Un día cualquiera —bullicioso y atípico como cualquiera en el centro de Oaxaca—, Ana Santos salió del IAGO, a donde iba a leer, y su bicicleta ya no estaba. Era lo natural: no la había encadenado por considerarla más un animal sensible que un objeto, más un bicho volador que un nudo metálico. Quizá se largó por pie propio, pensó Ana; pero luego se corrigió: ¡Será por llanta propia! Después supuso que se la habrían robado.
Aquélla, la primera de su vida, fue una bicicleta azul, reflejo exacto del cielo oaxaqueño. Ana la extrañaba hasta la fiebre, y soñó con ella durante meses: la imaginaba expuesta al olvido de sus nuevos dueños; la creía corroerse poco a poco, abandonada ante el rigor del tiempo.
Ciertamente la vida es la historia de nuestras pérdidas. Tarde o temprano, nos perdemos incluso a nosotros mismos: extraviamos la identidad cada tanto, la razón a veces; como cuentagotas, restamos los días que conforman nuestra existencia; ya en última instancia, perdemos la vida toda. Pero la vida es también la historia de nuestras posesiones, y la bicicleta, en el caso de cualquier niño, es la primera posesión espiritual, un hondo surco en el alma. Siempre, perder una bici es perder mucho más que eso, pues los velocípedos no son simplemente un vehículo: son el último invento en la escala evolutiva de los aparatos móviles que aún respeta nuestra escala; un transportador humano-suficiente, una extensión afortunada de nuestras piernas. La bicicleta todavía es nosotros, algo propio e íntimo. Tan es así que no hay límites de edad para subirse a ella, no se necesitan licencias o permisos; nadie nos juzga al andarla: es casi un derecho universal, o debería serlo.
En la medida en que la bici respeta nuestra dimensión preindustrial, también satisface su objetivo primigenio: desplazarnos, cambiarnos de lugar. Así, cumple su función como un efectivo alterador de nuestra realidad: siendo que existimos exclusivamente en una mescolanza de tiempo y espacio, al promover el cambio de lugar la bicicleta fomenta la mutación, la metamorfosis de nuestras circunstancias, que bien puede —y quizá deba— devenir en una mudanza de nuestro espíritu. Por eso de niños las adoramos: con ellas huimos de nuestra realidad, una realidad subyugada a los adultos. Los velocípedos son un transportador experiencial, un distractor del mundo; son, a su vez, fomentadores de la deriva o promotores de la perdición indispensable que debemos sufrir todos para encontrarnos.
Relativamente inmutable desde su invención, la bicicleta sigue movilizándonos, sea de la casa al trabajo o del inicio a la meta, en el Tour de Francia o el Giro de Italia, tanto como cumple su segunda, más profunda función: astillar la realidad, fragmentar nuestro monolítico modo de ver las cosas, invitarnos a viajar, a vejar nuestras expectativas y nuestros hábitos —que no son otra cosa que vicios legitimados— para que andemos por rumbos no trazados. Bicicleta es, por tanto, un modo distinto de revolución, pues implica la capacidad de no seguir los caminos presupuestos y de ir, en cambio, por la ruta de la rebeldía, que es la forma más absoluta de libertad.
Redentoras en la vida ordinaria o en la lucha armada, de madera, acero o aluminio, existen bicicletas para todo. En cualquiera de sus versiones utilizan inevitablemente al primer gran invento de la humanidad, la rueda, como inspiración, ya que ambas ideas surgen de una imagen, la del ser humano caminando sobre el mundo redondo. Así, un hombre sobre una bici no es otra cosa que un viajante sobre la Tierra, nada distinto a un peregrino andando sobre el símbolo del infinito: ambos, ecos de la errancia.
Una mañana, Ana amaneció con la sólida intención de sanar aquel dolor que le producía su bici extraviada. Por eso fue que comenzó a pintar velocípedos antiguos, a veces en extremo exóticos o perfectamente ordinarios: experimentando los retrató, exploró sus recovecos, analizó sus almas, los concretizó al óleo. Antes, por supuesto, había estudiado obsesivamente su morfología, variable según la época, y la había expuesto interminables veces, claramente o no tanto, para repetirse de ese modo que, aun cuando se había marchado, su bicicleta azul celeste estaba allí mismo: sería al óleo, disfuncional como medio de transporte y a escala, pero presente siempre. Se lo dijo tanto a sí misma y durante tantos años que terminó por creerlo: con ese homenaje que es la pintura, se curó.
Ana no sólo perdió aquella bici: perdió muchas otras, también robadas. Perdió esa, la primera, mientras leía, y fue pintando como encontró muchas otras ocultas bajo su pincelada mágica, de pintora flexible, políglota de lo visual. Con ello, Ana se transforma en la continuidad del primer imaginador de la bicicleta, quien en el Codex Atlanticus bocetó un velocípedo con transmisión de cadena impulsado por unos pedales. Pero las bicicletas al óleo o en serigrafía o al lápiz de Ana, a diferencia de las de Da Vinci, tienen bastidor y ruedas, cadena y pedales, platos y asiento, pero no frenos: están desbocadas, son libres. Son inventos no mecánicos, sino imaginativos, concretados con la especialísima plástica de Ana Santos, adoradamente inestables para promover la distracción de quien las usa. O de quien las mira.
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JORGE DEGETAU (Jurica, 1982) es ensayista y narrador. Su trabajo ha aparecido en estas páginas y en revistas como Letras Libres y Metapolítica. Su cuento “Nombres propios” ganó el XV Concurso de Cuento de Humor Negro dentro de los Premios Michoacán de Literatura 2009. Es colaborador regular de El Nuevo Mexicano.