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¿Conoces este cuarto?
Cultura | Mirador | Jorge von Ziegler | 21.01.2011 | 0 Comentarios

Salz­bur­go, Mon­te de los Ca­pu­chi­nos, fe­bre­ro de 1907. Ger­tru­de, una mu­cha­cha a la que lla­man Ger­ti, en­vía la tar­je­ta pos­tal a su tío, el Ge­ne­ral de In­fan­te­ría del Ejér­ci­to Im­pe­rial y Real, Al­fred von Zie­gler, en­ton­ces en Bu­da­pest. La fo­to­gra­fía mues­tra uno de los sa­lo­nes de la Vi­lla Pas­chin­ger, don­de des­de ha­ce po­co ha­bi­ta con su fa­mi­lia. En el re­ver­so, don­de las pa­la­bras tar­je­ta pos­tal es­tán es­cri­tas en las on­ce len­guas del im­pe­rio aus­tro­hún­ga­ro, Ger­ti ha es­cri­to: “Que­ri­do tío, ¿co­no­ces es­te cuar­to?”.
Salzburghaus-opt
Co­mo ca­si to­das las de su épo­ca, la fa­mi­lia uti­li­za sus fo­to­gra­fías, con­ver­ti­das en for­ma­to de pos­ta­les, co­mo pa­pel de co­rres­pon­den­cia. En vez de las con­ven­cio­na­les vis­tas de ciu­da­des, mo­nu­men­tos y pai­sa­jes, se re­tra­ta en sus am­bien­tes pri­va­dos y aña­de la ima­gen a la ex­pre­sión y el re­la­to de lo es­cri­to. Ger­ti se ha aho­rra­do es­ta vez mu­chas des­crip­cio­nes si lo que qui­so fue con­tar có­mo era su ca­sa, o —lo más pro­ba­ble— re­fres­car la me­mo­ria de al­guien que ya la ha­bía vis­to.

Emil, su pa­dre, tam­bién mi­li­tar de al­ta gra­dua­ción en el ejér­ci­to aus­tría­co, can­sa­do de arras­trar a su fa­mi­lia de guar­ni­ción en guar­ni­ción, ha­bía com­pra­do la Vi­lla Pas­chin­ger en Salz­bur­go ape­nas co­men­zar el si­glo. El pe­que­ño cas­ti­llo del xvii, trans­for­ma­do y am­plia­do a fi­nes del xviii y du­ran­te el xix , de­bía el nom­bre a An­ton Paschin­ger, su pro­pie­ta­rio de­ci­mo­nó­ni­co. Se de­cía que en 1807, po­co des­pués de de­cla­rar el fin del Sa­cro Im­pe­rio Ro­ma­no Ger­má­ni­co, Fran­cis­co i, aho­ra só­lo em­pe­ra­dor de Aus­tria, ha­bía ju­ga­do a los bo­los en el cas­ti­llo. Allí vi­vi­rán Ger­ti y sus her­ma­nos has­ta la de­ba­cle de la gue­rra mun­dial, cuan­do el pa­dre, al man­do del dé­ci­moc­ta­vo cuer­po del ejér­ci­to, mue­ra en la cam­pa­ña del ve­ra­no de 1915 en el fren­te orien­tal.

La viu­da de Emil von Zie­gler y sus hi­jos ven­die­ron en ple­na gue­rra la ca­sa y se fue­ron a vi­vir a Ba­den, cer­ca de Vie­na, ce­rran­do el ca­pí­tu­lo que les ha­bía to­ca­do es­cri­bir en la his­to­ria de la Vi­lla Pas­chin­ger. Lo que nun­ca sos­pe­chó Ger­ti, afi­cio­na­da co­mo era a las adi­vi­nan­zas, fue quién se­ría el pró­xi­mo ha­bi­tan­te de esa sa­la que un día sin­tió su­ya. ¿Có­mo ima­gi­nar a Ste­fan Zweig, el cos­mo­po­li­ta, al bor­de de la ce­le­bri­dad mun­dial, yen­do des­pués de la gue­rra a vi­vir a Salz­bur­go, la “vi­lla an­ti­cua­da, amo­do­rra­da, ro­mán­ti­ca, si­tua­da en las úl­ti­mas es­tri­ba­cio­nes de los Al­pes”, co­mo él mis­mo la re­cuer­da en El mun­do de ayer?

