Nuestro autor pone el dedo en una llaga dolorosa: la xenofobia. La ira contra los inmigrantes —desatada por la crisis económica y sus devastadoras consecuencias, el desempleo entre las más dramáticas— amenaza con erosionar la convivencia civilizada en una Europa sin fronteras. Es un caldo de cultivo peligroso que favorece los fanatismos nacionalistas y el populismo de ambos signos.
En la película Yo, robot vagamente basada en la famosa novela de Isaac Asimov, el mundo se ve amenazado por un ejército de androides que han ido siendo introducidos en cada hogar para sustituir a otros androides de vieja generación. El detective Spooner desconfía de todos los robots, o habría que decir que los odia, si es que es posible odiar una máquina. Pronto Spooner descubrirá que los nuevos robots son una auténtica amenaza para el mundo, pues pretenden adueñarse de él, aunque tendrá que revisar sus prejuicios sobre los antiguos al descubrir que esos seres que se habían ocupado de barrer calles, de limpiar casas y cuidar ancianos, albergan en sus cibernéticos corazones una fidelidad inquebrantable hacia sus amos.
Europa está hoy aquejada de lo que yo llamaría el “Síndrome de Spooner”. La mayoría de los europeos aceptaba hasta hace poco que la inmigración de hace cuatro o cinco décadas fue buena para el desarrollo del continente: la mano de obra barata que llegaba del norte de África y de Turquía, también los españoles, italianos, griegos y portugueses que permitieron la producción siderúrgica, la extracción de carbón y la construcción de viviendas en el centro de Europa con bajos costos salariales era una mano de obra bienvenida, y a pesar de los roces y recelos que pudieron despertar los recién llegados, sobre todo en los barrios obreros donde se asentó la mayor parte de ellos, la xenofobia no era un sentimiento tan extendido como para llenar las páginas de los periódicos.
Pero en los últimos años parece haber surgido un miedo enfermizo a todo lo que venga de fuera e incluso a desconfiar, de manera global, de los inmigrantes que viven entre nosotros —sí, esos robots de antigua generación que hacían en nuestro lugar las tareas pesadas y mal pagadas—, hayan adoptado o no la nacionalidad del país en el que residen.
Siempre he pensado que la xenofobia es uno de los termómetros más precisos para medir la salud de una sociedad. En épocas de crisis económica o política, las sociedades tienden a buscar el calor de lo conocido, el consuelo del rebaño, y a identificarse por tal o cual rasgo étnico, religioso, social, considerando una amenaza a quien no lo comparta. El miedo y el odio hacia lo que viene de fuera son difícilmente separables.
Si esto es cierto, los miedos rampantes hoy en Europa son síntomas de una salud extremadamente débil. Da igual que la crisis económica que vivimos no haya sido causada ni mucho menos por los cientos de miles de trabajadores extranjeros que han llegado a nuestros países sino por un funcionamiento perverso del sistema financiero. Aunque nuestra rabia se dirija hacia banqueros y especuladores, y hacia los gobernantes que han permitido sus manejos, nuestros temores tienden a encarnarse precisamente en los más desfavorecidos. Son ellos, los inmigrantes, quienes amenazan nuestra seguridad y nuestro bienestar.
¿Cómo entender, si no, el ascenso de los partidos xenófobos en países como Holanda, Dinamarca, Finlandia y Bélgica? ¿Cómo entender que la Unión Europea haya renunciado a uno de sus principios supuestamente irrenunciables, la libre circulación de personas, para aplacar el descontento de Dinamarca, Francia e Italia? Esto último resultaría divertido si no fuese tan trágico: recuerda al chiste del borracho que busca una moneda a la luz de un farol y cuando le preguntan si la ha perdido allí él responde que no, pero que donde la ha perdido no se ve nada. Ante una crisis económica que se ha visto agravada, y quizá causada indirectamente, por la libre circulación de capitales, lo que se restringe no es ésta sino los movimientos transfronterizos de los ciudadanos, porque es más fácil hacerlo que atajar el otro problema.
