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Historias de hospital
Cultura | María Esther Núñez | 14.01.2011 | 0 Comentarios

Te­nía una se­ma­na de ha­ber si­do ope­ra­da de la pier­na. Un tu­mor ab­sur­do se apo­de­ró de par­te de mi fé­mur y fue ne­ce­sa­rio sa­car­lo de ahí con to­da la po­ten­cia de una sie­rra por­que no que­ría aban­do­nar mis con­for­ta­bles den­tros. En fin, que to­do pa­re­cía ha­ber sa­li­do bien. Se­guía en el hos­pi­tal sin po­der po­ner­me en pie, ve­no­cli­sis en mi bra­zo iz­quier­do por don­de in­tro­du­cían a mi cuer­po an­ti­bió­ti­cos y anal­gé­si­cos, son­da a la ve­ji­ga pa­ra fa­ci­li­tar mi in­mo­vi­li­dad tem­po­ral y una in­fa­me ca­ma or­to­pé­di­ca con col­chón y al­mo­ha­da de hu­le que me ha­cían su­dar co­pio­sa­men­te a pe­sar del ai­re acon­di­cio­na­do. To­do en esa ha­bi­ta­ción buscaba la hi­gie­ne y no la co­mo­di­dad del pa­cien­te: hay que ais­lar al pa­cien­te y a sus flui­dos. Que no con­ta­mi­ne na­da —de­ben de­cir a mis es­pal­das—, que no en­su­cie la ca­ma que le pres­ta, qué re­me­dio, es­ta no­ble ins­ti­tu­ción. Co­mo si la asep­sia fue­ra lo más im­por­tan­te, co­mo si la hi­gie­ne men­tal y emo­cio­nal del pa­cien­te no exis­tie­ran; pa­sar so­bre el pa­cien­te-in­di­vi­duo en be­ne­fi­cio del pa­cien­te-co­lec­ti­vi­dad, igual que en el mun­do de la po­lí­ti­ca: la so­cie­dad por en­ci­ma del in­di­vi­duo, lo que jus­ti­fi­ca cual­quier ar­bi­tra­rie­dad. Aho­ra lo sé, tris­te­men­te, des­pués de va­rias hos­pi­ta­li­za­cio­nes en que la he pa­de­ci­do.
Yo era una pa­cien­te pa­cien­te: lla­ma­ba a la en­fer­me­ra só­lo pa­ra lo in­dis­pen­sa­ble, no me gus­ta­ba aña­dir más tra­ba­jo al lu­gar, que­ría a to­da cos­ta pa­sar de­sa­per­ci­bi­da pa­ra sen­tir­me lo me­nos pa­cien­te po­si­ble. La en­fer­me­dad me aver­gon­za­ba sin ex­pli­ca­ción, pues qué, ¿no era ése el lu­gar pre­ci­so pa­ra es­tar en­fer­ma? Mi ca­be­za no aca­ba­ba de acep­tar el en­con­trar­me en ese ex­tre­mo de in­de­fen­sión, de vul­ne­ra­bi­li­dad, ne­ce­si­tar de otro pa­ra realizar ac­tos tan sim­ples y co­ti­dia­nos co­mo pei­nar­me, la­var­me los dien­tes, de­fe­car.

