La vida de Leonora Carrington asemeja su obra en al menos un modo: algo tiene de volátil, algo de inmaterial. Como si, proveniente de Inglaterra, hubiera estado en México solamente en espíritu, o sólo en cuerpo. Como si, proveniente de una fantasía superior, nunca encarnara del todo en la realidad.
¿Quién fue Leonora Carrington? A lo largo de una existencia vibrante, varias Leonoras convivieron dentro de una sola; aparecieron y desaparecieron, pero sobrevivió la toral: aquella que defendió su libertad, su mundo interior y sus convicciones. Esta Leonora se desarrolló frondosa e imponente como una ceiba y fue la columna que sostuvo y, en su momento, dejó ir a las otras.
Leonora, la niña-caballo
Leonora Carrington se sentía presa en casa. Desde la mirada de la niña salvaje e imaginativa que era, Harold, su padre, representaba la rigidez. Su ley eran las reglas que imponía a sus tres hijos varones y a Leonora. Carrington, protestante angloirlandés, heredero de un emporio textil que fundó su padre, era dueño del castillo inglés que habitaba y también de los destinos de quienes allí moraban, fuesen grandes o pequeños, nanas o institutrices, caballerangos o sirvientes. Tanta gente alrededor y cuánta soledad en Leonora.
Quizá por eso la pequeña, nacida el 6 de abril de 1917, se fugaba de la realidad de Crookhey Hall, la mansión localizada en Lancashire. Era un castillo gótico, de altas y oscuras paredes, de chimeneas interminables y muros como cárcel que provocaban en la niña estremecimiento y pesadillas. La madre de Leonora, llamada Maurie, era una mujer católica originaria del sur de Irlanda; a ella también le tocaba obedecer las órdenes.
Desde pequeña, Leonora aprendió a montar, primero un pony y luego una yegua. Se identificaba con los animales, decía que podía entender su lenguaje. Percibía que en su interior era un caballo y su deseo era galopar a campo traviesa y sin que nadie la detuviera. Su origen celta, así como los cuentos que le relataba su nana irlandesa, la dotaron de imaginación y rebeldía. No le costaba trabajo escaparse mentalmente de la cotidianidad. De esa manera huía; navegaba y se iba lejos, tras las hadas y los shides, esos duendes gaélicos que, según el folclor celta, viven en el corazón de la tierra. En esas historias mágicas y en el horror de su castillo —dicen los que saben— está el origen de la Leonora que quiso ser pintora.
Leonora rebelde
Desde los diez años estaba convencida de que no deseaba ser una chica casadera ni aprender a bordar ni tocar el piano. En su cabeza revoloteaban pájaros, duendes, caballos alados que pataleaban por salir transformados en arte. Pero el padre de Leonora no aceptaba que quisiera ser pintora. No iba a ser fácil que esa niña apegada a su madre, a su nana y a su miedo remontara la autoridad paterna. Por el contrario: su conducta le acarreaba regaños.
Para sacarla de su mundo y someterla a lo cotidiano, su padre la envió en dos ocasiones a internados de los cuales la echarían por “inadaptable”. Así fue su vida hasta los quince años de edad. Las monjas la creían lunática porque escribía con ambas manos y al revés, en espejo.
Ya en la adolescencia, los papás la mandaron a Florencia para que aprendiera buenos modales; la preparaban para el matrimonio. Ella no quería eso, mejor se escapaba a los museos. Luego ingresó a un colegio para señoritas en París, ciudad en la que se llenó los ojos de más pintura. Leonora seguía siendo impetuosa y a todos decía sus verdades, pero en su interior surgía una joven convencida de que el arte era su lenguaje. Y buscó la manera de hacerla nacer.
La Leonora enamorada: el amor loco
La adolescente rebelde quedó atrás el día en que se enfrentó a su padre y logró arrancarle una promesa: la dejaría ir a Londres a estudiar pintura, pero ella tendría que arreglárselas sola; él no aportaría dinero. Así ingresó a la Escuela de Arte de Chelsea.
