Para elegir quince obras entre la producción dramática de varios siglos de historia es necesario renunciar a cualquier pretensión de cientificidad, exactitud analítica o aun de objetividad. Sólo queda el recurso del propio gusto y de la muy personal historia teatral.
¿Por qué ésta sí y muchas otras no? Porque honestamente dejó huellas profundas en mi propio imaginario. Nada más. No puedo asegurar que a otro le haya pasado lo mismo y, mucho menos, proponer que sea esa obra la que deba ser leída por encima de las otras. Siempre he temido a la preceptiva y he creído, por el contrario, que las grandes teorizaciones nunca han sido hechas con ánimo canonista.
Así, en mucho, mis quince obras trazan una posible ruta cultural e inclusive un mapa de los sentimientos y las aficiones que me han traído hasta el que ahora soy.
Sin embargo, por subjetivo y caótico que resulte el recuento, requiere algunos criterios. En primer lugar, el cronológico. No me fue tan difícil establecer los orígenes: parto del momento en que puedo yo hablar de dramaturgia mexicana, aun cuando desmienta al maestro Usigli que niega la mexicanidad de Juan Ruiz de Alarcón.
Más difícil me resultó trazar el límite último del recuento. Primero pensé detenerme en un autor nacido en 1945 porque esa fecha corresponde casi a la mitad del siglo XX; es, en lo internacional, el año de la Bomba de Hiroshima, así como, en lo nacional, el final de los gobiernos militares de la Revolución. Pero decidí ir justo a la mitad del siglo y empatar mi selección con la irrupción de tres dramaturgos norteños llegados, respectivamente, de Sinaloa, Chihuahua y Sonora.
Empato así mi recuento con la consolidación del PRI, es decir, del “cachorro de la revolución”, Miguel Alemán, y de la aceptación tanto de la entelequia nacionalista como del oxímoron de una revolución institucionalizada. Así, mi último autor nació en 1951, ya en el final del sexenio alemanista y en el principio del lema ruizcortinista de “trabajo fecundo y creador” que inauguró la vaciedad ideológica y una ambigüedad capaz de convertir en patriótico cuanto sirva a los intereses de un partido ya no de generales sino de caciquismo civilista.
En resumen, las fechas de nacimiento de mis autores elegidos van de 1581 a 1951. Arco en el tiempo de 370 años, que, geográficamente, parte de Taxco y llega a Hermosillo.
1 Las paredes oyen
de Juan Ruiz de Alarcón.
Se ha dicho bien que Don Juan de Mendoza es el alter ego de su autor. Frente a la vaciedad del donjuanismo y las fanfarrias del hermoso héroe lopista es el ser humano auténtico, de profundas lealtades. Y anuncia, por lo mismo, la llegada a escena de un criollo cansado de los desprecios peninsulares, capaz de alzar su voz y de dictar su propia cátedra.
2 El divino Narciso
de Sor Juana Inés de la Cruz.
No es sólo el auto sacramental de Sor Juana el broche de oro para un género prohibido por el despotismo ilustrado de los borbones. Es también, en la Loa que lo antecede, toda una demostración del sincretismo que Sor Juana vivió profundamente. Para Sor Juana, la sangre de Huitzilopchtli prefigura la sangre del Dios de los cristianos.
3 La venganza de la gleba
de Federico Gamboa.
No hay nada memorable para mí ni en el neoclásico que nos fuera impuesto tras la persecución de lo barroco ni en el romanticismo que tampoco supo darnos voz. Hasta una extraña contradicción me reencuentro con la dramaturgia, cuando un porfiriano, Federico Gamboa, fue quien anunció con toda claridad el conflicto y quien puso el teatro a la altura de la que sería la novela de la Revolución.
4 El gesticulador
de Rodolfo Usigli.
En cambio, un dramaturgo formado en la Revolución resultó el más acervo crítico de las mentiras sobre las cuales se va a fundamentar el nuevo Estado. La obra de Usigli define el régimen que imperará por décadas y un estilo que llega a nuestros días. Sus cuestionamientos morales e ideológicos resultan aún válidos.
5 La guerra de las gordas
de Salvador Novo.
Esta obra, en apariencia menor, es una muestra del desenfado y la voluntad provocadora de Novo. Él mismo es enfático: “No me propongo allegar historia, sino crear de ella teatro”. Y un teatro que contradice la seriedad con que se acercara él mismo al mundo indígena. A partir de las crónicas produce este mural entre soez y alegre que roza lo esperpéntico.
6 El cuadrante de la soledad
de José Revueltas.
