Corazón de agua
Abro la llave y no el grifo, como lo llaman en otros países, pues nosotros le hemos adjudicado otros atributos a esa palabra. Y andar grifo tiene que ver con estados alterados de la conciencia, todo lo cual cabe en la acción que emprendo. Abro la llave, qué palabra más puntual para atarme a mi ciudad, y la ciudad demencial e imantada en la que vivo se me vierte de a poco en la tarja de la cocina. Escojo la cocina porque se acostumbran ventanas para lavar los platos sucios y como éstos se deben lavar en casa, como los trapos, aquí entre nos les cuento que la abro con culpa. Ya no puedo dejarla correr como solía cuando todo sobraba en nuestro inacabable Valle de México: horizonte con volcanes, bosques circundantes y sistemas Lerma y Cutzamala y posibilidades de recarga del manto acuífero, que por cierto es un binomio verbal que me encanta por su sugerencia de cobijo.
Foto tomada de Flickr/CC/emrank
Por eso abro la llave y se me desparrama ese cobijo-sustento-origen de la ciudad lacustre que ya no lo es, la ciudad de los canales que se evaporó y que se volvió, en el mejor de los casos, ciudad de avenidas, edificaciones con gracia, parques, plazas, camellones con árboles; en el peor, planchas de cemento, construcciones de adocreto, vigas suplicantes, botellas como torniquetes en las puntas de ese metal esperanzado en el segundo piso. Ciudad de segundo piso, de subterráneo lodoso horadado por un Metro, de aguas drenando cuya profundidad se rebela en días de agua incontrolable. Ciudad seca, ciudad inundada: paradoja que la contiene.
Abro la llave y el Río Magdalena, que es el más cercano a la zona sur donde yo vivo, baja cantarino y sucio desde los Dinamos. Que se apersone así, con el simple hecho de dar vuelta a una llave redonda o dentada o apalancada, como ahora las diseñan, me confirma la condición montañosa de este valle con más de tres mil años de historia: el Ajusco, “flor de agua” en náhuatl, para más señas; la Sierra de Chihinautzin al sur; el Cerro de la Estrella y la Sierra de Santa Catarina en el oriente; la Sierra de las Cruces y el monte del Tepeyac al norte, y el de Chapultepec en el poniente. Agua de altura porque no en vano la miro caer en estos 2,200 metros que nos dan el clima que todos desearían, no importa cuánto calor se alcance durante la primavera, ni cuánto llueva en el verano, ni qué tan frío amanezca en el invierno. El clima templado, que el privilegio de nuestra altitud en franja tropical nos otorga, es excepcional. ¿Quién se quiere ir de aquí? Ciudad que nunca para, como me lo hizo pensar mi hija que cuando pequeña preguntó en el Periférico: “¿Cuál es el primer coche, mamá?”. Seguramente se refería al primero que arranca, al que va adelante, como si hubiera un momento preciso en que la ciudad se echa a andar.
Mejor cerrar la llave mientras enjabono los platos y vuelta a darle cuando necesito que esa agua filtrada gracias a bosques, sierras, reservorios, presas, sistemas de conducción la llevan a mí. Agua que no has de beber no la dejes correr. Ya Nezahualcóyotl en sus tiempos se preocupó de conducirla vía el acueducto de Chapultepec y el albardón que salvaba de que agua dulce y salada se mezclaran. Se vierte en mis manos el asombro de los fundadores legendarios frente al islote donde el águila devoraba la serpiente sobre el nopal y decidieron, a la vista de los cinco lagos, quedarse para siempre. Privilegio de privilegios, dónde iban a encontrar mejor sustrato que esta cuenca volcánica y montañosa, que este póquer lacustre de aguas dulces y saladas. Las unas proveyendo de peces blancos y patos; las otras de charales, ajolotes y moscos. Las unas aplacando la sed, las otras ofreciendo el mineral. Cometo el hurto al que me invita el chorro del agua y, retenida en la cuenca de mis manos, la acerco a la cara para sospechar el olor acuático que desprendía Tenochtitlan con sus avenidas cardinales, con su tránsito de canoas, y llega el aroma azufroso del Popocatépetl, cuando Cortés y sus hombres miraron desde Tlamayas el fulgor azul piedra del valle. Hombres hechos a la vera de los ríos, no imaginaban que aquí el imperio se hizo en lagos, islotes, canoas, una suerte de ciudad flotante a pesar de la abrumadora molicie de los templos. Suelto aquel puño de agua porque presiento el olor a sangre antigua: sacrificios y sacrificados por una guerra de dominio. Y porque también sé que esa agua lleva sangre de muertes secretas en las cañadas de los cerros, cuerpos arrojados al canal del desagüe, líbranos señor de esa agua maldita, volvamos al manto freático, a las reminiscencias fluviales en los nombres de las calles. Giro de nuevo la llave y se vierte un Río Churubusco, La Piedad, Los Remedios, Consulado y los vestigios lacustres de la ciudad hoy: Xochimilco, la más clara memoria de quiénes fuimos, tejida la tierra sobre el agua, los rábanos creciendo desaforados entre el detrito orgánico de semejante caldo; Cuemanco y sus mil veredas; los humedales de Tláhuac y Mixquic; Texcoco y su recobrado espejo de agua, el más asombroso tal vez, por cuánto a la vera de su bajo y transparente fondo podía crecer en la salinidad de sus aguas, por el capricho culinario que se desprendió de los moscos que lo habitan, de los peces pequeños que en esas condiciones crecen, del pasto correoso que en sus laderas se da de topes con el romero ocasional y festivo; Chapultepec con su memoria de manantial primero. Veo en la cascada de agua que llena la tarja a Maximiliano recorrer a nado ese lago verde que era el traspatio de su castillo y luego a los niños que fuimos a intentar el remo y sonreír ante la sorpresa de tener un corazón de agua.