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Razas y racismo
| | 11.02.2010 | 0 Comentarios

Tuvo lugar en 1995 un necesario en­cuentro sobre este tema. Encontrándo­me fuera del país, no pude acudir. Leí, des­pués, la mayor parte de lo dicho durante las sesiones. Estoy de acuerdo con prácticamente todo. No obstante, ante la avasalladora situación actual que dio origen al encuentro (Ruanda, Somalia, negros en EUA, y en otras partes, Chiapas hasta cier­to punto, kurdos en Irak, buena parte de Latinoamérica, Asia y Africa para buena parte de los anglosajones, la ex Yugoeslavia, Sri-Lanka, etcétera), pienso que se olvidaron un tanto algunos aspectos cientificohis­toricoantropológicos a lo largo de las jorna­das contra el racismo. De ahí estas líneas.

Son múltiples las facetas y provincias que la cultura posee y expone para la cabal ubicación y comprensión de los derechos humanos: desde la jurisprudencia a la ética, desde la filosofía a la religión, desde la tra­dición a la historia, etcétera, en el tan logrado como inacabable proceso de lo que llamamos civilización.

Sin duda alguna, somos Homo faber que piensa y en este pensar, poseídos, muy poseídos de nuestra propia importancia, antropocéntrica y muy megalomaniática­mente, nos hemos denominado Homo sapiens sapiens, ¿lo somos en realidad?

Si hojeamos el periódico, oímos la radio o vemos la televisión, en cualquier lugar de esta mínima y solitaria balsa llamada Tie­rra, nos damos cuenta de inmediato que de verdadero y cabal sapiens aún tenemos muy poco. ¿Por qué? Porque, en primera instancia, salta a la vista un constante destruirnos Los unos a los otros, arguyendo futiles ni­miedades como razón, excusa o justificación a los atropellos que merman o acaban :on el más esencial y básico de los derechos humanos: el derecho a la vida, a la supervi­vencia, tanto del individuo como de la specie. En segunda, se halla la destrucción le la naturaleza, de la que formamos parte. \To nos ocuparemos ahora de este tema.

La Comisión Nacional de Derechos humanos lucha, a brazo partido, por elevar nuestros conocimientos, por hacer que e entienda la vasta gama de inalienables derechos humanos, concomitantes a un Estado nacional —e internacional— de liber­tad, igualdad, hermandad y fraternidad entre los mexicanos y, por ende, entre todos los habitantes del planeta.

En tanto que antropólogo son dos, fun­damentalmente, los temas que, por mal entendidos y peor utilizados, siegan, día a día, mes tras mes, año tras año, la vida, la irreproducible e irrecuperable vida de docenas de miles de conciudadanos nacio­nales o planetarios: el racismo —bajo enmascaradas y múltiples formas— y la violen­cia generalizada e institucionalizada.

Es necesario, pues, de manera sucinta y llana, adentrarnos en cada una de estas sin-razones.

El mito del racismo

El instinto no es verdadero ni falso. No se puede discutir con él, aunque sí se puede hablar mucho de él. En contraste, los prejuicios pueden ser ideas falsas, pero no dejan de ser ideas. En consecuencia, susci­tan disputas. Uno de los prejuicios más profundamente arraigados que obstaculiza la relación pacífica entre los hombres es el racismo. Este prejuicio se remonta a tiem­pos inmemoriales. Aristóteles, basándose en razones climáticas, pensaba que los pueblos nórdicos —precisamente aquéllos que en la actualidad se sienten orgullosos de su “san­gre aria— habían nacido para ser escla­vos. Vitruvio pensaba lo mismo. Cicerón decía que los hombres se diferenciaban por su conocimiento, pero no por su capa­cidad de aprender. El faraón Sesostris III (1887-1849 a.C.) erigió una estela en la frontera sur de Egipto en la que inscribió que ningún negro podía entrar a Egipto.

