Por cuanto influyen en la sociedad y en sus líderes, los medios impresos son en ocasiones un preciado botín. Son poder, y muchos quieren tenerlo. En estas circunstancias, no es extraño tener que renunciar a la tranquilidad financiera en aras de la independencia editorial y la autonomía administrativa.
Al individuo lo había yo tratado un par de veces. De unos sesenta y cinco años, de origen libanés, vestía siempre con gran elegancia: mancuernillas, camisa con holograma y uno de esos relojes que son tan caros que pueden pasar desapercibidos para ofensa del poseedor. Radicado en Jalisco, había logrado hacerse de una fortuna considerable surgida de la construcción. No insinúo nada. Sé que volverse rico con rapidez construyendo en Jalisco hoy es el retrato hablado de un narcotraficante. No era el caso, hasta donde yo sabía. Sí era claro que este empresario quería “diversificar” sus inversiones, es decir meterse en negocios nuevos para él.
También era evidente que coleccionaba intelectuales. Es una costumbre bastante extendida. Así como algunos ricos coleccionan automóviles o arte egipcio o lo que sea, también los hay que coleccionan escritores, artistas o intelectuales. Las piezas nuevas, las extrañas o difíciles de conseguir, o simplemente las que están de moda, son muy cotizadas. Como toda colección que se respete, la de intelectuales genera entretenimiento —sobremesas acaloradas— y a veces también informadas. El coleccionado recibe múltiples apapachos que, por supuesto, están fuera de su presupuesto, desde vinos extraordinarios hasta fantásticos viajes.
No siempre hay una intención perversa o malsana, de hecho pueden surgir muy buenas amistades entre personas que vienen de y viven en mundos muy diferentes. Pero ésas son excepciones, no tienen que ver con el típico coleccionista. Alguien que abre su amistad deja de ser un profesional de las colecciones, es decir aquél que atesora en parte para que nadie más tenga la pieza. Normalmente los coleccionistas no están interesados en entablar una amistad real, pues si surge algo mejor saldrán al mercado a conseguirlo y desplazarán la pieza previa. El objeto de colección debe estar allí para cuando se le requiere y después se le guarda en la vitrina.
Mi interlocutor esa noche era un coleccionista conocido. Organizaba espléndidas cenas, en las que hacía alguna pregunta que sonara interesante y gozaba de verdad un rato —no muy largo— del debate con exaltados comensales que se apasionaban con casi cualquier tema. Estamos hablando de mediados de los años noventa, así que materia política había mucha: Salinas y su proyecto modernizador de un lado, Cárdenas y la lectura nacionalista del otro; la nueva izquierda, las elecciones no sólo competidas sino violentas. En fin, la lista de temas era larga. El análisis estaba de moda, se cotizaba bien.
Con su candado perfectamente alineado, el coleccionista esperaba ya en la mesa del pretencioso restaurante. Fue nuestro primer encuentro a solas, así lo había solicitado. Por cierto sería el último. “Me gusta mucho Este País”, me dijo para abrir conversación. No se andaba con rodeos. “Es un grupo muy interesante y además este asunto de las encuestas va a ser una bomba.” “Pues sí —le dije—, ésa es la apuesta”, y le platiqué de algunos de los proyectos que teníamos en mente. “Y cómo andan las finanzas”, me preguntó con toda claridad. Hablé de las fragilidades y de cómo sorteábamos mes a mes los compromisos. “Hay que capitalizar la empresa”, me dijo sin esperar demasiado a que yo abundara en las carencias.
Pensé que la expresión era música para mis oídos. Pero fue al revés, allí comenzó el problema.
En el diseño empresarial de DOPSA hay dos tipos de acciones, las comunes, con voto pleno en la Asamblea, y las preferentes, que no tienen participación directa en la conducción empresarial y menos editorial. Como ya expliqué en esta serie, cada acción es un voto, uno y sólo uno. Si alguien desea invertir en la empresa puede comprar acciones preferentes, pero ello tampoco le dará más peso en la Asamblea. Las preferentes también están limitadas en monto. La intención fue siempre expresa: que nadie se adueñara de la publicación. Estábamos en posibilidad de recibir capital, pero de manera limitada. Eso le dije. “Bueno —me respondió—, pero eso se puede arreglar.” Le expliqué que no era sencillo, que lo tendría que decidir la Asamblea en una convocatoria extraordinaria y que yo estaba seguro de que sería rechazada.
“Yo ofrezco 100 mil dólares.” “No podemos aceptar un monto así —le dije—, no en manos de una persona.” “Pues que esté a nombre de varios.” Así continuó la plática. Él fue subiendo su oferta, 200 mil, 300 mil. Entre más explicaba yo los candados acordados más le interesaba la compra. Parecía que mis negativas lo retaban. No entendía, no quería entender, que Este País no estaba a la venta. Para este hombre poderoso todo debía estar a la venta, en todo caso sería una cuestión de precio. El coleccionista estaba ofendido. Con los años he pensado que creyó que yo era un negociador difícil, rudo, vamos —¡imagínense, qué mal me conocía!—, o un estúpido que no entendía de negocios. Es cierto. No pude hacerle comprender lo que el grupo fundador había decidido: primero cerrar la publicación que someter a Este País a los designios de una persona o grupo.
“Un millón”, me lanzó con cierto enojo, mañana se los deposito. Me quedé pasmado: un millón de dólares y no era broma. Tardé en recuperarme, no todos los días me lanzan provocaciones con seis ceros (en dólares). De hecho ha sido la única vez. Traté de volver a explicar, fracasé. “Piénsalo y me llamas. Podemos negociar.” Se paró molesto, estoy seguro que pensó que yo “blufeaba”. Por supuesto nunca le llamé. Creo que no entendió. Supe que andaba molesto conmigo. Meses después nos enteramos de que había comprado un periódico por el cual desfilaron muchas plumas.
Nadie sabía bien a bien cuál era el propósito último de la adquisición. El coleccionista había salido de compras. La publicación tuvo una corta y escandalosa vida.
Me subí al auto y mientras manejaba por las calles de la ciudad me vino un ataque de risa solitaria: un millón de dólares y vamos negociando. Pensé todo lo que podríamos hacer con un capital así. Si con unos cuantos pesos habíamos parido Este País, con un millón de dólares podríamos hacer muchas más travesuras. Embelesado por el ofrecimiento pensé que las ideas y el prestigio podrían tener un precio de mercado alto. Pero también pensé que ese mercado de los prestigios y las ideas no era gratuito. La Asamblea tenía razón, más vale pobres…
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FEDERICO REYES HEROLES es Director Fundador de la revista Este País y Presidente del Consejo Rector de Transparencia Mexicana. Su más reciente libro es Alterados: preguntas para el siglo XXI (Taurus, México, 2010). Es columnista del periódico Reforma.
Estimado personal de Este País:
Estos ejemplo requerimos reproducirlos en nuestro entorno. Si nos apegamos a hacer lo que honestamente nos permiten los recursos con que contamos, si aprendemos a reconocer qué es lo honesto y seguir esa norma, este país llegará a ser el que queremos.
Saludos,
Rodolfo Medina