El libro al que se refiere nuestra autora supone un privilegio para los interesados en la literatura latinoamericana del siglo XX: el de asomarse a la intimidad de una de las figuras señeras de nuestras letras y a uno de los periodos más fascinantes de su desarrollo como hombre y escritor.
“Nunca un niño cubano lleno de fuerza, salud y apetitos sexuales ha sentido las angustias que describo […], y es porque he sido uno de los pocos en sentir el horror de esa muda dolorosa que he padecido y recuerdo como una pesadilla”, dice el escritor cubano Alejo Carpentier en una de las cartas a su mamá, Lina Valmont, a quien llamaba cariñosamente Toutouche, en el libro Cartas a Toutouche, publicado por Letras Cubanas (La Habana, 2010).
Esta recopilación se debe a la tarea de Graziella Pogolotti y Rafael Rodríguez Beltrán. Contiene las cartas que, durante su estancia en París (1926-1937), envió Carpentier a su madre. El volumen revela a un hombre desconocido para los lectores: sus vericuetos sentimentales, penurias, agobiantes jornadas de trabajo, triunfos y alegrías, ilusiones, sueños, frustraciones, su mirada sobre las mujeres francesas y americanas, el vínculo entrañable con la música, su preocupación por las letras americanas y la relación con su papá, a quien sólo nombra como padre en dos ocasiones.
Cuando conocí a Alejo en París —en sus funciones de agregado cultural de la Embajada de Cuba y ya como escritor extraordinario (había publicado El siglo de las luces, El reino de este mundo, Los pasos perdidos e Historias de lunas), diplomático talentoso y amigo íntegro—, lejos estaba de imaginar que su madurez venía desde su juventud, cuando analizaba su vida y se revelaba, desde entonces, como un ser humano paradigmático.
Sobre su infancia confiesa:
No olvides que desde los primeros años de mi vida me he acostumbrado a renunciar, renunciar a la salud, a la edad de cuatro años, con los primeros ataques de asma; renunciar a jugar como los demás, porque me ahogaba; renunciar a mostrarme tal y como era, porque mi padre esperaba todas las oportunidades posibles para tratarme de “imbécil” y de sietemesino. Mi padre me hizo sufrir con todo: la entrada del primer caballo en casa fue motivo para ridiculizarme; si el caballo tenía garrapatas, era un escándalo; si las cercas tenían un agujero, era otro; si jugaba a la pelota, insultos; si no tomaba parte en las discusiones, insultos; si tenía amigos, luchas constantes para poderlos ver. No olvides que tuve el primer amigo a la edad de dieciséis años: […] ¿Tú crees que mi silencio no encaraba un sufrimiento constante? No sé cómo, viviendo en semejante régimen, no me volví un individuo disimulado, hipócrita y malvado. ¡Había motivos suficientes como para que me descarriara! Por eso tengo un recuerdo abominable de mi infancia y mi adolescencia. He comenzado a vivir cuando se fue.
Carpentier siempre comienza estas cartas —que viajaron con Lina Valmont hasta París, para retornar luego y pasar a la imprenta en este libro— con la invocación “Toutouche, Toutouche”, y siempre termina con una frase amorosa: “Te mando un beso muy, muy grande. No se tiene más que una madre —le dice—, eres lo más precioso que tengo en mi existencia y prefiero que pase cualquier cosa antes que tener una mala noticia tuya”.
Algo tienen que ver estas cartas con Colombia, pues su padre, con quien en su adolescencia no tuvo comunicación, después de separarse de Lina, viaja a Panamá y luego a Bucaramanga, en donde construyó un teatro (era arquitecto). El diálogo entre padre e hijo se va agriando hasta volverse barrera. Luego hay una referencia sobre él, para mencionar que está en Medellín:
“La cosa no me impresiona mucho desde que quedó sin responderme la otra vez; he renunciado totalmente a entrar en contacto con él”.
Sin embargo, nada se sabe sobre las andanzas del arquitecto Carpentier en Medellín. Sólo se dice que era intelectual, librepensador, ajeno a prejuicios racistas, nada convencional. Sólo en una ocasión el hijo escucha de labios de Lina decir: “Yo lo quería”.
Fuera de sus confesiones a la madre sobre su niñez, su adolescencia y su relación con el ambiente parisino, le revela su actitud respecto a las mujeres: “No me imaginaba que una mujer podía tomarme en serio, parecía tímido sin serlo, temblaba al presentarme en público”.
En Europa una mujer joven que no trabaja, no existe
En primer lugar en Europa una mujer joven que no trabaja, no existe […]. El peligro de todas las mujeres que comienzan a vivir con uno está en que enseguida sueñan con casarse. Con Maggie jugamos con las cartas en la mesa. Ella no quiere casarse ni conmigo ni con nadie. Ha sido tan desgraciada en su matrimonio que quiere permanecer independiente toda la vida. […] En París nadie te pregunta si estás casado o no con una mujer […], si he decidido tener una mujer estable es porque soy enemigo de aventuras […]. No hay nada más estéril en la vida. Y como necesito mujer, porque desde la edad de diecisiete años la naturaleza me lo pide con regularidad, prefiero tener una que me convenga por todos los conceptos y me permita vivir en ese estado de equilibrio entre lo espiritual y lo físico que constituye mi ideal de vida armoniosa y sin lo cual no se puede trabajar seriamente. Sé lo que me conviene y no me aparto de mi línea de vida por nada.