El Renacimiento, con su exploración y contacto con otros pueblos, hizo reaparecer este prejuicio. Frecuentemente se suscitaban acaloradas disputas sobre la igualdad o desigualdad de los hombres. En el siglo XVI, John Major, fraile dominico nacido en 1510, afirmaba que era mucho mejor no darle la libertad a aquellos hombres que por naturaleza habían nacido para obede­cer y cuyo destino era ser siervos; y Juan Ginés de Sepúlveda, el famoso sacerdote español nacido en 1550, escribió un comentario sobre la inferioridad y perversidad innata del indio americano”, en el que afirmaba que no eran seres racionales y que eran tan diferentes de los españo­les… como los simios de los hombres. En la otra cara de la moneda, hubo personajes como fray Bartolomé de las Casas, misio­nero dominico español quien al llegar a México en 1502 defendió con tanto ahín­co a los nativos que ha pasado a la historia como el apóstol de los indios. Luchó enérgicamente contra esta teoría mante­niendo que todos los hombres del mundo estaban hechos de la misma materia; abogó tanto por la abolición de la esclavitud de los negros como por la de los indios ya que lo mismo están dotados de entendi­miento éstos que los indios”. Hombres de la misma talla moral fueron el pensador francés Montaigne, moralista y viajero, nacido en 1533, quien hizo la observación de que todo el mundo llama bárbaro a quien no está de acuerdo con sus propias costumbres; y también debemos mencio­nar a Thomas Jefferson, quien a menudo alababa al indio piel roja. De cualquier manera, con frecuencia los prejuicios son recíprocos. En las Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, al tiempo que los españoles enviaban comi­siones especiales para investigar si los indios tenían alma o no, éstos estaban muy atareados sumergiendo a prisioneros blan­cos en el agua para averiguar, mediante observación exhaustiva si sus cadáveres se pudrían o no. (Lévi-Strauss, 1960.)

Más tarde, aunque Voltaire, Rousseau, Buffon y otros muchos defendían la igualdad entre los hombres, otros intelectuales, como Hume, sostenían que los negros eran inferiores a los blancos. Este prejuicio pre­valeció en Europa a pesar de la tradición cristiana claramente antirracista: Y él hizo que toda la humanidad naciese de una sola sangre, para que poblase la tierra (Hechos de los apóstoles, capítulo XVII, versículo 26). No hay ya judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo (Gálatas, III, 28). A pesar de lo anterior, en 1772 el reverendo Thomas Thompson publicó un panfleto titulado Cómo el comercio de esclavos en la costa de Africa respeta los principios humanitarios ylos preceptos de la verdadera religión; y el reverendo Josiah Priest publicó en 1852 otro panfleto titulado La defensa de la escla­vitud por la Biblia. Ya en tiempos recientes -1900—, C. Carrol escribió una obra titulada El negro como bestia o a imagen y seme­janza de Dios, en la que aseguraba que todos los tratados científicos probaban que la constitución de los negros era igual a la de los simios. Por otra parte, el papa Pío XI condenaba el racismo, y una encíclica de Pío XIII, publicada en 1938, lo considera­ba una apostasía contraria al espíritu y doc­trina de la fe cristiana. Pero el poder y el alcance de los prejuicios raciales se refleja en el hecho de que el mismo Abraham Lincoln, el mayor defensor de la abolición de la esclavitud, declaró públicamente: Existe una diferencia física entre la raza blanca y la negra, que creo siempre impe­dirá que ambas razas vivan juntas en térmi­nos de igualdad social y política” (discurso en Charleston, 8 de septiembre de 1858).

En el siglo XIX, sólo unos pocos años antes de la aparición de El origen de las especies, Gobineau, pseudocientífico de la época, publicó su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que Hitler basó su propaganda aria. Todos conoce­mos perfectamente bien las consecuencias que tuvo esta teoría. Pero con la aparición del darwinismo, el racismo —o por lo menos el racismo del blanco— tomó un nuevo derrotero: muchos pueblos de raza blanca se entusiasmaron muchísimo con el darwinismo porque, al proclamar la supervivencia del más apto, fortalecía su política de expansión y agresión a expensas de los pueblos “inferiores”.

Este concepto de selección y superiori­dad, más o menos basado en la teoría de Darwin, puede aplicarse incluso dentro de un mismo grupo étnico. Erich Suchsland sostenía la tesis de que los individuos que no habían triunfado en la vida necesariamente pertenecían a aquellos sectores de la población considerados como raza infe­rior”, mientras que los individuos ricos pertenecían a una raza superior (Biasutti, 1953). Comas (1960) comentaba irónicamente que de esta manera, el bombardeo de los suburbios pobres daría como resultado la selección y mejora de la raza. Alexis

Carrel, autor de Lo que no se sabe acerca del hombre, sigue un razonamiento análogo al aseverar que los proletarios y los holgaza­nes son inferiores por herencia natural y que debido a su constitución física, no tienen la fuerza necesaria para luchar: han caído tan bajo que cualquier clase de lucha es inútil ya.

