Hace ya tres años, el 18 de junio de 2008, se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma constitucional en materia penal que, entre otras cosas, instaura el juicio oral acusatorio y mecanismos alternativos de resolución de controversias. La vacatio legis es de ocho años. A la fecha, algunas entidades, las menos, han puesto en vigor la legislación procesal adecuada a las nuevas disposiciones de la ley suprema, y otras, las más, preparan los códigos procesales que se ajusten a dicha ley.
La mayoría de los países de América Latina ha establecido el enjuiciamiento oral acusatorio, y su puesta en práctica ha tenido resultados diversos, y aun contrastantes, que van del éxito conseguido en Chile o Colombia hasta la inmovilidad del sistema que el cambio ocasionó en algunos países centroamericanos.
Nadie podría negar que nuestro antiguo proceso penal, vigente todavía en la mayoría de las entidades del país, es tortuoso, excesivamente formalista, lento, y su desarrollo muchas veces es irrelevante porque las diligencias cruciales se practican durante la averiguación previa. El objetivo de un proceso de otra índole, acusatorio, adversarial, tan breve como lo permita la complejidad de cada caso, es sin duda plausible. Asimismo es recomendable que no todos los casos lleguen necesariamente a sentencia sino que tratándose de delitos no graves se deje abierta la posibilidad de una solución alternativa siempre y cuando ésta satisfaga los intereses de la víctima o del denunciante (o querellante).
Pero no son pocas ni desautorizadas las voces de expertos que han advertido de los riesgos que supone el nuevo enjuiciamiento. A estas advertencias los partidarios del juicio oral acusatorio han respondido frecuentemente señalando que los reparos están motivados en prejuicios y desconocimiento del sistema que habrá de implantarse.
Un proceso penal es siempre un asunto más que serio: es dramático. Lo que allí se juega es de la mayor importancia. Se trata, por decirlo esquemáticamente, de que los delitos no queden impunes pero también de que el acusado no sea condenado si no hay las pruebas que demuestren, más allá de toda duda razonable, su culpabilidad. El nuevo proceso ha de superar los vicios de su antecesor sin caer en otros.
Este País inicia en este número una sección en la que simpatizantes y detractores del juicio oral acusatorio —todos ellos expertos en materia penal— expondrán sus puntos de vista, sus convicciones, sus argumentos, sus reservas y sus dudas. Al abrir sus páginas a este debate necesario, Este País quiere contribuir a que el nuevo sistema de enjuiciamiento sea el mejor posible, el que propicie de la mejor manera que la sentencia con que concluya el proceso se base en los elementos probatorios más idóneos, que la duración del juicio sea la más breve posible sin demérito de la exposición suficiente de pruebas y alegatos y del razonamiento sosegado que requiere el juzgador para tomar una decisión inevitablemente delicada.
Ni la descalificación sin matices del nuevo sistema ni el desdén sin análisis por las objeciones que se le dirigen son posturas razonables. Si ha de sustituirse el antiguo juicio, es deseable tomar las providencias que eviten los defectos que podrían acompañar al novedoso. Por eso hay que escuchar —y leer— los diversos pareceres sobre el cambio procesal que se está gestando.
No deja de tener actualidad el lamento de Francesco Carnelutti, en su libro Las miserias del proceso, de que la justicia penal funciona de tal manera que no sólo hace sufrir al acusado cuando lo condena sino también al indagar si es culpable o inocente. El proceso adecuado más plausible será aquel que le ahorre, en la medida de lo posible, sufrimientos al acusado y que propicie que la sentencia del juez haga verdaderamente justicia.
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LUIS DE LA BARREDA SOLÓRZANO es Director General del Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad (ICESI). Fue fundador y Presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, es profesor de Derecho Penal en dicha universidad y en la UAM. Entre sus obras se encuentran Los derechos humanos, una conquista irrenunciable, El jurado seducido y El pequeño inquisidor.