Me subo al rin. Yo soy valiente, soy estoica. Yo no me voy sin pelear, pero eso sí, contra la ciudad de México, siempre me toca knock out.
A veces la Ciudad se toma su tiempo, juega conmigo, me deja moverme un rato, brincotear y de repente ¡boom! Me noquea: la pobreza, la desigualdad, la desesperanza, la delincuencia me golpean la cara. Caigo al rin. Ahí están los niños de la calle con sus monas, los indigentes, los puentes sin terminar, los baches, los microbuseros, el desempleo… Mi querida ciudad de México, siempre tan mágica pero tan cruda.
Otras veces, la Ciudad tiene prisa y me manda a la lona en cuanto llego. Aquella vez me noqueó en el avión. En la fila había tres asientos. Yo ocupaba el de la ventana, a mi lado, Marta con su bebé viajando a México por primera vez luego de años de haber emigrado a Estados Unidos a trabajar de ilegal; junto a ella, una señora de rayitos con una bolsa de mano en la que podía meter un caballo. El avión despega. El hijo de Marta comienza a llorar y ¡boom!… me voy a la lona.
-Oye -dice la señora de los rayitos en un comentario noqueador- ¿qué no te ha dicho el pediatra que hay que darle la mamila para que no llore en el avión?
Marta movía la cabeza. Yo, incrédula, en la lona, pensé en cómo la desigualdad ha convertido al país en un montón de piezas desconectadas, insensibles e inconscientes de la existencia de los otros. Los ricos no saben cómo viven los pobres.
-Oye -alcanzo a murmurar desde mi esquina- ¿qué no le ha dicho el periódico el país en el que vivimos?
Ciertamente, los periódicos no han dicho mucho. El debate mediático ha mantenido a la desigualdad económica como un mal no suficientemente merecedor de una discusión constante.
El narco y el crimen se han llevado los reflectores. Los diarios dedicaron páginas enteras en 2009 a contabilizar las 7,724 ejecuciones (o 6,576 según El Universal), los más de 1300 secuestros y los miles de ilícitos (120 mil sólo en el DF) que se cometieron en el país. Nos enteramos boquiabiertos de la existencia de sicarios como El Pozolero, del asesinato de Beltrán Leyva, de los 10 alcaldes que proveían de protección a La Familia en Michoacán y de la incursión de los Zetas en la extorsión, el tráfico de migrantes y hasta la venta de gasolina.
Pero eso sí, no nos enteramos que México es mucho más desigual que países africanos como Uganda, Senegal y Nigeria. Nadie dijo que dentro del gobierno federal los salarios de los altos directivos son más de 1500% lo que ganan sus choferes, mientras que en algunos países las diferencias salariales entre los empleados de una misma compañía suelen no exceder el 500%.
Pero sobre todo, nadie dijo que es precisamente en el ataque a esta desigualdad económica donde yace la raíz y la cura de los problemas que sí discutimos. La baja movilidad económica es la madre del crimen. Los adolescentes no son ingenuos. Ellos conocen -o intuyen- sus posibilidades de desarrollo económico. En nuestro país, nacer en una clase es prácticamente garantía de permanecer en ella. Aun con una carrera, 8 de cada 10 alumnos en 16 de las más demandas carreras de la UNAM son desempleados, y los dos que encuentran empleo ganan en promedio un poco más de 7,000 pesos mensuales -menos de lo que se paga de colegiatura en el ITAM (ni decir del Tec o la Anahuac).
El crimen promete una movilidad que el mercado laboral legal no puede igualar. Para prueba, los arreglos florales de 150,000 pesos que le mandaron a Beltrán Leyva durante su funeral, el Mercedes blindado que se compró ZhenliYe Gon al contado o el celular de oro de 24 kilates de Benjamín Arellano Félix.
No basta con luchar contra la pobreza con programas de empleo temporal como el PET de Sedesol (empleos que pagan menos del salario mínimo por jornada). No basta con brindar educación primaria al 95% de los niños. Necesitamos crear empleos y proveer de una educación con calidad para permitir la movilidad social. Necesitamos crear empleos con posibilidades de crecimiento. Necesitamos apoyar a la pequeña empresa.
El poder de noqueo de mi dulce y cruel adversaria de lucha, la ciudad de México, yace en su severo desorden bipolar. En ella fluctúan la opulencia: el Pantalón de Santa Fé (que por cierto, me dijeron va a caerse al primer temblor) y la miseria: colonias como la Gabriel Hernández donde a cierta hora de la tarde los taxistas comienzan a decirme “pa’llá si no la llevo señorita, asaltan de a tiro”.
Querido lector, abramos un debate de causas, no de efectos. Vencer al crimen requiere primero vencer la desigualdad.
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Viridiana Ríos
Estudiante del doctorado en Gobierno y miembro del
Programa en Iniquidad y Política Social en la Universidad
de Harvard. Antes de ingresar al doctorado cursó la
licenciatura en Ciencia Política en el ITAM. Por favor,
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