Por supuesto que no hace falta hacer ningún comentario sobre el racismo de Hitler, cuyas terribles imágenes aún tene­mos frescas en la memoria; pero podemos mencionar algunas de las curiosas tergiver­saciones de algunos de sus fanáticos adep­tos. Waltmann decía que Jesús tenía sangre aria; que por lo menos era evidente que no era el hijo de un judío como José, su padre, ya que Jesús no tuvo padre (!) (Bouthoul, 1951). Este mismo autor alteró los nom­bres de varios genios producidos por la humanidad (y creemos que sus característi­cas físicas también), para demostrar que en realidad eran de sangre teutona: Giotto, Jothe; Alighieri, Aigler; Vinci, Wincke; Dasso, Tasse; Bounarotti, Bohurodt; Veláz­quez, Valchise; Murillo, Moerl; Diderot, Tietroth, etcétera.

Ya antes, Ammon (1890) mantenía que los dolicocéfalos (como los arios) eran socialmente superiores a los braquicéfalos (como los alpinos) y que ésta era la razón por la que abundaban en mayor propor­ción en las ciudades más que en el campo, y entre las clases sociales privilegiadas más que entre los obreros; dato cierto únicamente en lo que respecta a Alemania, pero no a Italia. Hubo otro dato que Ammon habrá encontrado raro pero que, por supuesto, siempre se cuidó muy bien de no mencionar: que los arios, a su vez, podrían averiguar que había una raza destinada de manera natural a convertirse en sus amos, porque resulta que la raza negra es incluso más dolicocéfala que la aria. Guillermo II ya había ordenado que se hicieran estudios antropométricos del pueblo alemán con el objeto de probar la pureza y superioridad de la raza aria, estudios que nunca se atre­vió a hacer públicos, ya que resultó que hubo zonas muy extensas en donde no se pudo encontrar ni un solo tipo ario. Otro investigador alemán sugirió que la humani­dad podría dividirse en tres grupos: los desangre alemana pura, quienes disfrutarían de todos los privilegios políticos y sociales; los de más o menos sangre germana, quienes solamente gozarían de privilegios limitados; y los no alemanes, a quienes se despojaría de todos los derechos políticos y serían esterilizados, para así salvar a la civi­lización. Es muy difícil imaginar que alguien pueda llevar su fanatismo a tales extremos; pero hubo algunos que sí lo hicieron. Gunther (1929), teórico del racis­mo de Hitler, sugirió en serio que se podría trazar una línea divisoria para separar a los nórdicos del resto del mundo. La declara­ción de Mussolini realmente fue de opereta (como siempre), pues dijo que existe una raza italiana pura de tipo arionórdico”.

Pero las cosas no pararon ahí. Los teóri­cos del indogermanismo, presionados por necesidades políticas, llegaron a afirmar que los japoneses eran teutones, descendientes de los ainus –pueblo de raza blanca de Japón, aunque muy mezclados con la raza amarilla. Sin embargo, esto no fue obstácu­lo para que Rosenberg escribiera que esta última poseía todas las cualidades morales e intelectuales de los arios e incluso de los nórdicos (Klineberg, 1965): “Los dirigentes japoneses ofrecen las mismas garantías bio­lógicas que los dirigentes alemanes.

No vale la pena insistir en lo absurdo de la tesis racista nazi. Ellos mismos se confundían y contradecían tanto que finalmente declararon que la raza era un con­cepto místico e intuitivo, cuya comproba­ción estaba más allá de cualquier demostra­ción científica. En vista del hecho de que el arquetipo teutón rubio como Hitler, alto como Goebbels y esbelto como Goering era inconcebible, los nazis decidie­ron que un alma nórdica podía albergarse en un cuerpo no nórdico y que la políti­ca debería ir más allá de la ciencia, apoyada por la verdad fundamental intuitiva de la diversidad de sangres existentes entre los pueblos de la Tierra, deduciendo la conse­cuencia lógica de ello, es decir, el principio de la supremacía del más apto.

Contra tal razonamiento, la respuesta más apropiada es la que dio Rimbaud, el brillante joven francés –de tipo completamente nórdico– quien, hace casi 100 años, durante la era de la expansión colonial europea y justo cuando estaban de moda las ideas de la superioridad biológica, exclamó mordazmente: soy de raza infe­rior desde el principio de los tiempos.