Historias de hospital

Foto tomada de Flickr/Gabriela Camerotti cc

De pron­to en­tra la en­fer­me­ra, gor­da, por­que la ma­yo­ría, al me­nos en es­te hos­pi­tal, tie­ne ex­ce­so de me­di­das, en­ga­ñan­do con sus ge­ne­ro­sas car­nes que de pron­to su­gie­ren co­bi­jo ma­ter­no. Sin mi­rar­me a los ojos, co­mo co­rres­pon­de a to­da bue­na en­fer­me­ra, me anun­cia que por ór­de­nes de mi mé­di­co —sí, me que­da cla­ro que usa esas pa­la­bras: “ór­de­nes” y “mi”, me de­ja cla­ro que no es “su­yo”; ella no es­tá en­fer­ma, ese mé­di­co es due­ño de mi cuer­po y de mi vo­lun­tad por­que no pre­gun­ta si quie­ro lo que él quie­re que yo quie­ra en ese mo­men­to pre­ci­so en que me dis­po­nía a ce­rrar los ojos y eva­dir­me de esa rea­li­dad cru­da y olo­ro­sa a for­mol de an­fi­tea­tro o a asi­lo de an­cia­nos— me va a re­ti­rar la son­da ve­si­cal. Suel­ta esas pa­la­bras sin mi­rar­me mien­tras, pa­ra­da fren­te a mi ca­ma, os­ten­to­sa, se es­tá po­nien­do unos guan­tes de lá­tex que me anun­cian que no quie­re to­car­me ni to­car na­da que pro­ven­ga de mi cuer­po por­que se­gu­ra­men­te es al­go su­cio o con­ta­gio­so o lle­no de pe­ca­do o có­mo ex­pli­car mi pre­sen­cia en es­ta ca­ma y en es­te hos­pi­tal. El he­cho de que na­die me to­que la piel di­rec­ta­men­te me ex­pli­ca la ver­güen­za que he ve­ni­do sin­tien­do des­de que me su­pe ad­je­ti­va­da co­mo en­fer­ma, y des­cu­bro que es na­tu­ral por­que al­go he de ha­ber he­cho muy mal pa­ra ir a caer en es­te si­tio y ser aten­di­da por en­fer­me­ras ra­dian­tes de cu­tis li­sos por la ju­ven­tud y la gor­du­ra que no se atre­ven a to­mar­me de la ma­no ni a ha­cer­me una ca­ri­cia. Me vie­nen a la men­te mis ami­gas eso­té­ri­cas que, en to­no doc­to­ral, suel­tan atre­vi­das u ho­mi­ci­das: “El cán­cer o cual­quier otra en­fer­me­dad, te los pro­vo­cas tú mis­ma”. ¡Por Dios! Ex­tra­ño a mi ma­má.
De aho­ra en ade­lan­te usa­rá el bi­dé, co­mún­men­te lla­ma­do “có­mo­do”, me di­ce. A pe­sar de la nue­va im­po­si­ción, me ale­gro: to­do lo que su­gie­ra ir re­cu­pe­ran­do fun­cio­nes me po­ne de me­jor hu­mor. La en­fer­me­ra re­ti­ra la sá­ba­na que me cu­bre —do­ble sus pier­ni­tas, por fa­vor—, me se­pa­ra las pier­no­tas con ma­nos sua­ves pe­ro fir­mes y, en una ma­nio­bra rá­pi­da, re­ti­ra la son­da que se des­li­za sua­ve­men­te ha­cia el ex­te­rior de mi cuer­po. Me mi­ro los ve­llos pú­bi­cos des­gre­ña­dos, sin co­que­te­ría al­gu­na, tan sin pu­dor que me con­mue­ven y les pro­me­to una nue­va vi­da en cuan­to es­té en con­di­cio­nes. Eso de pro­me­ter­me a mí mis­ma ha si­do una tác­ti­ca de super­vi­ven­cia que me ha fun­cio­na­do de vez en cuan­do. Qué ter­que­dad, me re­sis­to a per­der el ro­man­ti­cis­mo.