La nueva Leonora, la pintora en construcción, floreció a partir de ese paso. Quería aprender a dibujar bien y entró a la academia del cubista francés asentado en Londres, Amédée Ozenfant, quien la disciplinó hasta que dominó el pulso y el trazo. Pronto empezaría a plasmar en la tela sus sueños y pesadillas. A la par y sin saberlo, iría al encuentro de la pasión y el amor, personificados en el surrealista Max Ernst, a quien conoció en Londres, en 1937, en una exposición. Max, talentoso, bello y seductor sacudiría su corazón y su vida.
Él era la antítesis del buen partido: estaba casado, le llevaba veintiséis años, tenía un hijo casi de la edad de ella y, para colmo, era enamoradizo y le gustaba vivir de las mujeres. Contra toda recomendación, Leonora se enamoró. Al enterarse, el padre puso el grito en el cielo. Desafiándolo, a los veinte años de edad viajó a París para alcanzar a Ernst y vivir con él.
En Max, Leonora encontraba un hombre, pero también al padre comprensivo que no tuvo. Era Ernst quien la impulsaba a no tener miedo de su imaginación y a plasmarla en la tela. También con él empezó a conocer la gozosa libertad.
Para vivir su amor y su pintura, la pareja dejó el mundanal ruido. Salieron de París a fin de alejarse de las amenazas de la esposa de Ernst, a quien él parecía no querer dejar, pues era una influyente galerista. Los enamorados se instalaron en una comuna cercana a Montpellier, Saint-Martin-d’Ardèche, en una casa donde se dedicaron a cultivar viñedos, a pintar y a amarse sin horario. Vivieron allí casi un año. Fue en ese tiempo que Leonora expuso por primera vez al lado de los surrealistas; tanto en Ámsterdam como en París colgaría su cuadro The Meal of Lord Candlestick.
Transcurría el año de 1938 y la Segunda Guerra Mundial cercaba al mundo y a la pareja: Max era un alemán en territorio francés. Luego de un intenso asedio, la tropa llegó a la casa y lo condujo a un campo de concentración. Angustiada, Leonora buscaba ayuda y se desesperaba al no poder sacar a su amante del encierro. Después de una crisis nerviosa por haber perdido a Max, el centro de su cordura, cayó en una depresión que la condujo a beber en exceso y a cometer excentricidades que sus vecinos leyeron como actos de locura. Delgada, con los ojos extraviados, iba y venía por el pueblo en busca de ayuda. Alterada, pues no sabía vivir sola, Leonora abandonó esa casa que su madre le compró y en la que Max y ella pintaron en los muros. Hasta hoy, el sitio conserva un relieve que hicieran ambos, en el cual él aparece bajo el nombre de su alter ego, LopLop, y ella como La esposa del viento. Allí Leonora también escribió su primer relato: “La casa del miedo”, en 1938, ilustrado por Max.
La Leonora enloquecida
La noticia del mal estado de Leonora llegó hasta sus padres, quienes enviaron a conocidos de ella para que la condujeran a España. En Madrid la internaron en un sanatorio pero, al no mejorar, un médico la trasladó, con autorización del padre, adonde se alojaban aristócratas que perdían el seso: el hospital psiquiátrico de Santander. Allí permaneció meses, tratada con Cardiazol, un fármaco que actúa sobre el metabolismo del cerebro; el químico le provocaba convulsiones y la ausentaba de sí misma por instantes. Según la novela Leonora, escrita por Elena Poniatowska, los médicos escribieron en el expediente que su demencia era “incurable”. La propia Leonora relató esa temporada que pasó en el infierno en su libro Memorias de Abajo, en cuya primera edición —de 1944— decía que los soldados intentaron violarla. En la versión que corrigió en 1988 reconoció que sí fue violada, por un soldado tras otro.
