En una primera etapa, la Unión Europea llegó a ser vista por muchos de sus miembros originales como un orden político, social y económico superior e integrador. Ahora las identidades locales y regionales se exacerban y la Unión representa cada vez más una oportunidad de lucro.
Como es mi primera contribución en esta revista lo más correcto será que me presente. Lo primero que debo decirles es que soy un escritor… y cuando iba a poner el primer adjetivo me surgen las primeras dudas. ¿Español? ¿Europeo? ¿Madrileño? Claramente las tres cosas, pero si sólo pudiese decirles una, ¿cuál elegiría? ¿Cuál es mi seña de identidad más marcada? No soy el único en Europa en tener estas dudas ontológicas y hay buenas razones para ello, porque elegir el nivel local, nacional o supranacional para identificarse, en Europa, es ya una profesión si no de fe, sí ideológica, sobre todo en un momento en el que esos tres niveles parecen enfrentados de forma virulenta. Si alguien pensó que las cenizas de la Segunda Guerra Mundial servirían para enterrar el nacionalismo y todo patriotismo beligerante, si la lenta disolución de las fronteras en Europa parecía dar a entender que los pueblos habían dejado de prestar atención a las divisiones por razones religiosas, lingüísticas o históricas, y que el ondear de banderas era ya cosa relegada a los partidos de futbol y en todo caso a desfiles conmemorativos que siempre daban la impresión de ser residuos de una época en blanco y negro, los sentimientos nacionales han vuelto a resurgir, dando nacimiento a un cruce entre ave fénix y basilisco, porque los sentimientos patrióticos por desgracia suelen ir acompañados de ademanes, si no bélicos, belicosos.
Como resultado se dan una serie de situaciones que, vistas desde su continente, pueden parecer ridículas. Por ejemplo: en el país en el que vivo, Bélgica, hace más de trescientos días que tuvieron lugar las últimas elecciones sin que desde entonces haya podido formarse un gobierno. No sé si para cuando se publique este artículo las cosas habrán cambiado, pero de todas formas Bélgica habrá inscrito su nombre en el libro Guinness de los récords, por delante de Irak, como el país que más tiempo ha pasado sin gobierno; y esto no se debe a que Bélgica sea una nación de anarquistas que, ni Dios ni patrón, se ha lanzado en brazos de la autogestión. La incapacidad para formar gobierno tiene que ver con las tensiones entre flamencos y valones sobre la configuración del Estado belga —los flamencos quieren un mayor grado de federalismo y no pocos de ellos, a largo plazo, la división de Bélgica.
Pero si en el país en el que resido las cosas son complicadas, no lo son menos en el mío de procedencia: hay en España partidos independentistas en varias regiones, con más fuerza en Cataluña y el País Vasco, y sus exigencias marcan cada vez más la vida política española. Uno de los extraños frutos de este nacionalismo ha sido la organización de referendos en numerosas localidades en los cuales la pregunta era si los votantes deseaban que Cataluña fuese independiente. Aunque el valor jurídico de las consultas es nulo, muchos municipios se han sumado con entusiasmo a la iniciativa.
Lo paradójico de la situación es que probablemente la pujanza del nacionalismo independentista se deba al éxito de la Unión Europea. Hace treinta años los inversionistas habrían huido de un país incapaz de formar gobierno como en esas estampidas de bisontes que era frecuente ver en los westerns cuando llegaban los cazadores; la moneda se habría hundido; los ciudadanos habrían sacado sus ahorros del país. Lo mismo habría sucedido ante la amenaza de una secesión en un país como España; el dinero es miedoso y no se habría quedado a ver cómo se resuelve el suspenso del folletín nacional.
Pero hoy esos son problemas menores: los altibajos políticos en un país de la ue apenas afectan la estabilidad del euro —ni siquiera la crisis griega ha hecho mella importante en la moneda única—; los cambios en las estructuras de una nación no son fundamentales porque de cualquier manera las nuevas estructuras resultantes se enmarcarían en la moneda y el mercado únicos.