No obstante, el racismo no siempre es tan abierto y tan extremista, y frecuentemente es más difícil convencer a aquellos racistas que racionalizan sus prejuicios y creen tener pruebas lógicas y objetivas en apoyo de los mismos. Hoy en día esta clase de racionalización casi siempre es conse­cuencia de un darwinismo mal entendido o falseado. Sus precipitadas conclusiones acerca del principio de la selección natural pueden agruparse en dos amplias catego­rías: el carácter perjudicial de la hibridiza­ción o mezcla genética y la superioridad natural de algunas razas sobre otras.

El primer grupo de prejuicios se basa en una premisa falsa inicial, es decir, que hay razas puras. Para empezar, desde el punto de vista científico el concepto de raza es bastante vago. Lo que sí es muy claro desde el punto de vista biológico es que todos los hombres que existen en la actualidad perte­necen a la misma especie, y que dentro de la misma hay variaciones individuales y de grupo. Algunas de estas variaciones de gru­po sirven de base para clasificar a estos gru­pos por lo que llamamos razas. Pero no todos los biólogos están de acuerdo en cuá­les son las características exactas que deberían tomarse en cuenta. Algunas veces toman en cuenta las reacciones sanguíneas, el promedio de altura, la proporcionalidad de las extremidades del cuerpo, el color de la piel, la textura y el color del cabello o la anchura de la nariz; algunas veces sólo algu­nas de estas características se toman en cuenta, mientras que en otras se añaden. algunas nuevas. Así, pues, la selección de un criterio de clasificación en parte es arbitra­ria. La clasificación misma también es arbi­traria. Los autores difieren con respecto al número de razas y subrazas que reconocen. De cualquier manera, el concepto no puede ser estático, debido a los constantes movi­mientos demográficos y a que constantemente ocurren mezclas. Se puede decir, pues, que la raza es un fenómeno biológico de cambios constantes que solamente pue­de entenderse dentro de un contexto evolu­tivo, a través de parámetros ambientales y

genéticos que están en constante movi­miento. Incluso si aceptáramos determinados criterios de clasificación, éstos nunca nos permitirían encontrar una raza pura, por más que nos remontáramos en el tiem­po, ya que a todo lo largo de la evolución del Homo sapiens se han estado mezclando hombres de diferentes grupos. Las razas puras, en el sentido de poblaciones genéti­camente homogéneas no existen dentro del género humano. (Genovés, 1965.)

En algunas ocasiones, al tomar un rasgo aislado como la única característica distinti­va de una raza, es fácil encontrar dentro de determinados grupos un número estadísti­camente importante de individuos que pre­sentan dicho rasgo. Pero en cuanto toma­mos como muestra varios rasgos, la propor­ción de individuos que los poseen todos —dentro de cualquier población humana—es estadísticamente insignificante. Por ejemplo, todos sabemos, o creemos saber, que los ingleses tienen ojos claros. Falso: solamente uno de cada cinco ingleses tiene esta característica. Nada más para enumerar las contribuciones más importantes de la composición genética de los ingleses, tene­mos que mencionar al hombre de Crog-Magnon, a los nórdicos, mediterráneos y alpinos y, con respecto a grupos más recien­tes, a los sajones, noruegos, daneses y normandos. Es más, cuando los ingleses colo­nizaron Norteamérica, la mezcla se hizo mayor. Por otra parte, la población negra de Estados Unidos no es más pura que la blanca: entre sus antepasados se encuentran congoleses, bantúes, europeos occidentales, siberianos, mediterráneos, etc. Y en lo que respecta a los judíos, ya eran producto de muchas mezclas, incluso en los tiempos bíblicos. Más tarde cuando se dispersaron, hubo tanta mezcla genética que la mayoría de los judíos poseen características raciales más parecidas a las de los habitantes de los países donde viven, que a las de otros ju díos. Basta con comparar a un judío de Rotterdam, fuerte, corpulento y rubicun­do, con sus correligionarios de Salónica, delgados y nerviosos, con ojos de fuego y tez pálida, para entender que lo que nor­malmente llamamos tipo israelí posee ras­gos provenientes de muchos y diferentes pueblos. (Comas, 1960.) Así pues, a pesar

de sus declaraciones sobre la comprobación intuitiva de las razas, los nazis tuvieron que obligar a los judíos a llevar prendida la estrella de David para poder distinguirlos de los arios, quienes supuestamente per­tenecían a otra especie.

