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La crisis inevitable
Este País | Gustavo Rivera Loret de Mola | Antonio Villarreal Moreno | 16.05.2011 | 0 Comentarios

En los años ochenta, la violencia asociada al narcotráfico en Colombia azotó a Bogotá. La guerra que hoy se libra en nuestro país en apariencia no ha alcanzado a la Ciudad de México. ¿Cuál será la suerte y el papel de la capital y de sus habitantes en un conflicto cuyo fin está lejos?

Aunque son oportunas, la gran mayoría de las críticas que hasta ahora se han hecho a la llamada “lucha contra las drogas” que emprendió el Ejecutivo Federal, difícilmente lograrán impactar en el corto plazo las políticas contra el crimen organizado. Por ejemplo, las propuestas hechas por expertos e intelectuales proponiendo la legalización de las drogas son relevantes para generar conciencia de lo que es evidente —los grandes costos del prohibicionismo—, pero no para detener en poco tiempo la violencia que tiene contra la pared a miles de ciudadanos, comerciantes y empresarios de varias regiones del país. El problema de la legalización estriba en que no habría forma de exportar legalmente la producción de droga a los países consumidores y que parte del consumo se realizaría en México.

En nuestra opinión, cualquier cambio en la estrategia encabezada por Felipe Calderón sólo ocurrirá cuando el crimen organizado incursione de manera evidente en la política nacional o cuando la población del Distrito Federal empiece a padecer en carne propia los efectos de la violencia generada por el crimen organizado. Algo comparable ocurrió en 1968, 1971 y 1985, cuando los habitantes de la capital —el indiscutible ombligo político de México— resintieron los efectos de la represión e indolencia del régimen autocrático y de partido único que imperaba en el país. Sólo así, lamentablemente, los tres poderes de la Unión atenderán el reclamo de la población; sólo cuando se paralice el Paseo de la Reforma y se colme el Zócalo capitalino para exigir un cambio de estrategia y para recordarle al crimen organizado que es minoría, cuando se produzcan otros hechos que hagan inevitable ese cambio.
A continuación exponemos nuestras razones. También presentamos cinco propuestas concretas para fortalecer a los tres poderes de la Unión y a la ciudadanía en el transcurso de esta lucha, que irremediablemente se seguirá librando durante el próximo sexenio, sin importar quién ocupe la Presidencia de la República. Para esgrimir nuestros argumentos con mayor claridad y delinear nuestras propuestas recurrimos al caso de Colombia donde, desde 1991 aproximadamente, el gobierno y la ciudadanía han logrado de manera paulatina reducir la violencia y debilitar las estructuras del crimen organizado. Concluimos con una advertencia sobre el futuro próximo.

Parte de guerra… en provincia

La verdadera guerra se libra en algunos estados como Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Sinaloa y Tamaulipas, no en el Distrito Federal. De hecho, de acuerdo con cifras de la Presidencia de la República, en 2010 la mitad de todos los homicidios presuntamente vinculados con el crimen organizado se concentró en tres entidades federativas: Chihuahua, con 30%; Sinaloa, con 12%, y Tamaulipas, con 8%. Mientras tanto, en el Distrito Federal se registraron 191 homicidios, equivalentes a 1.25% de los 15 mil 273 ocurridos en todo el país.
Estas cifras, calculadas a partir de la Base de Datos de Homicidios Presuntamente Relacionados con el Crimen Organizado que publicó el Ejecutivo Federal en enero de 2011, sirven para aclarar al menos dos cosas: (1) en México, actualmente se está librando una guerra (o lucha) entre bandas del crimen organizado y entre estas bandas y los cuerpos policiacos y las fuerzas armadas, y (2) el Distrito Federal dista de ser uno de sus principales campos de batalla.

Las noticias generadas en diversos es- tados de la República dan cuenta de la gravedad de la situación que vive en ellos la ciudadanía. Es normal escuchar de civiles que se encuentran de pronto en medio de una balacera entre grupos delictivos rivales, o entre delincuentes y militares o policías. También es normal enterarse de que en carreteras o caminos se localizan esparcidos los cuerpos de personas masacradas. El Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) señaló que durante el presente sexenio, hasta el 3 de agosto de 2010, habían ocurrido 963 enfrentamientos públicos en carreteras y calles entre el crimen organizado y fuerzas del Estado.

