CECILIA KÜHNE
Un encantador misterio, dicen. Pero también una monserga. La mitad que completa. El perfecto contrario.
Un paraíso absoluto y anhelado.
O la puerta más cercana del infierno. Lo que sea. Pero de las mujeres no se salva nadie.
En todos los ámbitos de la narración que explica al mundo —la cosmogonía, la mitología, la teología, la poesía, la novela, la crítica, el análisis, el drama, el teatro y la comedia— las mujeres son personajes principales. Siempre logran que una trama lenta avance o se muera sin remedio, dan una vuelta de tuerca a todas las explicaciones, son las responsables de los finales felices y de los que nos sumergen en una miseria insoportable. Acaban con toda filosofía y justifican toda religión.
Tanto que incluso muchos personajes secundarios han llegado a sospechar —agudos como pocos— que en el devenir del arte, el poder, las tierras y las naciones pasa exactamente lo mismo. Es difícil saber a quién se le ocurrió primero: ya Balzac decía que quien sabía gobernar a una mujer sabía gobernar un estado, y Antonio Machado que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer.
Sin embargo, no todos —por ilustres o arrojados que sean— han tenido tan excelsa impresión de las mujeres. Más allá de un amable Rubén Darío que decía que sin las mujeres la vida es pura prosa, Napoleón, un estratega de irreductible valentía, estaba convencido que las batallas contra las mujeres sólo se ganaban huyendo.
“Si la mujer fuera buena —dijo Sacha Guitry—, Dios tendría una.”
* * *
Es cansado volver a decir lo ya sabido: casi todas las opiniones vertidas sobre las mujeres provienen de los hombres. Inútil volver a insistir en la injusticia de género porque parece haber comenzado desde la Biblia, donde la mujer provenía de la costilla de un varón; alarmante, porque las mujeres no tuvieron alma durante todo el dorado pensamiento griego; intrascendente, como los títulos nobiliarios adquiridos por el matrimonio; humillante, si el papel de gobernar era solamente para ollas y sartenes; triste cuando empuñaron un trapo y no una espada e insoportable cuando creyeron que todo se medía con sacrificios.
Más interesante y feliz resulta descubrir que hasta Rudyard Kipling sabía que la más tonta de las mujeres puede manejar a un hombre inteligente, pero que hace falta una mujer muy hábil para manejar a un imbécil. O enterarse de que Gabriel García Márquez, autor de las mejores novelas de este lado del planeta —inventor de Remedios la Bella, Amaranta Buendía, que mientras se quemaba la mano se achicharraba el alma, y de la cándida Eréndira y su abuela desalmada—, confesó una vez, caballeroso y conmovido: “En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en la cual se orientan mejor con menos luces”.
Y es que las luces deslumbran.
***
Rosario Castellanos, en su libro Mujer que sabe latín, escribió:
A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito.
Cierta furia fundamental existía en sus palabras. Una rabiosa decepción por la desigualdad, la discriminación,
la estupidez.
Y es que es difícil darle vuelta a la hoja para pensar en la condición fantástica
de ser un mito: celebrar la naturaleza casi sobrehumana de lo femenino y darse cuenta de que es incomprensible, como de fábula, grandiosa como una leyenda y más cercana al arte, que por definición es artificio pero que sin duda existe para no morir de la verdad.
El mito femenino, cuando se aleja de la belleza inútil, es también excepcional. Y revisar la novela de la historia, aleccionador y divertido. Porque hay de todas y para todos: las que resultan villanas para unos y heroínas para otros. (Aquellas que superaron a otras gracias a una multitud de habilidades que se antojan vanas, como cocinar para todos y a deshoras, encargarse de una casa o ser la madre de hijos, marido, amigos y mascotas.) O villanas que fueron condenadas por sus cualidades profundas y distintas: fortaleza, pensamiento, ideología y talentos que no hubo hombre que pudiera equiparar o comprender. Nada más recordemos al obispo de Puebla, que se firma Sor Filotea, escribiéndole a Sor Juana una carta terrible, donde le dice, esquivo:
No apruebo la vulgaridad de los que reprueban en las mujeres el uso de las letras, pues tantas se aplicaron a este estudio, no sin alabanza de San Jerónimo. Es verdad que dice San Pablo que las mujeres no enseñen; pero no manda que las mujeres no estudien para saber; porque sólo quiso prevenir el riesgo de elación en nuestro sexo, propenso siempre a la vanidad. Letras que engendran elación, no las quiere Dios en la mujer; pero no las reprueba el Apóstol cuando no sacan a la mujer del estado de obediente. Heroica, la elegante y cabal desobediencia de la increpada Décima Musa. Aquella que logró que su epistolar respuesta fuera un clásico de la literatura mexicana y una muy ejemplar manera de explicar que podía renunciar a las formas, pero nunca a la hechura de su espíritu.
* * *
Podría ser que Simone de Beauvoir tuviera razón: que el problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres. (O con los hombres, de nada vale fingir.)
El problema del varón es más simple, más rupestre y más aterrador porque tiene que ver con las mujeres, con los otros hombres, el mundo en general, el espacio en particular y el ansia de poder, aunque sea chico, pero antes que todo.
Sin embargo tienen también la muy injusta responsabilidad de ser más fuertes, más listos, más capaces, menos débiles y sentimentales sin confundirse o conformarse. (Y sin la posibilidad —a menos de que hagan una revolución más difícil que la de las armas y cañones— de poder pintarse las uñas y así esgrimir que no pueden ocuparse del mundo con las manos.)
Sin embargo, un hombre y una mujer son hasta tal punto la misma cosa que de pronto es absurda la cantidad de distinciones y razonamientos para distinguirlos o entronarlos. La cosa es simple y no admite distinción: ellos no tienen ni un mes, ni un día que los celebre en exclusiva en ningún almanaque del mundo. ~
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