Primera de dos partes
Las voces de la ciudad se tienden sobre el aire y claman. Sus dueños las despliegan como parvada sonora imposible de ignorar. De textura única, cada una es a lo lejos sólo un rumor, pero juntas se tornan estruendo multicolor cuando se les tiene cerca. Son los gritos de venta que se ofrecen al transeúnte, hilos de palabras que tejen adjetivos para embellecer aquello que traen a la venta.
A este grito se le llama a menudo “pregón”, pero el término no es preciso. El pregonero era en la antigüedad un personaje apegado a la ley, al servicio de ella, aquel que comunicaba los mensajes de la autoridad para que el pueblo los conociera. Pero resulta más favorable el término “grito de venta”, en lugar de “pregón”, dado que el pregonero servía al poder, y los vendedores ambulantes no podrían estar más lejos de la ley. Las autoridades han sido siempre enemigas del comerciante ambulante, y lo asedian con decretos que priorizan el flujo del tráfico, que las plazas se vean limpias, el transporte público sea ordenado, los peatones quepan en las banquetas. Pero como siempre han hecho, los vendedores insisten en seguir existiendo, y se rebelan con su simple presencia y sus innovadores métodos de supervivencia en contra del control gubernamental sobre la calle.
El orden y progreso de la urbe lucha así, día a día, contra el caos natural, y olvida casi siempre que en el pasado la urbe sobrevivía en parte gracias al vendedor ambulante. Tan simple como pensar en la venta del agua antes de que existieran tuberías bajo la ciudad. Pero hoy en día la deuda histórica con el ambulante se olvida. Sus gritos sobreviven siempre al borde de la ley, con bocinas escondidas en mochilas, hilitos atorados a trapos que acomodan la mercancía y que con un jalón se convierten en morrales inconspicuos, con el chiflido clave y los radios de onda corta con los cuales se advierten entre vendedores de la llegada de la policía. “¡Ahí vienen tus primos! ¡Trece, trece! ¡Muéeevanse, muéeeevanse, muévanseeeee!”. Los métodos para sobrevivir a un “operativo” son tan infinitos como el legado de los vendedores que les huyen. Los hilos de comunicación que unen a los vendedores para garantizar el escape evocan a las redes de comercio inmemoriales que los convierten en expertos de la comunicación pública.
La red esparcida del grito quiebra el silencio y apresa a oídos ajenos; es siempre en la voz donde la venta comienza y donde al cliente se le convence. Sólo hasta después aparece la imagen del producto a comprar, acompañado del manoseo y magulleo propio de la transacción monetaria callejera. Para vender primero hay que saber gritar, y el vendedor ambulante, como comerciante independiente, lo sabe más que nadie. El grito es la vida, y sin él su producto es débil. La plétora de tonos en los gritos de venta es tan diversa como los productos que venden. Cada una con ritmos musicales únicos que asisten en la repetición constante del mensaje. Las letras se deforman y las sílabas se alargan. El lenguaje muta en la expresión oral de venta, en un proceso mediante el cual la modulación, entonación e inflexión de la voz, ayuda a hacer la repetición menos cansada y al mensaje más seductor.
El grito de venta está siempre definido por el objeto. Algunos gritos de venta incluso no son voz humana, sino voz de objeto. De cierta forma el ambulante en sí se ve siempre eclipsado por el objeto que vende, como bien refleja la serie Ambulantes de Francis Alÿs, donde el rostro que evoca el grito desaparece, y pareciera que es el objeto mismo, la masa de globos, la que gritara.
Otro caso de objeto de venta eclipsando la identidad del vendedor es el camotero, cuyo silbido es producido por su carrito de camotes y no su voz. Lo mismo con el afilador y su flauta de silbido distintivo. Los músicos ambulantes son el mejor ejemplo de este fenómeno, los más famosos siendo los organilleros. Pero el ejemplo más extremo del objeto con voz es el grito de venta que es grabación. El grito de venta verdadero, que surge de la garganta humana, dura sólo mientras aguanta la voz. Son fugaces y su duración se mide en alientos. Pero hay otros gritos durarán la vida entera al ser grabados y reutilizados. La misma voz repetida infinitamente, el mismo grito de venta reproducido y vendido en puestos de tianguis, distribuido entre vendedores, como la grabación de los tamales oaxaqueños que ya todos nos sabemos de memoria, “Lleveeeeeeee sus ricooooooos tamaaaaaleees Oaxaqueñooos…”. He ahí un grito de venta que ha marcado a una generación.
El estudio de las letras frecuentemente ignora la importancia de la expresión oral. Explorar el grito de venta como género de nuestra oralidad da nueva fuerza al reconocimiento de que la cultura de las letras no se basa exclusivamente en lo textual. Los gritos de venta, como muchas otras expresiones orales, son miembros de una estirpe literaria cuyo valor reside en el hecho de que no necesariamente se escriben, sino que se escuchan. La palabra en el grito de venta se caracteriza por ser un fluido mutable y vacilante. En su pausada improvisación se convierte en rítmica letanía; clamores, mensajes, los gritos de venta en realidad son canciones.
Este texto fue producido con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del PBEE.