Des­pués de un ra­to uti­li­cé el bi­dé por pri­me­ra vez. Di­fí­cil, las nal­gas te pe­san co­mo si fue­ran de plo­mo, el re­cep­tá­cu­lo de plás­ti­co no se man­tie­ne en su si­tio y hay que de­te­ner­lo con una ma­no mien­tras con la otra man­tie­nes el equi­li­brio aga­rra­da del ba­ran­dal de la ca­ma que, co­mo una gran cu­na, te man­tie­ne en ella pa­ra que no cai­gas y se va­ya to­do por la bor­da. Mi ori­na flu­yó len­ta, asus­ta­da an­te es­ta nue­va mo­da­li­dad; se re­sis­tía a sa­lir pe­ro la con­mi­né  con otra pro­me­sa: se­rá tem­po­ral, chi­qui­ta mía, sal de tu cu­na y viér­te­te aho­ra en es­te si­tio, que ma­ña­na o pa­sa­do se­rá en el pe­que­ño mar de una ta­za de ba­ño. Te pro­me­to. Ex­pul­sa­da de mi cuer­po sa­lió ca­si go­tean­do, te­me­ro­sa, es­tú­pi­da, y yo ha­cien­do ma­la­ba­ris­mos pa­ra sos­te­ner la co­sa en su si­tio. Con un tim­bre con­ve­nien­te­men­te de­ja­do a mi al­can­ce lla­mo a la en­fer­me­ra que con un nue­vo par de guan­tes me re­ti­ra el bi­dé y de­sa­pa­re­ce en el ba­ño. Yo me acu­rru­co ba­jo la sá­ba­na con es­ta nue­va ver­güen­za en mi lis­ta del día.
De pron­to se pre­sen­ta en mi cuar­to un ami­go muy que­ri­do. Un hom­bre que apa­re­ce ama­ble, pul­cro, in­te­re­sa­do en mi sa­lud. Me trae de re­ga­lo una lo­ción en ae­ro­sol. Le agra­dez­co el de­ta­lle y la de­sen­vuel­vo. El aro­ma a la­van­da se es­par­ce por la ha­bi­ta­ción. Son­reí­mos. Tras unos mi­nu­tos de con­ver­sa­ción ano­di­na, se in­te­rrum­pe y sa­ca del bol­si­llo una pe­que­ña bo­te­lla con gel an­ti­bac­te­rial. ¿Gus­tas un po­co? No, gra­cias. Con­ti­nua­mos con la plá­ti­ca pe­ro a la ter­ce­ra vez que se po­ne gel me em­pie­zo a po­ner in­có­mo­da. No te preo­cu­pes, que lo mío no es con­ta­gio­so. Ríe mos­tran­do su den­ta­du­ra per­fec­ta­men­te blan­ca. Lo sé, cla­ro, pe­ro es que siem­pre… es­tar en un hos­pi­tal, pues más va­le, ¿no crees? Y vuel­ve a po­ner­se gel en am­bas ma­nos. Yo pa­so inex­pli­ca­ble­men­te de la in­co­modi­dad a la ver­güen­za una vez más, de­seo que mi pul­cro ami­go de­sa­pa­rez­ca, o me­jor yo. Me in­co­mo­do más y más, así que de­ci­do rea­co­mo­dar­me en la ca­ma; to­mo la sá­ba­na que me cu­bre pa­ra su­bir­la has­ta mis hom­bros y al abrir­la des­cu­bro a mi la­do una man­cha de ori­na so­bre la cu­bier­ta del col­chón. Me pe­tri­fi­co. Al usar el bi­dé co­mo pri­me­ri­za se es­cu­rrió un po­co de ori­na so­bre la ca­ma for­man­do un pe­que­ño ma­pa ama­ri­llen­to. Con el ru­bor en­cen­di­do has­ta el cue­llo vuel­vo con ra­pi­dez el ros­tro ha­cia mi ami­go es­pe­ran­do que no se ha­ya da­do cuen­ta pe­ro no me atre­vo a mi­rar­lo, me su­ben al ros­tro unas in­men­sas ga­nas de llo­rar. Me con­ten­go. Tra­go sa­li­va. Otra vez ex­tra­ño a mi ma­má. Re­fle­xio­no y re­la­cio­no: cla­ro, el gel, el olor. Y la ver­güen­za, sin pro­me­sas que me sal­ven, vuel­ve a ha­cer su apa­ri­ción.

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