Si cada uno de los mortales subieron a los cielos o bajaron a los infiernos, los vivos lo desconocemos; en cambio sí sabemos que el destino de personalidades excepcionales como emperadores, santos, reyes y héroes es navegar por los aires en dirección ascendente, hecho confirmado en las numerosas representaciones sacralizadas dedicadas a la apoteosis y plasmadas en pinturas, esculturas, grabados y dibujos.
Giovanni Battista Gaulli (Baciccio), La apoteosis de San Ignacio (1685), óleo sobre lienzo, techo de la Iglesia de la Compañía de Jesús en Roma
Desde los héroes míticos griegos y los emperadores romanos hasta los santos cristianos, los reyes y los héroes nacionales del siglo XIX; desde los tiempos paganos hasta los cristianos y de ahí a los monárquicos e ilustrados, el ser deificado, esto es, el alcanzar la apoteosis, subraya la diferencia mayor entre los pocos elegidos y los muchos hombres del común. Sólo en los elegidos opera la metamorfosis de morir humano para nacer de nuevo y permanecer eternamente en la imaginación para ser adorado en el mundo terrenal. Por eso, el fundador de la Companía de Jesús, San Ignacio de Loyola, se proyectó hacia los cielos ayudado por los ángeles y lo mismo le ocurrió a George Washington, dos siglos después, sólo que flanquedo por la libertad, la victoria y otros personajes de la mitología clásica. El que San Ignacio perteneciera al ámbito eclesiástico y Washington al secular es intrascendente en este caso: en el mundo occidental las apoteosis recorren todos los tiempos y los espacios, se multiplican sin descanso y, dado el dominio patriarcal, es un asunto propio de los varones o, por lo menos, ellos aparecen en el centro rodeados de diosas, musas o siervas, aunque algunas santas también alcanzaran la deificación. Apoteosis de Trajano y Constantino, de San Jerónimo y Tomás de Aquino, de Carlos v y Luis XIV, de Napoleóni y Simón Bolívar, de Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo… ¿Por qué tanta insistencia en conservar la apoteosis y repetir infatigablemente sus atributos?
Las apoteosis no están solas; pertenecen al grupo de las ideas, las creencias, las prácticas y las representaciones encaminadas a elogiar, glorificar, alabar, celebrar (gloriare, laudare, celebrare) que observamos una y otra vez desde que nacemos, como si formaran parte del ritual necesario para garantizar nuestra vida. Pertenecen a la “cultura del elogio”, esa gran aliada de las religiones y las ideologías, de los sacerdotes, los sabios y los dictadores que atraviesa los siglos cultivando la fe en las autoridades, prohijando las fiestas, promoviendo ambientes mágicos capaces de ocultar las desigualdades, las injusticias y las contradicciones y olvidar las carencias para afirmar el futuro promisorio.
Constantino Brumidi, La apoteósis de Washington (1865), detalle de la bóveda de la rotonda del Capitolio de Estados Unidos
Si las apoteosis forman parte de la retórica epidíctica que los sacrosantos y elevados poderes destinan, en su forma panegírica, a la seducción del “pueblo” expectante y ansioso de borrar sus sufrimientos cotidianos, el elogio de los redentores, de los líderes y los prohombres deben colmar de placer las ceremonias de engrandecimiento y llenar de superlativos los discursos pronunciados en ellas. Todo lo anterior es imprescindible para acercar a los pobres en espíritu y/o materia al mundo divinizado donde reinan la abundancia, la bondad y la armonía, sin importar que a la vuelta de la esquina la realidad eche abajo tal mundo; sin importar que, al esconder las crisis con fe y momentos apoteóticos cargados de emocionalidad, la catástrofe coja desprevenidos a sus devotos.
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MARIALBA PASTOR obtuvo los grados de licenciatura, maestría y doctorado en Historia en la UNAM, y desde 1976 se desempeña como investigadora y catedrática en esa universidad. Ha publicado Los recuerdos de nuestra niñez y Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales, así como numerosos artículos en revistas nacionales y extranjeras.