Zweig vi­vió en la ca­sa de 1919 a 1934, cuan­do el ger­men de otra gue­rra lo ale­jó, a él tam­bién, de ese edén pro­tec­tor. El mun­do de ayer abri­ga en sus pá­gi­nas re­mem­bran­zas in­ten­sas y vi­vas del lu­gar. Zweig lo ha­lló, al prin­ci­pio, in­hós­pi­to, rui­no­so, aban­do­na­do; el frío lo obli­ga­ba a es­cri­bir me­ti­do en la ca­ma y el te­cho co­la­ba la llu­via por to­das par­tes. Inac­ce­si­ble la pro­pie­dad a los co­ches, ha­bía que su­bir has­ta allá si­guien­do un “tri­cen­te­na­rio sen­de­ro de cal­va­rio”. Pe­ro ven­ci­das las in­co­mo­di­da­des, la vis­ta so­bre la ciu­dad, la so­le­dad y el ais­la­mien­to fue­ron be­né­fi­cos pa­ra el tra­ba­jo del es­cri­tor. Allí creó Zweig Amok, Car­ta de una des­co­no­ci­da, Tres maes­tros y Ma­ría An­to­nie­ta; tam­bién ahí co­ro­nó su otra obra de ar­te, su ine­na­rra­ble co­lec­ción de au­tó­gra­fos y ma­nus­cri­tos, com­pues­ta de mil re­li­quias: pa­pe­les de Leo­nar­do, Na­po­león, Bal­zac y Nietzs­che; par­ti­tu­ras de Bach, Gluck, Hän­del, Haydn, Mo­zart, Beet­ho­ven, Cho­pin y Brahms; la pri­me­ra y la úl­ti­ma pá­gi­nas es­cri­tas por Goet­he.

Pe­ro Zweig, en la ca­sa, no só­lo reu­nió a los gran­des muer­tos. Des­pués de la gue­rra, en la dé­ca­da de 1920, Salz­bur­go vi­vió el re­na­ci­mien­to traí­do por los fes­ti­va­les ar­tís­ti­cos. Ar­tis­tas y aman­tes del ar­te de to­da Eu­ro­pa y aun del mun­do lle­ga­ban ca­da año a la ciu­dad. “De es­ta suer­te —re­cor­da­ría Zweig— vi­ví, de pron­to, den­tro de mi re­si­den­cia ha­bi­tual, en el cen­tro mis­mo de Eu­ro­pa. Una vez más el des­ti­no cum­plió un de­seo que yo ape­nas ha­bía osa­do con­ce­bir, y nues­tra ca­sa en el Mon­te de los Ca­pu­chi­nos se trans­for­mó en una ca­sa eu­ro­pea. ¿Quién no ha si­do allí nues­tro hués­ped?” En la sa­la que ve­mos en la pos­tal de­bie­ron de es­tar, en aque­llos años, en­tre quie­nes ci­ta Zweig en su li­bro, Ro­main Ro­lland, Tho­mas Mann, H.G. Wells, Hu­go von Hof­manns­tahl, Ja­cob Was­ser­mann, Ja­mes Joy­ce, Emil Lud­wig, Franz Wer­fel, Paul Va­léry, Art­hur Sch­nitz­ler y, de los mú­si­cos, Mau­ri­ce Ra­vel, Ri­chard Strauss, Al­ban Berg, Be­la Bar­tók, Bru­no Wal­ter y Ar­tu­ro Tos­ca­ni­ni.

Ju­les Ro­main, otro de sus vi­si­tan­tes ilus­tres, bau­ti­zó a la ca­sa con el nom­bre de Vi­lla Eu­ro­pa. Otros, más jus­tos con el es­cri­tor que le dio fa­ma, pre­fi­rie­ron el más sim­ple de Vi­lla Ste­fan Zweig. La ca­sa so­bre­vi­ve, co­mo so­bre­vi­ve es­ta ima­gen un tan­to bo­rro­sa y las pa­la­bras de gra­ti­tud de Zweig: “Ca­da vez que, mi­ran­do ha­cia atrás, re­cor­da­ba la pe­que­ña ciu­dad de­rrui­da, gris, opri­mi­da, co­mo ha­bía es­ta­do in­me­dia­ta­men­te des­pués de la gue­rra; cuan­do re­cor­da­ba nues­tra ca­sa, don­de com­ba­tía­mos a la llu­via ti­ri­tan­do de frío, me da­ba cuen­ta ca­bal de lo que aque­llos ben­di­tos años de la paz re­pre­sen­ta­ban en mi vi­da. Era lí­ci­to, de nue­vo, creer en el mun­do, en la hu­ma­ni­dad”.

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