Hace unos meses recibí una invitación para moderar una mesa de discusión sobre el estado del cine mexicano.* Cuando nos sentamos a planear los puntos que nos interesaba abordar pensábamos en hablar de la buena recepción del cine nacional en el extranjero, de sus posibilidades estéticas y de la importancia creciente del documental en el cine mexicano. Pero decidimos que fueran guías y que la conversación fuera más o menos libre. El resultado fue que las exposiciones de los invitados se concentraron casi en un único aspecto: la exhibición.
Se habló de los (malvados) gringos que dominan el mercado siguiendo prácticas monopólicas; de los (malvados) exhibidores mexicanos que no sólo inhiben al cine mexicano poniéndole condiciones draconianas —como un cierto número de ventas en una semana—, sino también boicoteando la asistencia de los espectadores a las salas; de la necesidad de renegociar el Tratado de Libre Comercio; de que el cine mexicano no apela a los espectadores. También se pidió ir a ver las películas mexicanas el mismo fin de semana que entren a cartelera. Además, parecía haber un cierto resquemor con respecto a las películas y las personas que consiguen éxito a pesar de todo lo expuesto. Yo, como me tomo en serio el papel que me toca jugar, intenté motivar algunos otros temas sin éxito, pero me reservé mi opinión porque no estaba en mi papel, como lo entiendo, discutir en esa ocasión. Como sea, me quedé pensando en el tema y quiero tratarlo. Sin duda es relevante.
Punto de partida: Hollywood
Aunque en realidad llamamos Hollywood a toda una cinematografía nacional —es decir, a la suma de productoras, en su mayor parte independientes, de todo el territorio estadounidense—, cuando alguien dice “Hollywood” todos entendemos que se trata de un grupo heterogéneo de películas que abarca desde la comedia más nefasta hasta los guiones sesudos y personales de Charlie Kaufman. En general, se trata de películas domingueras: técnicamente incuestionables, centradas en personajes con quienes los espectadores se identifican, divertidas —al menos como premisa— y que cumplen con las expectativas del público (en ocasiones ser sorprendido por la trama o los efectos es parte de esa expectativa). Al mismo tiempo entendemos que se trata de una industria enorme, quizá sin considerar automáticamente la cadena de intereses involucrados.
Los intereses a los que me refiero pueden dar rienda suelta a teorías del complot basadas, por ejemplo, en la transculturación; sin embargo, los intereses más claros son monetarios y pragmáticos. Lo que llamamos Hollywood es un sistema que controla las interrelaciones entre la producción, la distribución y la exhibición —que implica incluso qué tipo de proyector se utiliza (pensemos en la moda 3d). Curiosamente, este sistema, en apariencia tan poderoso, reporta un rendimiento de apenas un 2.6% para las majors, cifra que está abajo del umbral que en Wall Street se considera viable.1
Lo que pasa es que la taquilla en Estados Unidos no va demasiado bien “fuera de las metrópolis más importantes” y los otros mercados tampoco brillan: el “dvd [es] un mercado que declina agudamente, la televisión […] cada vez proyecta menos y menos películas, y las descargas [aunque] promisorias [son] aún difíciles de monetizar”2. En México, en particular, las distribuidoras tienen la práctica monopólica de vender películas por paquetes: si quieres exhibir Avatar tienes forzosamente que adquirir derechos por una chick flick sin interés y algo que se supone que es una comedia y no hizo reír ni a los guionistas (un engendro tipo Hada por accidente). Una garantía forzada de ingresos para una industria —la estadounidense— urgida de las taquillas exteriores para superar sus costos de producción.
No podemos ignorar que las prácticas permitidas en México son anteriores a la crisis actual del sistema Hollywood, pero tampoco que ese sistema lleva varias crisis seguidas: el mercado estadounidense dejó de rendir como para recuperar las inversiones hace mucho, los videocassettes los pusieron en jaque, los videoclubes y el dvd también; las descargas ponen en riesgo la misma existencia del cine como lo conocemos. Ante las crisis, los empresarios del cine han buscado asegurarse recursos donde han podido y si la legislación mexicana o las concesiones de nuestro país en el Tratado de Libre Comercio se los han permitido, ellos no van a desperdiciar la oportunidad de hacerse de esos recursos. Los grandes empresarios buscan hacer dinero y sus fines son transparentes y conocidos por todos los que pagamos por sus películas o las rentamos.
Pero, ¿por qué los exhibidores mexicanos bailan su son?
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* Se trató del primer encuentro de las Noches del Legado organizadas por Buchanan’s y La Tempestad. Agradezco a mi tocayo, Abel Cervantes, jefe de redacción de la revista, por permitirme hacer referencia al evento, aunque sea tangencialmente, en otro medio.
1 Nick Roddick, “End of the World: Part One”, en Sight & Sound, marzo de 2010, pág. 17.
2 Cito de nuevo a Nick Roddick, pero ahora: “End of the World: Part Two”, en Sight & Sound, abril de 2010, pág. 15.
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