Pero incluso si hacemos a un lado la vaguedad del concepto de raza y la univer­salidad de las mezclas genéticas que han sufrido los humanos, y aun si admitimos que de alguna manera misteriosa, mística e intuitiva pudiéramos distinguir cuáles son las “verdaderas” razas y en qué consiste su pureza, todavía tendríamos que demostrar por qué sería perjudicial para estas razas puras mezclarse. Esta tesis que sostuvo Mjonn (1922) ha encontrado muchos seguidores en Estados Unidos; entre ellos S.K. Humphrey, M. Grant y L. Stoddard. Los datos en que se basa, sin tomar en cuenta la inexactitud genética, tipológica y estadística, no son más que interpretacio­nes fundadas en el error de confundir las consecuencias con las causas. Es obvio que siempre se discrimina a gente con caracte­rísticas raciales mezcladas, es probable que muestre características sociales indeseables únicamente porque se ve obligada a sobrevivir en condiciones de vida y culturales indeseables. Además, la discriminación y los prejuicios hacen que la mezcla racial sea más frecuente entre las clases sociales más bajas (Lundborg, 1921; Schreider, 1964).

Desde la perspectiva de la genética, todas estas ideas son gratuitamente incon­gruentes. Dependiendo del caso, se hace uso de la endogamia o de la exogamia para mejorar las razas animales, y el efecto inmediato de las mezclas genéticas es que a menudo se evita la manifestación de defec­tos genéticos de carácter recesivo inheren­tes a una de las dos razas generatrices. Esto, en cierta manera, se parece al ejemplo de las familias aristocráticas endogámicas anteriormente mencionado. La mezcla entre individuos de origen similar ciertamente refuerza las mejores características o las más fuertes del grupo, pero también actúa de la misma manera con respecto a los defectos hereditarios. A la larga (a veces después de mucho tiempo), se puede decir que en principio la endogamia es más perjudicial, ya que la acumulación de características idóneas contribuye a la supervi­vencia del grupo únicamente si el medio que los rodea no sufre cambio alguno, mientras que la acumulación de defectos genéticos inevitablemente asegura su even­tual desaparición.

Hay todavía una segunda postura acerca de los prejuicios raciales: la de quienes no solamente creen que la mezcla genética es negativa y que puede acarrear consigo numerosos males, sino que además están seguros de que algunas razas son superio­res a otras. Ya en 1919 los delegados que asistieron a la Conferencia de París, en la que se creó la Sociedad de Naciones, recha­zaron una declaración presentada por la delegación japonesa que proclamaba la igualdad de todas las razas. Incluso hoy día muchos blancos creen que los negros son inferiores. La manifestación más frecuente de este prejuicio concierne a la inteligencia, a pesar del hecho de que actualmente está reconocido, en forma general, que todos los instrumentos cuyo propósito es medir la inteligencia son, en cierto grado, ideados por y para una cultura específica, que los factores empíricos juegan un papel impor­tantísimo en los resultados de los tests y que no se puede demostrar que haya dife­rencias en los primeros años de vida de un individuo; además, las diferencias existentes dentro de un mismo grupo, en lo que respecta a los resultados de los tests, son invariablemente mayores, casi siempre, que las diferencias entre grupos.

En conclusión, aunque los políticos y quienes manejan la propaganda frecuentemente manipulan las diferencias raciales en favor de sus propios fines, no hay prueba alguna que justifique la hipótesis de la superioridad de una raza sobre otra. Cual­quier conjetura al respecto no es más que un prejuicio. Podemos afirmar claramente que la utilización tendenciosa de la teoría de la evolución como justificación de una supuesta superioridad racial o de la guerra o de la violencia, no tiene fundamento científico alguno.

En Amor de don Perimplín y Belisa en su jardín, don Perimplín es el rico viejales del pueblo. Belisa, una guapa y reluciente moza. Durante la noche de bodas, naturalmente, don Perimplín se queda dormido. Nos dice

Lorca: Y entonces entraron por la ventana, representantes de las cinco razas de la Tierra: el europeo con su barba, el blanco, el negro, el amarillo, y el norteamericano.

¡Esta lorquiana jocosa definición de las razas, no es menos válida que cualquier otra!

Bibliografía

Ammon, O. (1890), Antropologische Untersuchungen, Jena, 1980.

Biasutti, R.,Le razze e i popoli Bella terra, vol.I, Razze, popoli e culture, Tipográfico-Editrice Torinese, Turín, 1953.

Bouthoul, G., Les Guerres, Press Universitaries de France, París, 1951.

Comas, J., Les mythes raciaux, en Le Racisme devant la Science, pp. 13-58, UNESCO-Gallimard, París, 1960.

Coon, C., The Origin of Races, A.A. Khnopt, Nueva York, 1962

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