El reciente asesinato de Luis Carlos Santiago, del Diario de Juárez, agravó, si eso es posible, la situación de los periodistas mexicanos. Los análisis y las sugerencias de los organismos internacionales se agolpan. Hoy más que nunca es imprescindidible encontrar formas en que el Estado, la sociedad y los propios medios mejoren la seguridad de sus informadores.
Las bandas del crimen organizado están en disputa de buena parte del territorio nacional, especialmente de aquellas zonas que sirven de tránsito para el transporte de drogas hacia Estados Unidos. Esa disputa ha cambiado algunos hábitos cotidianos de la población y también de las instituciones.
El control de las rutas es lo que garantiza el ingreso de dinero para los carteles de las drogas, y el dominio sobre ellas es objeto de una lucha a muerte entre los grandes grupos del narcotráfico.
No hay límites en la crueldad ni en la temeridad. Se asesina en bares, discotecas, guarderías, centros de rehabilitación o donde sea necesario para diezmar y bajar la moral de la banda enemiga. Si en medio de las balas hay inocentes, no importa. Tampoco importa si hay que disparar contra elementos del ejército, periodistas o candidatos a puestos de elección popular. Todo lo que sea útil para un cartel se hace, sin reparar en costos humanos.
Esta batalla sin reglas ni tregua entre los grupos criminales ha provocado que los ciudadanos, especialmente en las zonas de alto riesgo, eviten salir en las noches, vivan con miedo, las fiestas de los jóvenes se realicen con menor frecuencia en las ciudades del norte y que cada quien se cuide a su manera del peligro inminente de vivir en el teatro de las batallas.
El Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad (ICESI) reveló que en 2008 (con mucho menos muertos que ahora) 66% de los habitantes de la capital del país tenía miedo de ser víctima de la delincuencia cuando salía a la calle. Esos datos son del Distrito Federal, donde hasta ahora no hay una guerra abierta entre pandillas. No cuesta mucho entender el impacto de la violencia en el estado de ánimo de las personas que viven en Durango, Nuevo León o Tamaulipas.
Instituciones como el ejército se han volcado a la persecución de bandas asesinas. A los militares los vemos casi con familiaridad en las calles o en las carreteras en vehículos artillados, con el rostro tenso y el arma presta. Muy diferente a la imagen de los soldados en actividades de ayuda a la comunidad, como estábamos habituados hasta hace muy poco.
El país cambió. Cambió para mal. Se descompuso. Y nos ha descompuesto la vida a las personas y a las instituciones que buscamos acomodarnos a una nueva realidad que no parece transitoria ni tiene un límite definido en el horizonte.
Los medios de comunicación y los comunicadores no podíamos permanecer ajenos a estas nuevas circunstancias. También comienza a cambiar nuestra manera de trabajar, nuestra manera de contar el país e, idealmente, debería llevarnos a cambiar la forma de relacionarnos entre medios, entre periodistas y entre ambos con el Estado.
Si los medios de comunicación afectan de manera directa a algún grupo de narcotraficantes, serán objeto de agresiones sin piedad alguna. Lo ocurre con periodistas, como fue el caso de Jesús Blancornelas, acribillado por los sicarios del cartel de los hermanos Arellano Félix en Baja California. Jesús sobrevivió unos años para contarla, pero sólo pudo hacerlo bajo la protección de un comando de elite del ejército que lo cuidaba día y noche.
El periodista que se especialice en un cartel, investigue, haga descubrimientos y los publique, con toda seguridad será hombre muerto.
Los reporteros y editores de la frontera tienen mayor riesgo, obviamente, pues ahí se concentra buena parte de la actividad de los carteles. Además, las pandillas que operan en sus ciudades tienen un sentido muy especial de la objetividad periodística. Cada nota publicada, que lleve nombres concretos, es tomada como un posible mensaje personal enviado por el bando enemigo con el fin de perjudicarlos. Por ahí va a rondar la muerte, el secuestro o la amenaza. Puede no ser a la primera, pero siempre habrá alguien que tome nota y pronto enseñará la lista de agravios al jefe para recomendarle silenciar, sobornar o amedrentar. Ese tipo de personajes existen en el mundo de los negocios, en la vida social y en la política. En el hampa también.
De ahí que algunos diarios de la frontera hayan optado por dejar de publicar noticias sobre narcotráfico. Y los grupos de narcos se encargan de impedir que los periodistas de la capital realicen trabajos de investigación en “sus” zonas de influencia pues eso les “calienta la plaza” y atrae a fuerzas federales que los van a combatir o, por lo menos, a complicarles el negocio.
El periodismo es una actividad incómoda para el poder, salvo que lo tenga de su lado (y aún en esos casos es un compañero de viaje poco grato). Así ocurre con el poder político y el económico. Todo gremio o personalidad que necesite de la secrecía para operar, ve en los periodistas amenazas potenciales a su actividad. Obviamente esto cuenta también para el creciente poder de los carteles de las drogas. Un diario o un programa de radio o televisión, pueden ser un obstáculo para sus trabajos ilícitos. Y como sabemos, los obstáculos los remueven a balazos o con intimidación.