Pero el auge de lo nacional no se limita a las aspiraciones de regiones que quieren la independencia. El miedo justificado a la globalización y el descontento con una Unión Europea que es vista como fiel servidora de los intereses del capital, también ha despertado un sentimiento antieuropeísta, a menudo acompañado de furores xenófobos. “Los franceses primero” dice un eslogan entonado por políticos populistas en Francia; cada sector económico afectado por la liberalización presiona a su gobierno para obtener subvenciones, privilegios, triquiñuelas que les ayuden a sobrevivir; los parados se quejan de la invasión no sólo de inmigrantes extracomunitarios, también de la mano de obra más barata del Este. Y muchos echan de menos el mundo supuestamente protector del Estado-nación, un mundo tan difícil de reconstruir hoy como la sociedad feudal… que también echaron de menos algunos nostálgicos cuando se fraguaban en el xix los estados nacionales.
Y para colmo las nuevas adhesiones a la Unión Europea no han servido para fortalecer el nivel supranacional; todo lo contrario; cuando los países del Este se suben al carro europeo, éste ya ha perdido buena parte de su impulso político; hasta los años ochenta, yo diría que hasta el fin del mandato de Jacques Delors como presidente de la Comisión Europea, la fe europeísta servía de combustible a la pesada maquinaria de Bruselas; aún había quien se acordaba de la guerra y quería que nunca más fuese posible, quien pensaba que una Europa unida sería una Europa fuerte, con peso internacional, capaz de apoyar el desarrollo de la democracia en el mundo… y de defender los intereses europeos. Cuando Polonia, Hungría, Rumania, etcétera, entran en el club europeo lo que ofrece la carta de miembro es sobre todo dinero para el desarrollo, puestos de trabajo para la mano de obra excedentaria, empresas que buscan localizaciones más baratas que el Oeste de Europa. Se adhieren para obtener beneficios, pero defendiendo ferozmente los intereses nacionales: en el discurso de muchos políticos se escucha su desconfianza hacia Europa mezclada con el interés por beneficiarse de ella. Entran en Europa como quien entra en el supermercado: quieren llevarse lo que puedan por su dinero pero no tienen mucho interés en la prosperidad del negocio.
Y no diré que cuando España entró en el club en 1986 lo hiciese exclusivamente por idealismo proeuropeo (¿ha oído alguien de alguna nación que actúe solamente por idealismo?). Pero aparte de los intereses económicos, que no eran pocos, ser parte de Europa significaba dejar atrás los tiempos de la dictadura, anclarnos en un mundo democrático y vuelto hacia un futuro que prometía ser más pacífico y más justo. Hoy, algunos de los países que se han incorporado a la ue aprueban leyes de control de la prensa que difícilmente pueden ser llamadas democráticas, legislan en contra de minorías étnicas, apoyan la injerencia de la religión en las instituciones. El europeísmo y el espíritu democrático sirven para adornar discursos pero no son puntos centrales del programa.
Con todo este resurgir de sentimientos nacionales de distintos colores, y con la falta de impulso político, de visión —dirían algunos— de la ue, se empieza a tener la impresión de que Europa es hoy una gran oportunidad perdida. Quienes no se sienten representados por la política europea se refugian en lo nacional o en lo local, buscan la identidad colectiva entre aquellos más cercanos, que supuestamente tienen sus mismos problemas y miedos. Hace muchos años, cuando casi nadie viajaba ni había atravesado jamás una frontera, si se preguntaba a alguien de dónde era respondía con el nombre de su aldea o de su ciudad. Hoy empieza a suceder lo mismo ante el vértigo de un mundo en el que la libertad de circulación les empieza a parecer a muchos más una amenaza que una oportunidad.
Así que, volviendo a las presentaciones del inicio, diré que soy un escritor más español de lo que quisiera, menos europeo de lo que podría ser y, después de tantos años de andar por el mundo, lo de madrileño me ha quedado como mero dato administrativo —incluso he perdido el acento capitalino. Y estaré con ustedes cada dos meses, para escribirles, mientras les interese, sobre temas relacionados con aquello que el ex Secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld llamaba, con mala intención, “la vieja Europa”.
jose ovejero (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas y La comedia salvaje. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna”. (www.ovejero.info)
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