La enumeración podría continuar: un argumento cojo, un peine chimuelo; que fulano se quedó paralizado por el miedo, haciendo bizcos, o que no está/es manco. Es natural que este tipo de expresiones figurativas se encuentre principalmente en la literatura (“la cena bajo la luz tuerta de la mesa coja” que alguna vez describió Paz).
Flickr-CC-Ignacio Sanz
Algunas de estas locuciones consisten en aludir a partes del cuerpo humano o a sus características para referirse a acciones o situaciones no necesariamente corporales; otras, metafóricas, vuelven antropomorfo lo inanimado.
Un inválido, según el diccionario, es la persona ‘que adolece de un defecto físico o mental, ya sea congénito, ya adquirido, que le impide o dificulta alguna de sus actividades’. Discapacitado, por su parte, significa ‘que tiene impedida o entorpecida alguna de las actividades cotidianas consideradas normales, por alteración de sus funciones intelectuales o físicas’. Notemos: defecto, impedimento, entorpecimiento, actividades normales.
Al sobrio realismo de la Academia, la sociedad civil (¿cuál es ésa?, ¿la que sube para arriba o la que sale para afuera?) respondió primero imponiendo minusválido, es decir con invalidez parcial, no total; desde entonces se ha llegado a decir plusválido, apreciación más entusiasta y moral que pragmática, aunque en la actualidad parece haberse estabilizado la expresión persona con capacidades diferentes, a las cuales, por cierto, nadie aspiraría de hallarse en la situación de elegir.
Hacia 1330 no existía en español la noción de lenguaje políticamente correcto; gracias a ello Juan Ruiz, arcipreste de Hita, pudo escribir, imperturbable:
Mucho faz’ el dinero, mucho es de amar:
al torpe faze bueno e ome de prestar,
faze correr al coxo e al mudo fablar,
el que non tiene manos, dyneros quier’ tomar.
(Libro del buen amor. “Enxienplo de la propiedat que’l dinero ha”, estrofa 490).
Era una época en la que al pan se le llamaba pan y al vino, vino. Tiempos ciertamente menos desarrollados que los actuales, en los que los diputados del DF discuten la posibilidad de prohibir, en hogares y sitios públicos, el tan mexicano uso de los apodos: gordo, flaca, chaparra, pelón… Todavía no han decidido si también quedarán vetados los alias, esas joyas de la síntesis que tanto agradan a los delincuentes.
Recapitulemos: ceguera y sordez serían palabras indeseables para nombrar capacidades diferentes (¿a las “normales”?) y quizá sería aconsejable buscar eufemismos al referirse a personas. Pero resulta imposible evitarlas en otros contextos, al aplicarse a objetos y situaciones. Equivaldría a la desaparición, en biología, del intestino y el punto ciegos; del muro, el pozo o el arco (¿invidentes?) en la arquitectura; juegos tradicionales, tal la gallinita ciega; expresiones cotidianas de significado bastante alejado de los fenómenos ópticos, como nudo ciego, cita a ciegas, linterna sorda, así como otras locuciones comunes y expresivas: dar palos de ciego, andar/ir a ciegas, creer/obedecer ciegamente. Así como estas últimas significan: sin conocer, sin reflexionar o sin examinar, cuando se habla de un diálogo de sordos se quiere decir que en lugar de una conversación hay una yuxtaposición de monólogos. La sordera suele asimilarse a falta de apertura o de coherencia.
Flaco favor se hace a las personas que padecen algún tipo de discapacidad cuando se les trata con paternalismo o con falsos ademanes igualitarios, en vez de reconocer y respetar los esfuerzos que llevan a cabo para desenvolverse en un mundo que no ha sido diseñado para ellas. La mejor manera de difuminar la desigualdad es aceptar que existe la invalidez y adecuar nuestras ciudades, calles y edificios a las necesidades de los discapacitados; fomentar el acceso a la educación, los libros y los sistemas de telecomunicaciones; facilitar la adquisición de prótesis y otros dispositivos que ayuden a suplir los órganos o miembros discapacitados. Un buen ejemplo lo da la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE, que no se plantea modificar sus siglas por ONIE, ONDVE ni otras paráfrasis políticamente correctas) y no se enreda en circunloquios: “El compromiso de la ONCE se extiende a los ciegos del resto del mundo, participando activamente en los foros internacionales. Y, muy especialmente, con las asociaciones de ciegos de América Latina”, se lee en su declaración de principios.
Si algo tendría que preocuparnos en este terreno no son los asuntos superficiales, en el terreno de la lengua, como cambiar un adjetivo por otro (invidente en vez de ciego), sino la persistencia de lo que el semantista George Lakoff llama metáforas conceptuales, es decir alegorías que dan forma a las ideas en el centro mismo de nuestra cosmovisión: no olvidemos que, según la Real Academia, ser sordo también connota ser ‘insensible a las súplicas o al dolor ajeno […], indócil a las persuasiones, consejos o avisos’; y ciego, ‘poseído con vehemencia de alguna pasión […], ofuscado, alucinado’. Por mucho que intentemos convencernos de lo contrario, todos aceptamos implícitamente que el concepto de “no poder ver” equivale a “estar desorientado”, a “no poder conocer, reflexionar o examinar”.
En la historia de las sociedades, los cambios ideológicos toman mucho más tiempo que los lingüísticos. Es iluso pretender acelerarlos por decreto.
_______________
Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, RICARDO ANCIRA obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USATM”. Ancira ha ocupado diversos cargos directivos y de promoción cultural en la propia UNAM y el FCE.
Como siempre, brillante, mordaz, certero.
Me encantan los artículos de Ricardo Ancira.