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El gusto porno
Erotismos | Andrés de Luna | 04.08.2011 | 0 Comentarios

Otros fueron los días de la pornografía que era sinónimo de clandestinidad, de sitios insalubres y de rostros que deseaban perderse en el anonimato. Eran los años setenta del siglo pasado y en la calle 42, de Manhattan, o la Rue Gaité, de París, exhibían filmes precarios, carentes de técnica fílmica, con “resonancias primitivas” como del cine arqueológico —al menos así las catalogaba el ensayista Barthelemy Amengual. En medio de ese mundo precedido por la sordidez, de pronto aparecieron dos filmes que se convirtieron, casi de inmediato, en clásicos del cine porno: Garganta profunda (1972) y El diablo en la señorita Jones (1973), ambas producciones de Gerry Damiano, fallecido en 2008 a los ochenta años. En el primero, una mujer enfrenta el problema de tener el clítoris en la garganta. La actriz era Linda Lovelace y aparecía con el pubis depilado, novedad en esa época y prefiguración de los días actuales. La elección de Lovelace fue llamativa ya que la mujer era de un encanto discreto, sin grandes volúmenes corporales y un rostro feucho. Venía de un matrimonio infeliz con un tipo alcohólico y golpeador, un tal Traynor, quien la condujo por las sendas del cine triple equis. La pornografía rescataba a la feladora y la lanzaba al glamour. Tan fue así que la editorial ate, de Barcelona, publicaba en 1974 Diario íntimo de Linda Lovelace, escrito por alguien que le otorgaba a la actriz porno párrafos como el que sigue:

¿Es que Nixon tiene aspecto de haber besado el sexo de una mujer? Si lo hubiera hecho, si pudiera hacerlo, estoy segura de que el país sería diferente. Estoy segura de que el mundo sería diferente. Sería estupendo que un buen día anunciara por televisión: “¡Hola, amigos! Presten atención. El martes que viene será el día del sexo. Yo pienso quedarme a coger el día entero en casa. Su presidente, o sea yo, estaré muy ocupado en la cama”.

Ahora bien, esto tampoco es garantía política. Kennedy había hecho gala de sus impulsos carnales con toda clase de personajes femeninos, sin que ello lo librara de un sinfín de decisiones erróneas. Claro está que de Nixon a Kennedy hay mucha diferencia. No hay que olvidar tampoco los escándalos de Bill Clinton.

Garganta profunda se convirtió en una obra “de culto”. Jackie Kennedy fue a verla, muchos intelectuales y artistas apreciaron la originalidad de la trama. Lo cierto es que este filme —que por cierto circuló de manera masiva en puestos de periódicos en Brasil en 2004— es francamente un esperpento. Mal hecho y sin gracia, es, sobre todo, un fenómeno cultural y erótico de su época. Entre otras cosas, Garganta profunda fue el primer porno beneficiado con la edición de un disco con la banda sonora, que podía comprarse en Sam Goody, de Nueva York. La pornografía alcanzaba un nuevo status.

Damiano logró ir más allá con El diablo en la señorita Jones, viaje al inframundo de una mujer suicida que nunca conoció el placer. La interpretación estuvo a cargo de la actriz madura Georgina Spelvin, que tampoco era bella. Se trataba de colocar en escena a una mujer cualquiera, una dama perdida en la oscuridad de sus propias limitaciones sexuales que de pronto descubrirá en el infierno las posibilidades del orgasmo. Menos rudimentaria que Garganta profunda, El diablo en la señorita Jones fluye mejor y ahora se la puede ver en una edición de lujo, de 2007, que incluye la versión soft y la hard. La Spelvin tenía una escena magnífica en la cual Harry Reems, un funcionario del infierno, le pedía enseñarle el orificio anal. Ella se desconcertaba y el gesto de la actriz era de una timidez afortunada que le daba un sesgo erótico especial a la toma, la cual terminaba cuando el personaje varonil le introducía un aditamento fálico en el ano.

George Steiner escribió que “una vez vista una cinta porno, las hemos visto todas”. En muchos sentidos tenía razón. Jean Baudrillard encontró que era ideal tomar el control de la videocasetera porque esto permitía que el espectador hiciera su propia versión del filme, al cortar, acelerar o excluir lo que uno quisiera. En la actualidad la pornografía pasa por otros momentos, en los cuales la calidad transgresora se pierde en aras del oficio. Antes, actores de la “talla” de John Holmes fallecían de sida o debían retirarse a los treinta años convertidos en junkies o en simples piltrafas alcoholizadas o en proceso de destrucción por drogas de todo tipo. En los días actuales, los actores son personajes que hacen su trabajo con profesionalismo: beben poco o se abstienen de hacerlo, están al margen de orgías y viven en pareja o en la institución matrimonial, algunos tienen hijos y no se drogan. ¿Cómo podrían participar en sesiones de varias horas si estuvieran en un estado deplorable? La industria, al fin y al cabo, integrante del sistema capitalista, los ha encauzado por los rumbos del trabajo asalariado. Llegan a tiempo a sus llamados; las chicas son dóciles y permiten que se les practique un enema para evitar sorpresas desagradables durante los coitos anales o la expulsión de una flatulencia en un momento inesperado; todo se hace ahora con premeditación, alevosía y ventaja. Los actores devoran mariscos en busca de un estímulo genésico; cubren su pene con condón y se entregan al rito pornográfico con el mismo ánimo con el que un ingeniero emprende su obra o un escritor enfrenta la página en blanco. Fue anécdota comentada que el actor porno Nacho Vidal, invitado a un festival erótico en la Sala de Armas, de la Magdalena Mixhuca, se molestara sobremanera cuando una joven impertinente le pidió que enseñara su poderoso falo. Él respondió que eso sólo lo hacía en la intimidad o en el estudio cinematográfico. Mientras que Roberto Chivas, durante una filmación allá por los rumbos de la vieja carretera a Cuernavaca, se mostraba nervioso antes de entrar a escena. Le molestaba que otro actor dejara en estado lamentable a la estrella porno mexicana, una muchacha poco atractiva y menos sensual que sería pareja de ambos en el estudio de un pintor. La maquillista de cuando en cuando iba a dar los retoques adecuados, mientras que el fotógrafo explicaba la trama con las siguientes palabras:

Mira tú, que la cámara debe estar cerca de los cuerpos, nunca debes descuidar ni la polla ni el conejito de la chica. Debes tener la agilidad mental y física de suponer lo que sigue; a veces el guión son unas cuantas líneas que deben interpretarse según tus habilidades. Nunca te da tiempo de excitarte, estás en lo tuyo y los actores en lo de ellos, si te distraes se te va la toma y puedes perder mucho de la trama. Lo peor es cuando un actor avisa que se “correrá” de inmediato y tú no estás preparado para semejante cosa. Pero, el triple equis tiene esa dificultad, todo es tan previsible que resulta imprevisible.

La contraparte de la industria porno es la pornografía amateur, la que se hace con toda la rusticidad y que por lo regular es de pocas tomas o desde un mismo ángulo; ahora hasta con celulares se hacen videos triple equis. Se ha hecho tan extendido ese asunto que una canción grupera, interpretada por Calibre 50, habla del hecho. En fin, que la pornografía está en todas partes y pocos se asustan de su propagación. Lo sienten como parte de los tiempos.

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y profesor e investigador en la UAM. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998) y El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004).

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