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La querella de las emociones y las ideas
Este País | Roger Bartra | 02.06.2011 | 0 Comentarios

En la conformación de las identidades latinoamericanas, la emoción se ha impuesto sobre la razón. Una y otra vez el poder ha echado mano del sentimiento para legitimarse, como lo hace ahora en Bolivia, Venezuela y Ecuador. El pensamiento duro, la objetividad, quedan en segundo plano.

Bartra

Las tensiones intelectuales con frecuencia han adoptado la forma de una batalla entre las emociones y las ideas, algo bien conocido en la historia intelectual de Occidente. Una de sus expresiones más espectaculares fue la famosa querella del dibujo y el colorido. En la Francia del siglo xvii se inició una confrontación que tuvo, por una parte, a los artistas académicos que defendían la primacía del dibujo, como expresión de una racionalidad retomada de la Florencia neoplatónica del siglo anterior; su gran ejemplo era Miguel Ángel. En contraste, quienes defendían la primacía del colorido celebraban los sentimientos, el sufrimiento, la melancolía y se vinculaban a las expresiones venecianas representadas por Tiziano. Fue una lucha entre la idea y la forma. Esta contraposición se expresó también en el ámbito literario, en el seno de la llamada querella de los antiguos y los modernos. En el arte, por un lado, se exaltaba el dibujo como expresión de las ideas intelectuales, masculinas, nobles y divinas. Por el otro lado, el colorido canalizaba las formas emocionales, la sensualidad plebeya y la corporalidad femenina. Miguel Ángel contra Tiziano; Poussin versus Rubens; Ingres o Delacroix. Del lado del dibujo encontramos el orden, la inteligencia, el contorno y la perspectiva. Con el colorido se hacía énfasis en los claroscuros, los sentidos y las pasiones. En cierta manera, la polaridad todavía pudo observarse en el siglo xx, donde tenemos por un lado al gran dibujante que fue Picasso y por otro lado al extraordinario colorista Francis Bacon.

Esta antigua querella ha tenido muy diversos ecos. Uno de ellos fue la curiosa batalla intelectual que en América Latina enfrentó a dos territorios intelectuales cuyas fronteras no son fáciles de delimitar con precisión y cuyos perfiles ideológicos no es sencillo definir. En aquella época usé la mitología de Julio Cortázar para referirme a la confrontación: una cronopia barroca y epicúrea enfrentaba a una famística gótica y estoica. Usé estas metáforas en una reunión internacional de intelectuales reunida en Valencia en 1987, presidida por Octavio Paz, y durante la cual hubo manifestaciones de ésta y otras peleas. Se conmemoraba el famoso congreso de intelectuales antifascistas reunido en Valencia 50 años antes.1

Muchos creían que los cronopios eran de izquierda y los famas de derecha, pero ello no resultaba para nada claro. Los primeros parecían inclinarse por la crónica y gustaban de contar con cierta pasión la historia; los segundos preferían hacer una lectura más bien fría de los acontecimientos, para descifrarlos. Me imagino a Gabriel García Márquez en una esquina del ring y, en la opuesta, a Jorge Luis Borges. Podrían estar enfrentándose también Carlos Fuentes y Octavio Paz. Esta querella no era más que una de las muchas batallas intelectuales que agitaban a América Latina durante la segunda mitad del siglo xx.

La cronopia era cercana a las emociones populares, y en contraste la famística se orientaba hacia la búsqueda de claves estructurales. Me pareció ver en pugna dos grandes castillos culturales, que revivían la vieja oposición entre nacionalistas y universalistas. En un castillo se pertrechaban los críticos de una subjetividad opaca y funcional de símbolos, mitos o arquetipos, ante la cual exaltaban una realidad mágica, multicolor y encantadora. En el castillo opuesto la realidad era vista como un horrendo campo de fuerzas y de poderes, y se proclamaba la necesidad de descubrir un rico tejido de significados escondido en el gris cemento de la vida cotidiana.

Desde luego, la descripción de esta querella no sirve para clasificar e interpretar las obras y las vidas de los intelectuales latinoamericanos. Se trata más bien de la puesta en escena de un drama ficticio que cada quien interpreta a su manera y que sirve como referencia para no perderse del todo en los laberintos de una América Latina en proceso de transición a la democracia y en el camino resbaloso que debía alejarnos de la condición desmoderna, como se me ocurrió llamarla. Yo pensaba entonces que el ensayo debía ser una puesta en escena y así fue como concebí La jaula de la melancolía, que se publicó en 1987.