El Ejecutivo Federal no encuentra una brújula en esta delicada situación, que cada día se asemeja más a una guerra frontal en dichos estados y a una guerra de percepciones y cifras en la capital. Pese a la tragedia que el hecho conlleva, resulta poco probable que las ejecuciones de presidentes municipales, candidatos y otros funcionarios públicos toquen fibras sensibles en la ciudadanía, ya que éstos ocupan consistente- mente los últimos puestos de aprobación en sondeos de opinión y en muchos casos sus muertes son vistas como evidencia de la creciente simbiosis entre gobierno y crimen organizado. El Universal reportó el 3 de enero de 2011 que el general retirado Barry R. McCaffrey, ex Jefe de la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de los Estados Unidos, declaró en entrevista que “[…] los niveles de violencia en México, en lugares como [Ciudad] Juárez, en ocasiones son tan grandes como […] en Kabul, Bagdad o Bogotá”. Pero aquí valdría la pena aclarar que mientras Kabul, Bagdad y Bogotá son respectivamente las capitales y ciudades más importantes en Afganistán, Irak y Colombia, Ciudad Juárez es la quinta ciu- dad en importancia económica en México, de acuerdo con ciertas estimaciones, y se localiza a mil 840 kilómetros del Distrito Federal.

Colombia y el “narcoterrorismo” en Bogotá

En marzo de 1982, Pablo Emilio Escobar Gaviria, el narcotraficante más rico en la historia de Colombia según se dice, fue electo como legislador suplente en la Cámara de Representantes de ese país. En aquel momento pocos sabían que “El Patrón” era también el “Zar de la Cocaína”. Desde mediados de los años setenta había cultivado una imagen de hombre respetable relacionándose con políticos, banqueros y abogados y realizando numerosas obras benéficas en los barrios pobres de Medellín, ciudad costera ubicada en el Pacífico y centro de operaciones de su organización criminal. La nueva carrera política de Escobar como legislador en Bogotá iba viento en popa hasta que un año más tarde el diario capitalino El Espectador publicó una serie de artículos revelando su verdadera identidad y denunciando la incursión del narcotráfico en la política colombiana nacional. El Congreso de la República le quitó la inmunidad parlamentaria, allanando el camino para que las autoridades iniciaran un proceso legal en su contra.

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Estos sucesos desataron la furia de Escobar, quien desde la clandestinidad financió el periodo conocido como “narcoterrorismo”. Desarrollado de 1984 a 1990 aproximadamente, durante este periodo tienen lugar diversos hechos, sobre todo en la capital del país: el asesinato del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla el 30 de abril de 1984; la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985 a cargo del Movimiento 19 de Abril, que arrojó un saldo de casi 100 personas asesinadas y desaparecidas entre magistrados, servidores públicos, visitantes, soldados y guerrilleros; el asesinato de Guillermo Cano Isaza, director del periódico El Espectador, el 17 de diciembre de 1986; el asesinato del Procurador General de la Nación Carlos Mauro Hoyos, el 25 de febrero de 1988; el asesinato de tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán (Partido Liberal) el 16 de agosto de 1989, Bernardo Jaramillo (Unión Patriótica) el 22 de marzo de 1990 y Carlos Pizarro (Alianza Democrática M-19) el 26 de abril de 1990; el atentado contra el vuelo HK 1803 de Avianca en la mañana del 27 de noviembre de 1989 —cobró la vida de las 107 personas a bordo en el afán de matar al entonces candidato presidencial César Gaviria—; el atentado al edificio del Departamento Administrativo de Seguridad el 6 de diciembre de 1989 con una carga de explosivos que se calculó en 500 kilogramos —murieron alrededor de 100 personas y 600 aproximadamente resultaron heridas.

El impacto mediático y social de estos hechos en Bogotá fue tal que el gobierno colombiano montó un operativo de inteli- gencia que derivó en el desmantelamiento del Cártel de Medellín en 1992, en la muerte de Pablo Escobar en 1993 y en el debilitamiento casi fatal del Cártel de Cali (rival de Escobar) en 1995. El narcoterrorismo motivó la redacción de una nueva Constitución en 1991, que reformó de manera radical al sistema jurídico colombiano y sentó las bases para que a la postre se enjuiciara a docenas de políticos y funcionarios públicos vinculados con el narcotráfico, incluidos el ex Presidente Ernesto Samper (1994-1998) —acusado de recibir dinero del narcotráfico para su campaña— y el ex Jefe de Informática de la principal agencia de inteligencia en Colombia, acu- sado de utilizar su cargo para favorecer a narcotraficantes.
Si pese a las reformas de principios de los años noventa la violencia no ha sido erradicada por completo, es porque en Colombia, además del narcotráfico, operan desde hace décadas grupos guerrilleros como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y diversas organizaciones paramilitares.