Por fin llega a la escena, ya en 1950, la obra de un dramaturgo revolucionario que es también una de las más altas cimas de nuestra narrativa. Con escenografía de Diego Rivera y dirección de Ignacio Retes, la mirada marxista del autor choca con el dogmatismo del Partido Comunista, que lo obliga a terminar temporada en pleno éxito.
7 Moctezuma II
de Sergio Magaña.
Muy difícil elegir entre la tragedia del emperador de los aztecas, vuelta profecía del México moderno, y la otra obra maestra de Magaña, Los signos del zodiaco. Se trata de nuestro dramaturgo mayor y de dos productos señeros. Sin embargo, elijo la tragedia de un rey incomprendido por su tiempo y por la historia, porque la voz del autor llega a tonalidades que tal vez ningún dramaturgo ha podido alcanzar.
8 Yo también hablo de la rosa
de Emilio Carballido.
La producción del maestro Carballido fue múltiple y variada. Abarcó mucho y llevó sobre todo el teatro costumbrista a la calidad más alta. Sin embargo esta obra, el pequeño drama de dos niños, visto a la manera de Rashomon, queda en mi memoria como sinónimo del más inteligente Carballido.
9 La señora en su balcón
de Elena Garro.
Ave de tempestades hasta el último momento, la placidez que sugiere el título de esta obra resulta sobre todo irónica. La señora era un volcán y una de las plumas más importantes del teatro mexicano. Lo único difícil fue elegir esta obra suya teniendo también en la memoria la maestría de su Felipe Ángeles.
10 Los albañiles
de Vicente Leñero.
Novelista que llegó al teatro hasta 1968 ya con un Premio Biblioteca Breve, Leñero vino a convertirse en uno de nuestros dramaturgos mayores. Los albañiles fue la novela premiada y Leñero la adaptó para la escena. El resultado fue una obra espléndida y plenamente teatral fija en mi memoria también por haber participado en su puesta como actor.
11 Las adoraciones
de Juan Tovar.
La tragedia de Don Carlos, cacique de Texcoco, marca uno de los muchos registros con que Tovar se ha acercado al teatro histórico. Tal vez sea por el ascendiente shakesperiano que reconozco en esta obra pero es la que me resulta más entrañable y mejor lograda. Aunque La madrugada o Manga de clavo sean también grandes momentos.
12 El jefe máximo
de Ignacio Solares.
La “presencia de lo invisible” ha sido una obsesión en la obra de Solares (es el título de su más reciente libro) así como los encuentros que nunca se dieron y tal vez hubieran cambiado la historia. A partir del espiritismo del anciano General Calles y de la visita del Padre Pro al cual asesinara, Solares construyó una obra memorable, cuya puesta supuso para mí una aventura teatral definitoria.
13 El jinete de la Divina Providencia
de Óscar Liera.
Nacido en pleno alemanismo y después de Hiroshima, el sinaloense Óscar Liera irrumpió en la escena teatral con una fuerza y una rapidez que lo hicieron realmente una leyenda, casi como el héroe laico sobre el que construyó su obra. Un Jesús Malverde, bandido antiporfirista que daba a los pobres, hoy raptado por el imaginario lamentable del narco.
14 Voces en el umbral
de Víctor Hugo Rascón Banda.
Autor prolífico, muerto antes de tiempo, como Liera, entró al teatro con la obra que a mí me parece la mejor dentro de su producción, Voces en el umbral. Llena de la fantasmagoría de las viejas consejas pueblerinas y de la voz rarámuri, un encuentro imposible de razas, prohibido por la ideología paterna, se convierte en una pieza teatral inolvidable.
14 Más encima el cielo
de Sergio Galindo.
Nacido en 1951, en las postrimerías del sexenio alemanista, Sergio Galindo ha dado voz a la serranía sonorense en la imagen de un pueblo que fue inundado para la construcción de una presa. Varias son las obras que componen el extraordinario mural sobre un pueblo victimado en aras de un progreso que no ha llegado nunca.
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En su variada vida como artista, JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ (Ciudad de México, 1945), ha transitado de los escenarios teatrales, en los que ha sido actor y director premiado, a la escritura de textos dramáticos —entre ellos Jubileo (1989), La cueva de Montesinos (1995) y La Rodaja (1996)— y, finalmente, al espacio íntimo de la creación poética. Producto de esta última faceta son los libros Ritual de estío (1970), Imagen protegida (1975), Figuras del Pantheon (1984) y Supino rostro arriba (1999). Ha incursionado también en el género del ensayo, con Pánico escénico (1997) y Nueve reflejos en los Siglos de Oro (2001), entre otros títulos. Enríquez es además editor, promotor cultural y, sobre todo, maestro fundamental de varias generaciones. Si deseas contactar al autor escribe a [email protected]