Hay, además, la posibilidad de la cooptación. No sería extraño en este contexto que algunos periodistas o directivos de medios de comunicación hayan sido abordados por personeros de las bandas criminales para llegar a acuerdos. Divulgar sólo información negativa de los integrantes de otros grupos y soslayar los vandalismos propios son los favores que piden a cambio de una compensación que puede ir desde dinero hasta simple protección. Un medio de comunicación aliado siempre será bueno para “calentarle la plaza” al adversario en momentos críticos. O para desprestigiar las estrategias del gobierno, o minar la credibilidad de funcionarios que los combaten.
En este escenario se desarrolla una dinámica distinta a la de los acuerdos tradicionales entre medios de comunicación y el poder político o el económico. Y cuando escribo “acuerdos tradicionales” no me refiero necesariamente a operaciones oscuras o ilegales, sino a convenios publicitarios que se realizan mediante acuerdos lícitos, por escrito y se pagan impuestos por ellos. En estos casos, el de los convenios, no se prohíbe criticar al contratante de espacios publicitarios y generalmente tales acuerdos se mantienen por el periodo pactado.
Con el narcotráfico no hay posibilidades de establecer una relación comercial o de ningún tipo que sea respetuosa. Por más pragmático (por así decirlo) que sea el editor o directivo de medio de comunicación, sabe que al realizar acuerdos con una pandilla armada tarde o temprano va a pagar las consecuencias. El bando rival o el que solicita favores va a arremeter contra el medio de comunicación, alguno de sus periodistas o sus familiares, el día que se moleste por la información. Carece de sentido, cualquiera que éste sea, realizar acuerdos con los capos del narcotráfico.
¿Es fácil mantenerse al margen? En el centro del país no existe todavía el problema del acoso de los grupos criminales a periodistas y directivos de medios de comunicación. Pero en la frontera norte sí. Y ésa es la razón por la cual hay medios que se abstienen de publicar información relacionada con el tráfico de drogas y las consecuencias violentas de esa actividad. Ni plata ni plomo, parece ser la respuesta de algunos editores en Tamaulipas, Sonora, Baja California, Coahuila y Chihuahua. Tengo la impresión de que esa actitud se va a ir extendiendo a más medios de comunicación en la medida que las batallas de los narcos se den en otras regiones.
Los comunicadores y propietarios de medios de comunicación no estamos preparados para dar una respuesta gremial, concertada, valiente, a esta nueva realidad que es informar bajo la sombra del terrorismo. Las circunstancias ameritarían, por ejemplo, una reunión de propietarios de medios para analizar medidas que tiendan a proteger la vida de sus periodistas sin claudicar en la tarea de informar, que es la fundamental de su empresa.
En general, los propietarios de los medios están bastante desconectados de esa función, informar. No siempre la valoran. Tampoco están educados en la adversidad como para compartir riesgos con sus competidores. Y entre comunicadores la competencia suele expresarse con mayor fuerza en el terreno de las vanidades que en la obtención de logros profesionales por encima de sus pares. Tengo la impresión, quizás exagerada, de que muchos periodistas en México desde hace tiempo dejaron de competir por la calidad de la información y se han abocado a la frase escandalosa, al hecho humeante, pero no a la explicación del cómo y el por qué de las cosas.
Este panorama dificulta el logro de acuerdos entre medios de comunicación para operar en tiempos de crisis. Sobra soberbia y falta compromiso profesional con la materia esencial de nuestro trabajo.
¿Hay que informar a la población de lo que pasa con el narcotráfico? Sí, sin duda. Y si un comunicador o directivo corre riesgos por dar a conocer determinadas noticias, tendría que compartirlas con los demás medios y así atomizar el peligro. Claro, para alcanzar esos acuerdos tendría que primar, por sobre todas las cosas, la vocación informativa de comunicadores y directivos. Lo investigado debe conocerse, no importa si se publica en varios medios a la vez y sin crédito a los autores. Lo importante es mantener informada a la población.
¿Hay posibilidades de concretar ese tipo de acuerdos en beneficio de la ciudadanía, receptora última de nuestro trabajo? La respuesta es no. Al menos no por ahora. Puede más el recelo, la desconfianza hacia el competidor periodístico o empresarial, que cumplir con el objetivo de nuestra función social.
Es preciso añadir, por último, que la disparidad en el rigor y calidad periodística entre medios de comunicación, y aun dentro de un mismo medio, dificulta llegar a acuerdos. Hay medios y comunicadores que carecen de profesionalismo. No saben lo que hacen porque no están preparados para ello.
La matanza de 72 migrantes en Tamaulipas fue posible conocerla y descifrarla gracias a un sobreviviente que contó lo ocurrido en su lecho de hospital. La regla básica de protección a esa persona era ocultar su rostro con la computadora para no delatarlo. Ni dar su nombre. Sin embargo hubo medios que publicaron en primera plana un close up con el rostro del muchacho y su nombre en grandes letras. Lo condenaron a muerte. Seguramente no hay perversidad en esas publicaciones, pero sí refleja la frivolidad de editores desconectados de los riesgos que su actuación implica para la vida de una persona. Es falta de profesionalismo. Ignorancia. Ejemplo de la gran disparidad intelectual y humana que existe entre quienes operan los medios de comunicación.
A diferencia de lo ocurrido en otros países, lamentablemente en el nuestro no habrá acuerdos duraderos ni generalizados para defender la integridad de los periodistas, ni tampoco para salvaguardar el derecho de la población a estar informada en este nuevo escenario a la sombra del terror.
*Ex director de Notimex, director-fundador de La Crónica de Hoy y director-fundador de La Razón de México. Miembro del comité editorial del Grupo Imagen.
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