Cuatro meses duraría el encierro. Rechazaba la ayuda de médicos y enfermeras, extrañaba a Max y hacía desmanes por los cuales la castigaban; poco a poco, sin embargo, se dio cuenta de que debía cambiar si quería salir viva. Una nueva Leonora empezaría a gestarse, en busca de la salud. Al fin, la transfirieron al piso de “Abajo”, un pabellón al cual llegaban los pacientes que mejoraban. Para ella, “Abajo” era la antesala de la libertad.
La Leonora que huye
Bajo custodia de una enfermera, Leonora dejó el manicomio. Viajó a Madrid, donde —por un enviado de su padre— se enteró de que la confinarían en un psiquiátrico en Sudáfrica. Sola, en un país donde no tenía amigos, en el hotel que la hospedaba, providencialmente se topó con Renato Leduc, el poeta mexicano que conoció en París años atrás.
Era 1940. Angustiada, le imploró ayuda. Él le dijo que lo buscara en la Embajada de México en Lisboa. Ella se enteró por su custodia que para llegar al encierro en Sudáfrica harían un alto en Portugal.
Una nueva rendija a la libertad se entreabría y Leonora no la dejaría pasar. En Lisboa, con el pretexto de comprar unos guantes, se dirigió a una tienda y huyó de sus cuidadores por la puerta trasera.
Corrió. Sofocada y sin aliento, buscó la Embajada de México. Allí encontró a Leduc, quien la protegió y ayudó a recuperarse. Se convirtieron en pareja. Leonora necesitaba a Renato, él era su tabla de salvación para cruzar el Atlántico una vez que se hubieran casado. Ya como esposos viajaron a Nueva York, donde a él lo esperaba un empleo en el consulado mexicano; a ella, nuevas sorpresas, incluso antes de partir.
Cuando ya el pasado se vislumbraba como eso, en una calle de Lisboa, Leonora se reencontró con Max Ernst. Él, como tantos otros, ansiaba dejar Europa. Ernst y su nueva pareja, la millonaria Peggy Guggenheim, volarían a Nueva York; con ellos se irían otros surrealistas. Renato y Leonora se embarcaron en el Exeter. Arribaron a la Gran Manzana, donde ella coincidió de nuevo con Max en una galería. Volvió a verlo en reuniones de amigos.
Leonora vivía una encrucijada. ¿A quién amaba, a Renato o a Max? ¿A quién debía seguir? ¿Dónde estaba en verdad su corazón? Renato vivía para ella; Max habitaba en una galaxia; Renato tenía un pie en la tierra y el otro en la bohemia. Lejos ya de Europa, ella bien podría haberse separado de Renato y quedarse en Nueva York con Max. ¿Por qué siguió a Renato?
Años después confesó: “Me casé con Renato para huir del manicomio”. Él me dijo hace más de dos décadas: “No amé a Leonora, el matrimonio fue para que ella pudiese salir de Europa”. Quizás ése fue el acuerdo inicial pero, con el tiempo, en esa relación hubo fuego. Y Leonora optó por Renato y por México.
La Leonora madre
México volteó al revés a esta mujer inglesa. “El solazo del sol”, como diría Pellicer, la deslumbró; la intrigó el andar suave y el habla dulce de los mexicanos. Comidas como el mole y el chocolate, tan exóticas para ella que tomaba té por la tarde, enraizaron en su paladar, seduciéndolo.
Renato era su hombre, pero su manera de ser la alentaba poco a pintar, tarea que había dejado desde que perdió a Max. En Nueva York, en 1942, se montó una muestra de su obra en la Galería Matisse y participó en dos colectivas; además, una de sus obras se colgó en el Museo de Arte Moderno en 1943. En México, volvió poco a poco a retomar sus pinceles, pero no expondría sino hasta 1956.
Pintar le costaba trabajo. No hallaba su centro y sentía que se había equivocado en su decisión de venir a México. La depresión la atrapaba. Como cuenta Poniatowska en Leonora, ante la soledad que vivía, la artista acudió a la embajada de su país. Fue un acierto ya que pudo relacionarse con artistas europeos refugiados aquí.