Si de alguna manera en México lográramos impulsar reformas de fondo a nuestro sistema jurídico, estaríamos en una posición ventajosa para blindar a la política de la influencia del narcotráfico y proteger a la ciudadanía de la violencia que éste genera. Ya que en México no existen guerrillas ni paramilitares que pongan en jaque la seguridad nacional, una reforma de fondo al sistema jurídico podría bastar para restablecer la paz social en el corto y mediano plazos.

El problema es que en México rara vez tapamos el pozo antes de que se ahogue el niño. Parece que se parte de la premisa de que el impulso de cualquier reforma de fondo sólo debe ocurrir cuando se produzca una crisis sumamente profunda y traumatizante, que verdaderamente cimbre a la capital, sede de los poderes, como en su momento ocurrió con la “matanza de Tlatelolco” del 2 de octubre de 1968, el “halconazo” del 10 de junio de 1971 y el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Todos estos desafortunados eventos dieron origen a importantes movimientos sociales que a la postre derivaron en las reformas políticas que hasta hoy conside- ramos la base de la transición democrática del país.

¿Una crisis necesaria?

El escándalo mediático desatado tras la filtración de la conversación entre el diputado federal por Michoacán, Julio César Godoy Toscano, y el presunto narcotraficante líder de la Familia Michoacana, Servando Gómez Martínez alias “La Tuta”, fue sólo eso, un escándalo en los medios de comunicación que no generó una crisis capaz de cimbrar los cimientos del centro político del país. Asimismo, ejecuciones como el multihomicidio perpetrado el 6 de octubre de 2010 en la colonia Pueblo de San Miguel Ajusco, en Tlalpan, donde fallecieron cinco miembros de una familia, o las ocurridas el 28 de octubre de ese año en el barrio de Tepito, donde fallecieron siete presuntos “narcomenudistas”, siguen siendo vistas por los capitalinos como eventos aislados que no ponen en riesgo a la gran mayoría de los habitantes del Distrito Federal.

Resulta inverosímil y hasta ridículo pensar que el narcotráfico en México opera sin la complicidad o al menos la omisión de docenas de políticos y altos funcionarios públicos. El problema es que hasta la fecha han sido pocos los golpes asestados a colaboradores del narcotráfico ubicados en el gobierno federal —destaca la Operación Limpieza al interior de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), lanzada por el presidente Calderón a mediados de 2008.

Resulta igualmente increíble que tras cuatro años de guerra contra el narcotráfico, la Procuraduría General de la República (PGR) siga lejos de cumplir mínimamente su mandato constitucional. La pgr aún nos debe una explicación sobre las causas por las cuales no solicitó con suficiente antelación las órdenes judiciales de intervención de llamadas telefónicas para darle legalidad a las pruebas que aportó en la averiguación previa de Godoy Toscano —por qué no se siguió el procedimiento que marca la ley. La moraleja es obvia: la pgr debe profesionalizarse. No es posible que las averiguaciones previas estén mal integradas, o que no se recaben las pruebas correspondientes.

En México —como en otros países— las reformas más importantes de los últimos 50 años han sido consecuencia de crisis que prendieron focos rojos en los servicios de inteligencia y en las altas esferas del poder político y gestaron movimientos sociales bien organizados, y que ocurrieron en la capital. Parece que sólo así se toman medidas radicales para purgar las instituciones del Estado, y sólo así se convencen los capitalinos de la importancia de movilizarse para poner un alto a la violencia generada por el crimen organizado.

¿Cómo capitalizar la crisis?