Carpentier cuenta a su madre que Maggie
“es la tercera mujer que tengo desde que estoy en París. La primera fue una argentina. La segunda una escritora francesa. Mujeres superiorísimas, pero duras como la piedra. Y yo en materia sentimental soy un verdadero bárbaro. Quiero dominar absoluta y totalmente. Mato sus iniciativas porque no tolero la menor majadería, la menor diferencia de opiniones, la menor palabra desagradable. Y yo había hecho de Maggie mi reflejo absoluto”.
De todas las amistades, la de la mujer es la que prefiero
Así habla del matrimonio:
Jamás hasta ahora me ha pasado por la mente la idea de casamiento. Jamás. He estado enamorado muchas veces pero en los momentos de más pasión la sola proposición de matrimonio me hubiera hecho saltar y correr bien lejos […], en general creo que puedo comenzar a poder hablar de la mujer con conocimiento de causa. Desde la edad de diecisiete años he estado rodeado de mujeres. De todas las amistades la de la mujer es la que prefiero. Necesito del calor y la paz que comunica su compañía. Y temporalmente la necesito también […]. Sin presumir de conquistador y desde que estoy en Europa he tenido relaciones con mujeres muy interesantes y de muy diversas nacionalidades: una de las mejores escritoras de Francia ha sido mi amiga durante un año; con una rusa, esposa de un diplomático, he tenido una historia importante; con la viuda de uno de los mejores abogados de París he vivido durante un año y dos meses bajo el mismo techo —tiempo que transcurrió sin una sola discusión, sin un solo momento de mal humor, sin una desavenencia. Todas estas mujeres afirman que las he cambiado totalmente haciéndoles ver las cosas de distinta manera. Que el papel desempeñado por mí ha sido capital. Estas experiencias me han servido para ver el matrimonio de modo más claro y concreto.
Aquí se refiere de manera explícita a su concepto sobre la mujer francesa cuando dice: “Tomando como campo de observación el tipo de la francesa superior —intelectual o mujer de mundo—, llego a la conclusión de que es una mujer que ha tomado la emancipación concedida en el mundo moderno de mal sentido […]. En los mejores salones de París las jovencitas dan la sensación de mujeres dispuestas a todo y que ya lo saben todo”.
Las mujeres latinoamericanas son integrales, completas, fuertes
Cuando una argentina, una venezolana, una chilena, una uruguaya sale inteligente, se mete en el bolsillo a las mujeres de Europa. En París hay un grupo de mujeres cuya amistad es algo más que un favor: es una gracia. Si conocieras a una argentina que se llama Victoria Ocampo, de la que estuvieron enamorados los más grandes espíritus de nuestra época —desde el conde de Keyserling, hasta Ortega y Gasset—, una mujer que lo mismo habla de filosofía alemana que de música moderna, que de carreras de caballo y de tango —verdadera mujer universal— […]. Son mujeres integrales, completas, fuertes, sin límites. Han sabido establecer un equilibrio perfecto entre el espíritu y la vida —el resultado más difícil a que puede llegar un ser humano. Cuando una sudamericana sale inteligente nos ofrece un prodigioso espectáculo humano. Y junto con eso son mujeres que pueden ser compañeras como ninguna, que se dan o no se dan pero viven ajenas a los pequeños vicios de las francesas.
Cuando se ama debe amarse a fondo
Yo sostengo que no debe perderse el tiempo con las mujeres, pero cuando se ama debe amarse a fondo a una mujer que merezca la pena. Las relaciones sexuales entre hombre y mujer resultan de un automatismo absolutamente vulgar y repelente cuando el espíritu no pone en ello un poco de lo suyo. Queda el acto fisiológico y nada más. Creo que nunca un hombre debe acostarse con una mujer mientras no sienta sincero placer en besarle castamente una mano.
De su primer libro, Écue-Yamba-Ó, dice que “tengo conciencia de haber hecho un libro que quedará en la literatura latinoamericana (sé que es un libro muy brutal, pero su brutalidad misma es algo nuevo todavía en América Latina)”.
En estas cartas se revela el hombre desde todos los vericuetos sentimentales. Compartimos sus inquietudes y ambiciones y revivimos la época parisiense en que coexistieron diversas corrientes y personalidades de la cultura universal. Ante todo, el lector se maravilla con la increíble madurez que desbordan las ciento treinta y ocho cartas compiladas en esta obra.
Estoy segura de que sus lectores, después de leer Cartas a Toutouche, lo amarán más, mucho más.
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FLOR ROMERO (La Paz de Calamoima, Colombia) es Presidenta de la Unión de Escritores de América. Licenciada en periodismo por la Universidad Javeriana de Bogotá, estudió ciencias políticas en la Universidad de la Sorbona, París. Ha publicado cuarenta y cinco libros entre novelas, biografías, ensayos y cuentos.