Tenía una semana de haber sido operada de la pierna. Un tumor absurdo se apoderó de parte de mi fémur y fue necesario sacarlo de ahí con toda la potencia de una sierra porque no quería abandonar mis confortables dentros. En fin, que todo parecía haber salido bien. Seguía en el hospital sin poder ponerme en pie, venoclisis en mi brazo izquierdo por donde introducían a mi cuerpo antibióticos y analgésicos, sonda a la vejiga para facilitar mi inmovilidad temporal y una infame cama ortopédica con colchón y almohada de hule que me hacían sudar copiosamente a pesar del aire acondicionado. Todo en esa habitación buscaba la higiene y no la comodidad del paciente: hay que aislar al paciente y a sus fluidos. Que no contamine nada —deben decir a mis espaldas—, que no ensucie la cama que le presta, qué remedio, esta noble institución. Como si la asepsia fuera lo más importante, como si la higiene mental y emocional del paciente no existieran; pasar sobre el paciente-individuo en beneficio del paciente-colectividad, igual que en el mundo de la política: la sociedad por encima del individuo, lo que justifica cualquier arbitrariedad. Ahora lo sé, tristemente, después de varias hospitalizaciones en que la he padecido.
Yo era una paciente paciente: llamaba a la enfermera sólo para lo indispensable, no me gustaba añadir más trabajo al lugar, quería a toda costa pasar desapercibida para sentirme lo menos paciente posible. La enfermedad me avergonzaba sin explicación, pues qué, ¿no era ése el lugar preciso para estar enferma? Mi cabeza no acababa de aceptar el encontrarme en ese extremo de indefensión, de vulnerabilidad, necesitar de otro para realizar actos tan simples y cotidianos como peinarme, lavarme los dientes, defecar.
Foto tomada de Flickr/Gabriela Camerotti cc
De pronto entra la enfermera, gorda, porque la mayoría, al menos en este hospital, tiene exceso de medidas, engañando con sus generosas carnes que de pronto sugieren cobijo materno. Sin mirarme a los ojos, como corresponde a toda buena enfermera, me anuncia que por órdenes de mi médico —sí, me queda claro que usa esas palabras: “órdenes” y “mi”, me deja claro que no es “suyo”; ella no está enferma, ese médico es dueño de mi cuerpo y de mi voluntad porque no pregunta si quiero lo que él quiere que yo quiera en ese momento preciso en que me disponía a cerrar los ojos y evadirme de esa realidad cruda y olorosa a formol de anfiteatro o a asilo de ancianos— me va a retirar la sonda vesical. Suelta esas palabras sin mirarme mientras, parada frente a mi cama, ostentosa, se está poniendo unos guantes de látex que me anuncian que no quiere tocarme ni tocar nada que provenga de mi cuerpo porque seguramente es algo sucio o contagioso o lleno de pecado o cómo explicar mi presencia en esta cama y en este hospital. El hecho de que nadie me toque la piel directamente me explica la vergüenza que he venido sintiendo desde que me supe adjetivada como enferma, y descubro que es natural porque algo he de haber hecho muy mal para ir a caer en este sitio y ser atendida por enfermeras radiantes de cutis lisos por la juventud y la gordura que no se atreven a tomarme de la mano ni a hacerme una caricia. Me vienen a la mente mis amigas esotéricas que, en tono doctoral, sueltan atrevidas u homicidas: “El cáncer o cualquier otra enfermedad, te los provocas tú misma”. ¡Por Dios! Extraño a mi mamá.
De ahora en adelante usará el bidé, comúnmente llamado “cómodo”, me dice. A pesar de la nueva imposición, me alegro: todo lo que sugiera ir recuperando funciones me pone de mejor humor. La enfermera retira la sábana que me cubre —doble sus piernitas, por favor—, me separa las piernotas con manos suaves pero firmes y, en una maniobra rápida, retira la sonda que se desliza suavemente hacia el exterior de mi cuerpo. Me miro los vellos púbicos desgreñados, sin coquetería alguna, tan sin pudor que me conmueven y les prometo una nueva vida en cuanto esté en condiciones. Eso de prometerme a mí misma ha sido una táctica de supervivencia que me ha funcionado de vez en cuando. Qué terquedad, me resisto a perder el romanticismo.
Después de un rato utilicé el bidé por primera vez. Difícil, las nalgas te pesan como si fueran de plomo, el receptáculo de plástico no se mantiene en su sitio y hay que detenerlo con una mano mientras con la otra mantienes el equilibrio agarrada del barandal de la cama que, como una gran cuna, te mantiene en ella para que no caigas y se vaya todo por la borda. Mi orina fluyó lenta, asustada ante esta nueva modalidad; se resistía a salir pero la conminé con otra promesa: será temporal, chiquita mía, sal de tu cuna y viértete ahora en este sitio, que mañana o pasado será en el pequeño mar de una taza de baño. Te prometo. Expulsada de mi cuerpo salió casi goteando, temerosa, estúpida, y yo haciendo malabarismos para sostener la cosa en su sitio. Con un timbre convenientemente dejado a mi alcance llamo a la enfermera que con un nuevo par de guantes me retira el bidé y desaparece en el baño. Yo me acurruco bajo la sábana con esta nueva vergüenza en mi lista del día.
De pronto se presenta en mi cuarto un amigo muy querido. Un hombre que aparece amable, pulcro, interesado en mi salud. Me trae de regalo una loción en aerosol. Le agradezco el detalle y la desenvuelvo. El aroma a lavanda se esparce por la habitación. Sonreímos. Tras unos minutos de conversación anodina, se interrumpe y saca del bolsillo una pequeña botella con gel antibacterial. ¿Gustas un poco? No, gracias. Continuamos con la plática pero a la tercera vez que se pone gel me empiezo a poner incómoda. No te preocupes, que lo mío no es contagioso. Ríe mostrando su dentadura perfectamente blanca. Lo sé, claro, pero es que siempre… estar en un hospital, pues más vale, ¿no crees? Y vuelve a ponerse gel en ambas manos. Yo paso inexplicablemente de la incomodidad a la vergüenza una vez más, deseo que mi pulcro amigo desaparezca, o mejor yo. Me incomodo más y más, así que decido reacomodarme en la cama; tomo la sábana que me cubre para subirla hasta mis hombros y al abrirla descubro a mi lado una mancha de orina sobre la cubierta del colchón. Me petrifico. Al usar el bidé como primeriza se escurrió un poco de orina sobre la cama formando un pequeño mapa amarillento. Con el rubor encendido hasta el cuello vuelvo con rapidez el rostro hacia mi amigo esperando que no se haya dado cuenta pero no me atrevo a mirarlo, me suben al rostro unas inmensas ganas de llorar. Me contengo. Trago saliva. Otra vez extraño a mi mamá. Reflexiono y relaciono: claro, el gel, el olor. Y la vergüenza, sin promesas que me salven, vuelve a hacer su aparición.