Las tradiciones de un pueblo hacen que persista la noción de un nosotros que, consecuentemente, facilita distanciarse de los otros. Nuestra habla diaria transcurre jaloneada entre dos posturas extremas: la llamada corrección política, que cada vez amplía más su influencia en nuestras sociedades, y la costumbre, que es intransigente, característica esencial de las tradiciones.
Zambo-Fuente:Wikipedia creative commons
Así, por un lado, lo políticamente correcto es hablar de adultos en plenitud en lugar de viejos o ancianos; personas invidentes o con capacidades distintas, en vez de ciegos, sordos, parapléjicos, según sea el caso. “Con esa tendencia —se quejaba recientemente Julio Chávez Sánchez, editor de Etcétera— entonces a los jodidos ya no podemos llamarlos (o llamarnos) así, sino ‘personas con capacidades financieras disminuidas’, y a los feos ‘personas estéticamente alternativas.’”
Por otro lado, el español nunca ha sido una lengua políticamente correcta, y de hecho mantiene hasta nuestros días expresiones que hace algunas décadas sonaban naturales y que hoy se consideran intolerables. Veamos algunos ejemplos. Un campo semántico que ha mantenido vigencia a través de los siglos —primero en España y luego en sus antiguas colonias— (des)califica a los árabes, incluidos los magrebíes del norte de África, que no lo son ni histórica ni culturalmente: así, ver moros con tranchete hace alusión a su violencia y (no) haber moros en la costa, a su ubicuidad. La primera expresión se utiliza para señalar un recelo excesivo; la segunda, para la ausencia —o la eventualidad— de un peligro. Un caso especial es el de moros con cristianos, la popular mezcla de arroz blanco y frijoles negros, tan común en las mesas antillanas, ya que hace alusión al color de piel, por medio de la imagen evidente de la luz y la sombra, del bien y del mal. Matamoros, como apellido y como gentilicio (no muy gentil, dicho sea de paso) ensalza, de alguna manera, a algún cruzado que se distinguió por el tino y la contundencia de su espada.
Estas descalificaciones medievales se vieron diversificadas en los siglos posteriores. Fueron surgiendo nuevas cabezas de turco —valga la expresión también xenófoba, y que convive con la bíblica chivo expiatorio, de significado semejante: estar (algo) en chino quiere decir que está complicado, que es inescrutable. Engañar como a un chino, cuyo sentido es evidente, da por sentada la supuesta ingenuidad de una comunidad de más de mil trescientos millones de personas. De ahí, también, los cuentos chinos que se caracterizan por su cándida inverosimilitud. Una labor/un trabajo de chinos implica paciencia o dificultad.
Como se sabe, unas de las etnias más estigmatizadas a lo largo de la historia han sido las africanas o la comunidades de origen africano (lo cual no deja de ser curioso ya que, según los científicos, todos los seres humanos provenimos de ancestros originarios de ese continente). De ahí emanan: trabajar como negro (expresión que en México suele completarse así: …para vivir como blanco), la cual implícitamente justifica las extenuantes jornadas laborales que hubieron de soportar los esclavos traídos a nuestro continente. Una merienda/cena de negros sirve para ilustrar una reunión que se desarrolla sin orden ni concierto. Negrero, referido a un jefe, mantiene vivos —al menos metafóricamente— los viejos oficios de comerciante y capataz de esclavos.
Pero como ocurre con cualquier “odio al otro”, las expresiones más despectivas van dirigidas a los propios mexicanos, en especial a las comunidades indígenas, aunque no deben soslayarse otros estereotipos, como la supuesta tacañería norteña o la —también imaginaria— ingenuidad yucateca. Probablemente, entre las locuciones más hirientes destaquen: Ser indio pata rajada, que hace mofa de la vestimenta y del calzado a que obligan tanto la miseria como la tradición y que pertenece al mismo campo semántico de huarachudos y sombrerudos (Mariano Azuela habla de gorrudos en Los de abajo); ser prófuga del metate (que se aplica a las sirvientas recién emigradas del campo) y (ser/haber sido) bajado del cerro a tamborazos, se refiere tanto a hombres como a mujeres y proviene —muy probablemente— de las fiestas patronales. En el terreno de las locuciones verbales —es decir, expresiones que remplazan verbos—, amar a Dios en tierra de indios significa padecer, sufrir. El refrán “No tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre” alude, por su parte, a los inconvenientes que acarrea el pasar por alto la existencia de las clases sociales (¿castas?).
Todo lo anterior es cierto; para muchos, tal vez sea incluso reprobable. Pero, en cualquier hipótesis, el fenómeno descrito no necesariamente justifica la moda de la corrección política, que la mayor parte de las veces no es sino una exaltación del circunloquio. Como sería difícil modificar expresiones ya muy lexicalizadas (*la mesa tiene capacidades diferentes, en vez de la mesa está coja) pero también seguir tolerando algunos dichos (“Indio comido, indio ido”, por ejemplo), en próximas entregas seguiremos buscando un punto de equilibrio entre el eufemismo y la injuria en el habla diaria de los mexicanos.