Se llamaba don Nicho. Se veía como de setenta y cinco años, pero él mismo admitía haber rebasado los ochenta. Delgado, muy delgado, bajo, con la piel curtida por el sol y pegada a los huesos, todavía trabajaba. La vida no le dejó otra opción. Lo recuerdo con su sombrero de paja en forma de A. Durante el día era peón y parecía cansarse menos que los jóvenes. Era falso. Durante la noche cuidaba una máquina, una bomba de agua, que por cierto pesaba media tonelada. Así que, caminando no se iría.
La primera vez que se lo escuché estuve a punto de reír. El sol, allá en La Cruz, caía abrasador, la tierra reseca del estiaje crujía debajo de nuestros pasos. Esperábamos pacientes a que el agua de riego llegara rodando por un canal.
De pronto dijo: me voy a la sombra del mezquite porque es más fresca. En mi ignorancia me quedé pensando, todas las sombras son igual de frescas. Pero la expresión se me quedó en la cabeza. Don Nicho no jugaba con las palabras. Alrededor había otros árboles, los fresnos viejos, los eucaliptos, casuarinas que zumban, que silban con el viento. Pensé que prefería el mezquite por ser un árbol de la zona. Pero, ¿una sombra más fresca? ¿Qué quería decir? Lo repitió en otra ocasión y ya no me pareció una locura, de hecho me intrigaban sus palabras.
Don Nicho murió como tenía que morir, solo, sin quejarse, de noche cuidando a su bomba de agua. Trabajó toda su vida, habló poco y se fue sin causar problemas. A pesar de su miseria parecía siempre llevar el dejo de una sonrisa.
Una sombra más fresca que otra. Por supuesto que hay sombras más frescas que otras. Me explico. Mismo día, misma hora, mismo sol inclemente, las diferencias de temperatura pueden ser de varios grados. ¿Por qué? Tres son las explicaciones de las que ahora soy consciente, suma de sentido común y de las palabras de don Nicho. La primera es la intensidad del follaje. Un árbol bien vestido dejará penetrar menos la luz del sol, el piso no se calentará y la sombra será más fresca. Un árbol semidesnudo dejará que los rayos de luz se cuelen, tocarán por instantes el piso y la sombra no será fresca.
Pero hay otro motivo evidente para aprendices como yo de estos menesteres. La forma de la copa. Cuando los árboles son espigados, en forma de lanza, el sol se sale con la suya. El árbol nunca puede defender por mucho tiempo la sombra en el mismo lugar, ahí el truco. Al cambiar permanentemente de posición, el sol se burla del árbol. Entre más redonda y amplia sea una copa más tiempo estará la tierra sin exposición a los pícaros rayos solares. En el amanecer y en el atardecer el sol llegará hasta el tronco, pero la mayoría de las horas del día estará cubierto.
Entre más amplia y baja sea la copa de un árbol, más fresca será su sombra. Hay árboles que están imposibilitados de brindar una sombra fresca. Los cipreses por ejemplo: están diseñados por el gran diseñador cuyo nombre no conocemos, algunos le dicen Dios, para cumplir con otras tareas: producir madera, hojas, oxígeno, retener la tierra, atraer lluvia, la vida misma depende de su trabajo. En cambio los laureles de la India, los hules, es claro que nacieron para, entre otras cosas, alejar el calor de una porción de la tierra, para dar una sombra fresca.
Uno busca las sombras frescas por sentido común, pero pocas veces pensamos en las diferencias. Un sombrero en forma de A, de paraguas, es la mejor protección contra el sol. Es más fresco. Yo lo aprendí de don Nicho que debe estar mirándonos tranquilo y sabio, descansando, desde una sombra muy fresca. ~
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