—Are you very aware that you try
to preserve fleeting moments?
—Well, depends on what you call “fleeting.”
Sometimes, in the geologic sense,
the year is a very fleeting moment.
Ansel Adams, durante una entrevista
A Pamela
Decía Paul Valéry que lo mejor a la hora de contemplar una pintura era no ver nada en ella. Esta observación ha permanecido conmigo desde que la leí, y ahora forma parte de mi credo contemplativo. La contemplación de una obra tiene para mí una sacralidad o, si se quiere, una virginidad que prefiero dejar intacta hasta que, al fin, como consecuencia de mi propia convivencia o comunión con ella, se acentúa la sensación que busca su nombre. Considero esa sensación como un preciado bien de la intimidad, de mi soberanía mental, un enigma que huye de la palabra y se resiste a la descripción. Cuando lo real y tangible está a punto de volverse abstracto, o lo abstracto, tangible o real, una sensación indefinida se apodera de mí. Emerge el gozo y el asombro ante la maravilla no de que las cosas sean otra cosa, sino de que sean lo que son. Entonces, comulgo con lo que me rodea y me reconcilio con el mundo. Con este mundo. Un acantilado, un mar sereno, una ola que revienta. La mirada se dilata, el corazón descansa, lo eterno se torna evanescente, y lo evanescente dura una eternidad.
Los faraones egipcios eran sepultados con las cosas necesarias y más preciadas para su viaje al otro mundo. Si yo fuera faraón, pediría una montaña de Ansel Adams para mi sepulcro. Al fin, después de los tumultos, del ruido, de la contaminación —del parloteo ensimismado y la artificiosa elocuencia— estoy ante el silencio, frente a la grandeza impasible, simple y natural de una montaña. Y sin importar cuántas veces vuelva a ella, sin importar cuánto quiera yo pensar, sin importar qué tan viejo o joven haya sido, la sensación naciente vuelve a ser la misma, mientras lo que resta de mí se esfuma en la espesura de las nubes —en la lejanía serena—, en la quietud escarpada y la inmensidad. Es una dicha inefable, blanca y pura como la nieve. Pero también entraña una suerte de tristeza que a su vez nimba en lo inexplicable. Es el privilegio de estar vivo, de tener ojos y olfato, y mente para imaginar las combinaciones de una eternidad que, al menos para mí, obra sin conciencia ni motivo. Y precisamente por ello, por el azar que pocos toleran o encuentran insufrible, me resisto a darle un nombre. Celebro la derrota absoluta de la palabra y el triunfo de la montaña ante lo que yo piense, lo que yo crea, lo que yo diga y lo que no soy. Celebro estar aquí, frente a ella, hoy, con salud, y brío para seguir adelante por sus cuestas y hondonadas, mientras pienso en mis semejantes donde quiera que estén —o en mí cuando ya no esté frente a ella— cuando me falten las fuerzas y el brío —y a cambio de piernas deba usar la mente para subir la cuesta de nuevo, y volverla a vivir.
Ansel Adams creía que la fotografía escaparía por siempre a las palabras. Decía que “ningún hombre tiene derecho a dictar lo que otros hombres deben percibir, crear o producir”, pero que todos “deben ser alentados a revelarse a sí mismos sus percepciones y emociones, y a edificar la confianza en el espíritu creativo”. Nació en California, en 1902. Sus padres —una familia acomodada dedicada a la producción de madera (y la tala de secuoyas rojas)— le inculcaron el amor a la naturaleza. A los diecisiete años, con la atmósfera de la posguerra invadiéndolo todo, se unió a las filas del Sierra Club, un grupo dedicado a la conservación de las maravillas naturales del mundo. Tras dos guerras mundiales, la amenaza de una tercera y el crecimiento industrial, Adams redobló sus esfuerzos a tal punto que se convirtió en una de las más influyentes figuras en la historia del activismo conservacionista en Estados Unidos. Más de cinco mil cartas escritas a máquina, innumerables artículos (y su infatigable labor hasta el día de su muerte) le valieron el sobrenombre de Mr. Sierra Club.
Pero, evidentemente, no fue el activismo de Adams sino su fotografía lo que movió al mundo. Convencido de que el escenario natural posee una estética suprema a la que realmente hay poco que agregar, Adams consagró su arte a la conservación de la naturaleza en el sentido literal y metafórico. A menudo decía haber estado frente a parajes de tal esplendor que le parecía que Dios tan sólo había aguardado a que alguien llegara “y presionara el disparador”. En aquel entonces la fotografía emulaba a la pintura, salvo la de Adams, quien se entregaba a una suerte de realismo mejorado. El enfoque más nítido que fuera posible, el alto contraste, una cámara de formato grande (por no decir monstruosa) se sumaban a lo que fue uno de los más grandes logros técnicos de la era: el Zone System. Con su colega Fred Archer, Adams trabajó infatigablemente para desarrollar un sistema que le permitiera traducir la luz percibida en densidades específicas, tanto en el negativo como en el papel, con el fin de obtener un mayor control en la fotografía impresa. Esto le permitía visualizar la imagen antes de tomar la fotografía, para lograr un efecto estético y espiritual.
En verdad, si acaso hay alguna divinidad en este mundo, Adams la fotografió. Sus imágenes se volvieron símbolos del mundo silvestre, del portentoso escenario natural norteamericano. En 1952, con su amiga Nancy Hall, Adams incursionaba en numerosos proyectos editoriales con el fin de llegar a un público más amplio. Para 1955 el más importante proyecto se materializó con un libro en cuyo título el mensaje está implícito: This is the American Earth. Entre otras cosas, lo que ese libro de Adams desencadenó fue nada menos que el primer movimiento ambientalista moderno a nivel masivo, en un tiempo en que el calentamiento global ni siquiera figuraba en el vocabulario colectivo.
Era ya la década de los sesenta cuando Adams albergó la sensación de estar ante un franco declive creativo. Tenía 61 años, y hasta entonces siempre había vivido preocupado por el dinero. Sin embargo, durante esos años aún logró tomar algunas de sus fotografías más famosas, y para comienzos de los años setenta, le aguardaba una merecida sorpresa. Tras una conferencia en Yale, un visionario estudiante de ciencias forestales (Bill Turnage) se acercó a Adams y en un respiro borró de su horizonte el mito del artista no remunerado al convertir su archivo fotográfico en un negocio multimillonario, situándolo como primero en la lista de fotógrafos que conquistaba un mercado masivo. Para 1984 Ansel Adams pasaba a una vida mejor, si acaso hay una vida mejor sin sus mares, peñascos y montañas.
Ansel Adams
Winter Sunrise, the Sierra Nevada, from Lone Pine, California, 1942
Plata sobre gelatina
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Becario del FONCA, ÓSCAR ALTAMIRANO es ensayista, crítico y profesor de Literatura y Estudios culturales. Ha colaborado como ensayista en Letras Libres, La gaceta del fce, El Ángel, Milenio y la revista Literatura mexicana editada por la unam. Ha impartido materias y cursos en la Universidad del Claustro de Sor Juana y en el Centro Nacional para la Cultura y las Artes. Con su ensayo más reciente, Edgar A. Poe y el trauma intelectual de la época, culmina siete años de investigación y recupera la obra de este genio de la literatura para una nueva generación de lectores.