En México conoció a otros surrealistas: Wolfgang Paalen y Alice Rahon. Luego, como una aparición digna de sus pinturas, Leonora reencontró por la calle a Remedios Varo, a quien había conocido en París y con quien tenía afinidad absoluta. La Varo protegería a Leonora y la convidaría de sus amigos Kati y José Horna, ella fotógrafa, él escultor, ambos españoles que dejaron su patria al inicio de la Guerra Civil. Leonora renació al lado de esas amistades y volvió a pintar. También empezó a hacer muñecas de trapo. De ellas habló en los años ochenta con Elena Urrutia, quien luego lo explicó así:
Su necesidad o su deseo de crear muñecas le viene de un lugar muy arcaico. No sabía bordar, y como tenía ganas de hacer un personaje bordado se puso a inventar […] y empezó a producir una puntada que años después descubriría en un libro justamente la crewel point (puntada o punto de ovillo): “Una puntada que hacían hace siglos los escandinavos o los celtas, ¡qué extraño!, de la época en que los normandos invadieron Inglaterra”. Leonora me muestra una muñeca en proceso de confección cuya figura está ya delineada en la tela previamente teñida con té y de la cual el bordado, una especie de rosetón de vivos colores minuciosamente labrado con el punto de ovillo, ocupará el lugar del pecho, del corazón. Para la autora, la muñeca es algo muy ligado al ser humano y probablemente a la mujer, y esto desde siempre. De niña hacía muñecas de barro y más tarde empezó a crearlas de nuevo, cerca de la época en que nació Gabriel. Le hizo una sirena de terciopelo rojo con muchas bolsas que imitaban escamas, tal vez.
La relación entre Leonora y Renato empeoraba. Al fin, ella decidió separarse cuando obtuvo la ciudadanía mexicana. En casa de Remedios había conocido ya a quien sería el padre de sus dos hijos: el húngaro Imre Emerico, Chiki, Weisz, fotógrafo de prensa que trabajó con Robert Capa en el frente de guerra en España.
Con este hombre marcado por la guerra y los campos de concentración, Leonora empezaría otra etapa a partir de 1946. Con él se convirtió en madre, una experiencia que la transformó. Se lo dijo a Urrutia: “Fue algo estremecedor, una gran conmoción. […] No tenía idea de que iba a poseerme un instinto maternal tremendamente fuerte, no había tenido ningún indicio de ello antes de que nacieran mis hijos, pero fue algo que emergió de las profundidades”.
Leonora integraba a sus hijos en su creación. Como apuntó Elena Urrutia en su texto de La Jornada Semanal en 2001, Gabriel y Pablo aparecieron en un cuadro que pintó en 1953, “las únicas figuras realistas, junto con un par de perros blancos, en medio de figuras surrealistas, al que titula: Y entonces vimos a la hija del Minotauro”.
Transformada por la maternidad, se despojó de rémoras que le impedían avanzar; a partir de esa época empezó a explorar el tapiz, la gráfica, la escultura, y continuó con la escritura; creó obras narrativas y de teatro. Con inagotable energía, Leonora pintaba y sus hijos revoloteaban cerca. Una anécdota la retrata: una noche, uno de sus niños entró al taller; ella le pidió con un ademán que guardara silencio: estaba tratando de captar el vuelo de un búho que rondaba por el patio.
La Leonora que se reencuentra
Leonora aceptó otros retos. El más complejo, en 1963, fue el de pintar el mural El mundo mágico de los mayas para el Museo Nacional de Antropología e Historia. Más adelante esa obra fue trasladada al Museo de Antropología de Chiapas. Antes, en 1957, había colgado sus cuadros en una exposición individual en la Galería de Arte Mexicano. En 1965 hizo otras tres en galerías nacionales y una más en la sala principal del Palacio de Bellas Artes. En 1969 sus telas fueron a París y en 1987 conquistaron Nueva York.
