El arte nos concede el privilegio de la contradicción. En un número reciente de este suplemento hablamos de los árboles como especie que por su permanencia nos aleja de la dimensión del tiempo —o mejor dicho, nos instala en un tiempo inmóvil— y nos sume de lleno en el espacio, olvidados de nuestra condición transitoria.
Aunque esto puede ser cierto, los árboles hacen eso y hacen más. En esta otra manifestación arbórea —la que nos propone soberbiamente Beatriz Sánchez Zurita—, los árboles, y con ellos las flores, nos devuelven, con una violencia bella, al tiempo. “Yo te extraje de ahí”, parece decirnos uno, “yo te instalo de vuelta”. Lo hacen porque ellos mismos se baten, y nosotros, tomados por el mismo remolino, no podemos sino ser sacudidos. Aquí no hay sólo espacio: aquí, en resplandeciente combustión, está ese primogénito de la cópula entre tiempo y espacio que es el movimiento.
La obra de Sánchez Zurita nos fuerza a articular el vocabulario del cambio constante: hacia, ahora, ya que, al fin. Tenemos ante nosotros el árbol, pero ¿quién negaría que el viento ha engendrado en fuego, que una copa se incendia, que la luz sopla fuerte? El árbol parece querer arrancarse del suelo, desprenderse de la tierra, o girar sobre sí mismo, consciente de que la existencia es a un tiempo delirio y sufrimiento.
Quizás estos árboles han quedado traspasados por la índole de las flores. Las flores no están aquí en majestuosa, estable tensión. Como insectos que vivirán una suma insuficiente de horas, aprovechan. Flor es paso efímero y ante ello, los árboles se rebelan. Ellos son también tiempo, se saben minutos, horas, cúmulo limitado de centurias, tienen sus horas contadas. Y quien se sabe tiempo desespera, ansía existir en cada instante.
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Felicidades.
Mil gracias Ignacio:
Fue una grata sorpresa encontrarme en la web. El téxto me parece muy acertado tiene esa gran cualidad entre lo poético y lo descriptivo. Me encantó y de nuevo gracias
Un abrazo
Beatriz