Sí, esa parte de Europa que se enorgullecía de un Tratado de Schengen que permitía atravesar fronteras sin mostrar el pasaporte, ha aceptado que en ciertas circunstancias, no del todo claras, se podrán restablecer los controles. Que se alcen tan pocas voces en contra de ese paso atrás puede entenderse porque aún es un cambio teórico. Lo que sí resulta sorprendente, y desalentador, es que se escuchen tan pocas críticas a las condiciones en las que se encierra a los inmigrantes del Tercer Mundo en centros de detención hasta que se decide si se les concede o no asilo. Muchos de ellos desconocen sus derechos y nadie se preocupa de paliar ese desconocimiento, son tratados como delincuentes, tienen que soportar condiciones higiénicas y de hacinamiento que ningún europeo aceptaría para sí y mucho menos para sus hijos. Por cierto, miles de niños desaparecen de dichos centros sin que se sepa qué sucede con ellos. Los abusos, también sexuales, son frecuentes en esos centros que a menudo carecen de estatutos claros.
Pero la paranoia contra los inmigrantes tiene argumentos para justificar el trato más degradante: en muchos casos se los ve como vagos que vienen a aprovecharse de los sistemas de seguridad social europeos, en otros como delincuentes en potencia o que ya lo eran en sus países de origen, en los más desquiciados como componentes de un silencioso ejército islamista que viene a conquistar Europa. Porque eso precisamente es lo que está en juego para numerosos europeos: la salvación de Europa, de nuestra cultura, de nuestras costumbres, y por ello ven como un atentado que se construya una mezquita, en la que sin duda serán adoctrinados peligrosos terroristas; apoyan la redacción de leyes para que las niñas no puedan entrar con velo en el colegio, aplauden que se exija al solicitante de asilo someterse a exámenes de ciudadanía que pocos ciudadanos aprobarían.
Independientemente de los problemas, reales, que puedan ir aparejados a la inmigración —marginación, fragilidad de las familias, en algunos casos, los menos, amenaza terrorista—, se crea una imagen pública y global del inmigrante como alguien de quien hay que desconfiar, hasta el punto de caer en extremos ridículos, como hacía ese político español que en plena campaña electoral afirmaba, sin base estadística alguna, que los inmigrantes están provocando que se extiendan enfermedades como la tuberculosis o el sarampión.
Y si uno estaba acostumbrado a escuchar cualquier sandez sobre los extranjeros en boca de populistas de derecha que querían arrebañar votos entre los menos informados o entre los más afectados por la crisis económica agitando ante sus narices estadísticas hinchadas sobre la delincuencia entre la población extranjera o sobre las prestaciones sociales que “roban” a los nativos, ahora tenemos que acostumbrarnos a oír argumentos falaces de los labios de políticos supuestamente de izquierda. El debate sobre las tesis eugénicas del socialdemócrata Thilo Sarrazin en Alemania ha mostrado que cualquier teoría que subraye el riesgo que suponen los inmigrantes es bienvenida entre partes muy amplias de la población a ambos lados del espectro político.
Al final de Yo, robot, el detective Spooner acaba apreciando los servicios prestados por los antiguos robots, pero ve confirmada su teoría según la cual los nuevos quieren conquistar el mundo e instaurar su dictadura. Espero que los ciudadanos europeos den un paso más y, librándose por completo de su paranoia, consigan ver a los inmigrantes no como robots idénticos y programados para el mal, sino como individuos diferentes, la mayoría en situación de particular fragilidad, y que por tanto sean capaces de afrontar de forma práctica y desprovista de temores poco realistas los problemas causados por cualquier desplazamiento masivo de población. Aunque de ahí no salga una película.
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas y La comedia salvaje. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna”. (www.ovejero.info)
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