Vale la pena retomar la experiencia de Colombia. La violencia generada por el narcoterrorismo, las presiones de un importante segmento de la guerrilla para que se creara una Asamblea Nacional Constituyente que modificara la Constitución como un requisito principal para deponer las armas, y el movimiento nacional de estudiantes universitarios conocido como de la “séptima papeleta”, derivaron en una nueva Asamblea Nacional Constituyente, convocada por el presidente César Gaviria Trujillo, que promulgó la actual Constitución Política de Colombia en julio de 1991, reemplazando a la de 1886 y sus reformas. En esta Constitución se instauró una República unitaria y descentralizada, se otorgó cierta autonomía a sus entidades territoriales, se estableció la Fiscalía General de la Nación —que empezó a operar el 1° de julio de 1992 como órgano profesional, acusatorio e investigador dentro del Poder Judicial— y se creó la Corte Constitucional, independiente de la Corte Suprema de Justicia. De esta forma, a partir del cambio constitucional, el grupo guerrillero Movimiento 19 de Abril entregó las armas y se integró a la vida política nacional. En México podemos aprender mucho de estas reformas y sobre todo de la experiencia colombiana. En Colombia se han cometido errores graves, como pactar con narcotraficantes, lo cual a la postre alargó el proceso de pacificación en ese país.

Al comparar a la Colombia de los años de 1980 con el México actual nos podemos dar cuenta de que el principal problema en ambos casos es la procuración de justicia y la falta de seguridad pública, que en México corren a cargo de la PGR, la Secretaría de Seguridad Pública y la Secretaría de Gobernación. A continuación proponemos cinco acciones que se podrían llevar a cabo en el corto plazo, sin que sea necesario esperar una crisis mayor.

1. Debe darse autonomía constitucional a la PGR y a la SSP a fin de que el Ejecutivo Federal no intervenga en el nombramiento de los titulares de estas dependencias y la responsabilidad recaiga en el Congreso de la Unión. El principal objetivo de esta medida sería la despolitización de estas instituciones para que dejen de ser usadas de manera discrecional con fines políticos ajenos al interés público.

2. La PGR debe profesionalizarse. Es necesario que las averiguaciones previas estén bien integradas y que se recaben las pruebas necesarias. Todo el personal debe estar supeditado por lo menos a un riguroso examen de conocimientos y a concursos de escalafón transparentes, no amañados.

3. Consideramos que los poderes legislativos federal y estatales deben revisar la conveniencia o inconveniencia de establecer el sistema de los juicios orales. Es un modelo que aún no se ha entendido a plenitud y tiene fallas, por lo que exige una fuerte capacitación. Se trata de que los miembros del crimen organizado y otros asesinos no queden en libertad por meras formalidades.

4. Urge contar con más centros penitenciarios, mejorar el sistema de beneficios preliberatorios y modificar la política de justicia penal. La reclusión en cárceles debe darse sólo cuando sea estrictamente necesario y no por consigna institucional, y se debe reestructurar el programa de testigos protegidos. ¿Qué se puede esperar de las cárceles mexicanas si están repletas, con presos hacinados en condiciones infrahumanas, si en ellas se tiene que pagar por todo: por derecho de piso —tener un lugar donde dormir—, por la fajina —no limpiar los baños—, por el ingreso clandestino de mujeres o drogas? ¿Qué se puede esperar sino más violencia y más resentimiento social?

5. A los policías y mandos policiacos de todo el país (federales, estatales y municipales) se les debe incrementar sustancialmente los sueldos y prestaciones; se debe establecer un sistema de seguros de vida para ellos y de becas para sus hijos; es necesario dotar a todas las policías y a los cuerpos militares con mejores equipos y establecer regímenes de capacitación obligatoria y de sanciones por corrupción.

La paradoja que observamos: sólo después de una verdadera tormenta vendrá la calma. La advertencia que lanzamos: apenas comienza la temporada de huracanes, que ya se ha comenzado a entrever con los operativos de la Marina en las colonias Del Valle, Nápoles y Juventino Rosas de la Ciudad de México. La capital —sus instituciones educativas, cadenas de televisión, periodistas, intelectuales, empresarios, ciudadanía— debe asumir pronto un rol más activo, demostrar su capacidad de respuesta y movilización para oponerse a una masacre que cuenta ya cerca de 35 mil víctimas.

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GUSTAVO RIVERA LORET DE MOLA es candidato al doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad de Texas en Austin. (Twitter: @gustavoriveral) ANTONIO VILLARREAL MORENO es candidato al grado de doctor en Derecho por la UNAM.

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