Salzburgo, Monte de los Capuchinos, febrero de 1907. Gertrude, una muchacha a la que llaman Gerti, envía la tarjeta postal a su tío, el General de Infantería del Ejército Imperial y Real, Alfred von Ziegler, entonces en Budapest. La fotografía muestra uno de los salones de la Villa Paschinger, donde desde hace poco habita con su familia. En el reverso, donde las palabras tarjeta postal están escritas en las once lenguas del imperio austrohúngaro, Gerti ha escrito: “Querido tío, ¿conoces este cuarto?”.
Como casi todas las de su época, la familia utiliza sus fotografías, convertidas en formato de postales, como papel de correspondencia. En vez de las convencionales vistas de ciudades, monumentos y paisajes, se retrata en sus ambientes privados y añade la imagen a la expresión y el relato de lo escrito. Gerti se ha ahorrado esta vez muchas descripciones si lo que quiso fue contar cómo era su casa, o —lo más probable— refrescar la memoria de alguien que ya la había visto.
Emil, su padre, también militar de alta graduación en el ejército austríaco, cansado de arrastrar a su familia de guarnición en guarnición, había comprado la Villa Paschinger en Salzburgo apenas comenzar el siglo. El pequeño castillo del xvii, transformado y ampliado a fines del xviii y durante el xix , debía el nombre a Anton Paschinger, su propietario decimonónico. Se decía que en 1807, poco después de declarar el fin del Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco i, ahora sólo emperador de Austria, había jugado a los bolos en el castillo. Allí vivirán Gerti y sus hermanos hasta la debacle de la guerra mundial, cuando el padre, al mando del décimoctavo cuerpo del ejército, muera en la campaña del verano de 1915 en el frente oriental.
La viuda de Emil von Ziegler y sus hijos vendieron en plena guerra la casa y se fueron a vivir a Baden, cerca de Viena, cerrando el capítulo que les había tocado escribir en la historia de la Villa Paschinger. Lo que nunca sospechó Gerti, aficionada como era a las adivinanzas, fue quién sería el próximo habitante de esa sala que un día sintió suya. ¿Cómo imaginar a Stefan Zweig, el cosmopolita, al borde de la celebridad mundial, yendo después de la guerra a vivir a Salzburgo, la “villa anticuada, amodorrada, romántica, situada en las últimas estribaciones de los Alpes”, como él mismo la recuerda en El mundo de ayer?
Zweig vivió en la casa de 1919 a 1934, cuando el germen de otra guerra lo alejó, a él también, de ese edén protector. El mundo de ayer abriga en sus páginas remembranzas intensas y vivas del lugar. Zweig lo halló, al principio, inhóspito, ruinoso, abandonado; el frío lo obligaba a escribir metido en la cama y el techo colaba la lluvia por todas partes. Inaccesible la propiedad a los coches, había que subir hasta allá siguiendo un “tricentenario sendero de calvario”. Pero vencidas las incomodidades, la vista sobre la ciudad, la soledad y el aislamiento fueron benéficos para el trabajo del escritor. Allí creó Zweig Amok, Carta de una desconocida, Tres maestros y María Antonieta; también ahí coronó su otra obra de arte, su inenarrable colección de autógrafos y manuscritos, compuesta de mil reliquias: papeles de Leonardo, Napoleón, Balzac y Nietzsche; partituras de Bach, Gluck, Händel, Haydn, Mozart, Beethoven, Chopin y Brahms; la primera y la última páginas escritas por Goethe.
Pero Zweig, en la casa, no sólo reunió a los grandes muertos. Después de la guerra, en la década de 1920, Salzburgo vivió el renacimiento traído por los festivales artísticos. Artistas y amantes del arte de toda Europa y aun del mundo llegaban cada año a la ciudad. “De esta suerte —recordaría Zweig— viví, de pronto, dentro de mi residencia habitual, en el centro mismo de Europa. Una vez más el destino cumplió un deseo que yo apenas había osado concebir, y nuestra casa en el Monte de los Capuchinos se transformó en una casa europea. ¿Quién no ha sido allí nuestro huésped?” En la sala que vemos en la postal debieron de estar, en aquellos años, entre quienes cita Zweig en su libro, Romain Rolland, Thomas Mann, H.G. Wells, Hugo von Hofmannstahl, Jacob Wassermann, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Paul Valéry, Arthur Schnitzler y, de los músicos, Maurice Ravel, Richard Strauss, Alban Berg, Bela Bartók, Bruno Walter y Arturo Toscanini.
Jules Romain, otro de sus visitantes ilustres, bautizó a la casa con el nombre de Villa Europa. Otros, más justos con el escritor que le dio fama, prefirieron el más simple de Villa Stefan Zweig. La casa sobrevive, como sobrevive esta imagen un tanto borrosa y las palabras de gratitud de Zweig: “Cada vez que, mirando hacia atrás, recordaba la pequeña ciudad derruida, gris, oprimida, como había estado inmediatamente después de la guerra; cuando recordaba nuestra casa, donde combatíamos a la lluvia tiritando de frío, me daba cuenta cabal de lo que aquellos benditos años de la paz representaban en mi vida. Era lícito, de nuevo, creer en el mundo, en la humanidad”.