
El gobierno del presidente Fox tiene la firme voluntad de mantener una gran congruencia entre sus políticas interna y exterior. Ello obedece no sólo al objetivo de proyectar en el exterior el compromiso con los derechos humanos y la consolidación de la democracia en México. Nuestro país se propone, adicionalmente, ser un verdadero sujeto de la política mundial, dispuesto a sentar precedentes trascendentales, como lo hizo en su momento en materia de asilo, desarme o derecho del mar. La decisión del gobierno mexicano de extraditar a Ricardo Miguel Cavallo no sólo tiene el firme empeño de respetar las normas internacionales de derechos humanos en casa y en el exterior, sino que busca aportar una piedra más a la construcción de un mundo más humano.