Una forma diferente de analizar las querellas latinoamericanas me permitió señalar otras dos culturas: la de la sangre y la de la tinta. La cultura de la sangre gusta de invocar identidades éticas, nacionales o de grupo como si estuvieran inscritas profundamente en los cuerpos de sus portadores. En cambio, la cultura de la tinta busca en las escrituras una pluralidad de memorias que se pueden intercambiar entre diversas tradiciones y a lo largo del tiempo. Hay una tenue vinculación entre quienes exaltan la sangre y la cronopia barroca; y, por otro lado, entre los que cultivan las artes de la tinta y la famística descodificadora de estructuras. Quiero recordar que las imágenes sobre la sangre y la tinta fueron ocasionadas por el sorpresivo levantamiento guerrillero neozapatista en Chiapas, encabezado por el subcomandante Marcos, quien afortunadamente gastó mucha tinta en sus misivas y derramó poca sangre. No obstante, los neozapatistas hablaban en nombre de una cultura de la sangre y batían los tambores de la guerra. En aquella época, durante la última década del siglo xx, me manifesté como un defensor de la cultura de la tinta y como un crítico de la cultura de la sangre.2

La cultura de la sangre ha avanzado durante los años recientes, en parte debido a la erosión de las grandes teorías y el retroceso de las ideologías tradicionales. Acaso por ello mismo ha habido un cierto retorno al interés por las llamadas pasiones del alma, que hoy son exploradas por sociólogos, historiadores y antropólogos con tanto interés como se estudiaban antes las estructuras de poder, las clases sociales, las funciones políticas o los sistemas de parentesco. Desde luego, se trata de dos procesos diferentes. Una cosa es la exaltación política de emociones y sentimientos para sustituir las deficiencias de las ideas; y otra cosa muy diferente es el redescubrimiento de la importancia de las emociones en el seno de las mismas redes racionales que sostienen a las sociedades modernas. Y sin embargo es posible observar una confluencia entre los dos procesos. Esta confluencia es estimulada por nuevas tendencias intelectuales que han propiciado el auge del relativismo o del constructivismo y el desprecio por la búsqueda de objetividad y de significados. Se ha extendido una actitud que da primacía al significante sobre el significado y a la representación sobre lo representado. El estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos. El famoso dictum de David Hume vuelve a ser enarbolado por muchos: “La razón es y debe ser la esclava de las pasiones”.

En el seno de la tradición cultural que va de los cronopios barrocos a la exaltación sanguínea de las identidades creció un poderoso mito referido a una de las emociones más cultivadas y al mismo tiempo más temidas desde tiempos antiguos: la melancolía. Aquí podemos observar tensiones y sentimientos dolorosamente sufridos, que incluso llegan a crear estados mentales mórbidos muy peligrosos, y que confluyen con manifestaciones poéticas e intelectuales sofisticadas y refinadas, con actitudes, modas, representaciones artísticas o dramáticas de diversa índole. Estoy convencido de que las manifestaciones culturales, sociales, políticas y psicológicas que giran en torno de la melancolía constituyen un conglomerado mítico de una enorme importancia en la América Latina moderna y contemporánea. Basta recordar a ese enjambre de estereotipos que invade la cultura latinoamericana: gauchos tristes, poesía amarga, indios deprimidos, saudades urbanas, boleros quejumbrosos, tedios campesinos, andinos tristes, tangos nostálgicos y muchos otros más. Sin duda es posible ubicar y estudiar la presencia y expansión de otros conglomerados míticos que crecen, por ejemplo, en torno de emociones como la alegría, el miedo o el odio. Hay muchas texturas sentimentales que es importante explorar y entender.

La idea de una identidad melancólica con frecuencia fue acompañada de otro mito: el mestizo, ese ser híbrido que justamente por serlo demuestra una sensibilidad peculiar, una emotividad propia de situaciones de transición y de frontera. El mestizaje se ha ido convirtiendo en una noción cultural e incluso ideológica, pero no ha logrado desembarazarse completamente de su fundamento biológico. Este sustrato, visto desde la perspectiva científica de hoy, es racista e irracional. El mestizaje se ha referido tradicionalmente a la “mezcla” de razas, y aunque la idea de raza ha adoptado tonos culturales y sociales, no por ello ha perdido totalmente sus implicaciones biológicas. Así que la idea de mestizaje es sumamente incómoda. Hoy comprendemos que la clasificación de las razas fue un ejercicio fútil que no llevó a nada. Los estereotipos raciales se basaron en el color de la piel, la textura y el tono del pelo y algunos rasgos faciales, diferencias que no han sido confirmadas por el análisis de los rasgos genéticos. Quienes han intentado una taxonomía racial han llegado a mencionar desde 3 hasta más de 60 razas. Obviamente, las llamadas razas humanas son entidades completamente inestables e indefinidas. Además, no existe ninguna relación entre el perfil genético de las poblaciones y las peculiaridades del comportamiento.3