Esas fueron sus décadas doradas que culminaron en los ochenta. Eran los tiempos en que sus óleos mostraban más luz, más misterio, más riqueza. Son también las épocas de ver crecer a los hijos y pintar bajo el mecenazgo del millonario Edward James. Son los días de sus obras teatrales, como La pijama de franela y Penélope.
Leonora se arraigó al país y a su casa de la colonia Roma. En dos ocasiones dejó esta tierra: una en 1968, luego de la matanza de Tlatelolco, y otra en 1985, a causa del terremoto. Ambas veces fue a Nueva York, trabajó en talleres y expuso. Volvió en los noventa, cuando la edad le empezaba a pesar. Fue una característica suya estar en un sitio añorando otro. Imaginaba, tal vez, que en otro lugar la felicidad la esperaba. ¿Habrá sido feliz en México? Quién sabe, tal vez no. Decía que sobrellevaba la realidad trabajando. Se lo confió a Emilio Payán y Saúl Villa, en 1998, para La Jornada Semanal: “Mi trabajo sí me importa, porque si no lo hago no sé qué hacer conmigo. Podría ocuparme de las plantas, pero ellas se ocupan de sí mismas, y la cocina no me gusta y me da dolor de espalda”.
Antes de cumplir los setenta años, Leonora se sentía vieja. A Elena Urrutia se lo dijo en 1986: “‘Ahora soy una mujer vieja’ […]. Señalaba entonces que el miedo y la vergüenza parecían ser los sentimientos dominantes entre las personas de edad, pues las llevan a decir que nadie iba a quererlas porque ya estaban viejas”.
En 2001, cuando Urrutia volvió a visitarla, Leonora retornó al tema con optimismo: “Ahora lo que me siento es más vieja y cada día que me despierto estoy contenta pero al mismo tiempo me extraño de estar viva y amanecer otra vez. Uno puede seguir aprendiendo hasta yo no sé cuándo”, remató.
Los años previos a su muerte, Leonora conoció de homenajes, del Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2005 y de la exhibición de sus esculturas en el Paseo de la Reforma. Un museo como el Metropolitano de Nueva York colgó dos cuadros suyos en la exposición titulada “Surrealism, Desire Unbound”. En Gran Bretaña obras suyas participaron en “Angels of Anarchy: Women Artists and Surrealism” en la Manchester Art Gallery y en “Surreal Friends”, que tuvo lugar en la Pallant House Gallery en Chichester, en 2010.
Rechazaba las entrevistas, pero en 2002 le concedió una a Lorena Crenier y a Susana Cato. La encontraron leyendo, a sus ochenta y cinco años, acerca de una expedición al Ártico. Desde la oscura cocina de su casa les dijo: “Antes los pintores expresaban lo que veían dentro, hoy huyen del caos mirando hacia su interior, y encuentran lo mismo, caos”.
Las obsesiones de Leonora giraban ya en torno a la muerte. Lo comentó con Payán y Villa, en cuyo taller hizo la serie El libro negro, que consta de diecinueve grabados inspirados en poemas de su hijo Gabriel Weisz. Al preguntarle sobre su papel en la historia del arte, dijo: “Lo rechazo, porque me acerco a la muerte y me da miedo morir. Tal vez soy cobarde, porque yo no sé lo que pasa cuando uno muere, y la historia ya no me va a importar una vez que esté encerrada, a mí qué más me da la historia”.
En agosto de 2009, a sus noventa y dos años, Leonora dio la que tal vez es su última entrevista. Fue a Rachel Rickard Straus y Ruth Maclean de The Independent. Ya le enfadaba recordar. Cuando le preguntaron cómo se sentía, dijo: “Extraño Inglaterra”. Y, mientras saboreaba su Earl Grey tea, agregó: “Aunque es probable que lo que esté extrañando sea el pasado”.
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ELVIRA GARCÍA ha publicado reportajes y entrevistas en más de treinta medios impresos. Como columnista, ha escrito sobre la situación de los medios de comunicación en distintos diarios. También es conductora, productora y guionista de radio y televisión.