Hay que advertir que las exploraciones sobre el perfil sentimental de las identidades se enfrenta a un peligro peculiar: con frecuencia las investigaciones y críticas forman parte de las mismas texturas emocionales que se estudian. De hecho, es común encontrar manifestaciones del fenómeno que se investiga en los mismos estudios que lo abordan. Quiero poner un ejemplo que me parece sintomático e inquietante. Una de las manifestaciones de la cultura de la sangre se ha expresado como una interpretación fatalista y melancólica que contempla a América Latina como el aciago resultado del trauma fundacional de la conquista y la colonización. Desde los tiempos originarios América Latina habría sido un cuerpo vampirizado por los colonizadores europeos, como lo expuso con gran vehemencia Eduardo Galeano en su famoso libro Las venas abiertas de América Latina: “La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta”.4 No fue Galeano, por supuesto, el inventor de estas ideas, pero acaso fue quien propugnó por ellas con la mayor carga emocional.

No es necesario aquí adentrarse en el examen de las múltiples teorías sobre el colonialismo y el imperialismo. Quiero enfatizar el hecho de que nos han dejado una herencia de ideas que giran en torno de las teorías de la dependencia, del subdesarrollo, del tercermundismo o de la globalización, y que intentan explicar la situación de miseria y atraso en que vive la mayor parte de la población en América Latina, especialmente notable si se la compara con las condiciones que imperan en Europa y Estados Unidos. Independientemente de las sutilezas teóricas que cada interpretación maneja, se ha ido acumulando en la cultura latinoamericana la sensación de que vivimos una condición dramática desde el momento en que el continente fue herido por la colonización. El resultado de esta especie de pecado original ha sido un proceso trágico, como si las sociedades latinoamericanas hubiesen quedado predestinadas al fracaso. Es sintomático que en la potencia colonial, España, haya trascurrido un proceso similar. Me refiero a la expansión de esa sensibilidad triste y fatalista que se apoderó de la generación del 98 y que contaminó durante decenios la cultura española. El imperio español también fue visto como dominado por una fatalidad que llevaba al fracaso, a un destino doloroso. Se desarrolló el mito de las dos Españas, de un país escindido por una herida terrible que determinaba el curso trágico de la historia. El contexto cultural latinoamericano estaba impregnado por las actitudes de Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín y Ganivet, de tal manera que el terreno intelectual estaba abonado para que creciesen los sentimientos de identidades melancólicas lastradas por el peso secular del pecado colonial. A ello se sumaron las doctrinas leninistas, maoístas, tercermundistas o dependentistas que generaron un tejido emocional teñido de pesimismo. El optimismo apareció sólo en los momentos en que se creyó que corrían tiempos de cambio radical, como ocurrió después de la revolución cubana. Más recientemente, los triunfos del llamado socialismo bolivariano y la expansión de nuevas expresiones del populismo han inyectado en algunos la esperanza de que, pese a todo, la maldición colonial podía ser conjurada. Pero la previsible deriva de Cuba y de los países sudamericanos con gobiernos populistas hacia el capitalismo del que pretendieron escapar amenaza con sumir de nuevo a muchos en la tristeza ancestral.

En el centro de la cultura populista hay, más que un conjunto articulado de ideas, un ramillete de emociones dirigidas a curar la herida colonial y a exaltar la identidad nacional. Por ello las ideas socialistas puras y duras tienen que combinarse con el conjuro al espíritu bolivariano independentista invocado por los dirigentes populistas en Bolivia, Ecuador y Venezuela. Hay que recordar que la experiencia revolucionaria cubana acorazó el proyecto socialista con el espíritu anticolonial de José Martí. Este proceso tuvo una intensa carga emocional y sin duda logró separar el país del imperialismo capitalista. Pero para caer en algo mucho peor: las miserias de una larga dictadura. Como es evidente, las emociones se ligan a poderosas ideologías nacionalistas que en ocasiones cristalizan en eficientes redes de legitimación de sistemas políticos no democráticos. Posiblemente el caso más emblemático y complejo es el del México postrevolucionario, donde se afianzó durante más de siete décadas una peculiar dictadura que combinó ingredientes sentimentales sobre la identidad nacional con estructuras políticas autoritarias vagamente antiimperialistas y supuestamente revolucionarias.

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1 Mi intervención fue publicada como “Entre el desencanto y la utopía” en Oficio mexicano, 2ª edición, conaculta, México, 2003.
2 Véase mi libro La sangre y la tinta. Ensayos sobre la condición postmexicana, Océano, México, 1999.
3 Véase el excelente libro de L. Luca Cavalli-Sforza, Paolo Menozzi y Alberto Piazza, The History and Geography of Human Genes, Princeton University Press, Princeton, 1996.
4 Primera edición de 1971, edición revisada de 1980, Siglo xxi, México.

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