Hoy que Europa enfrenta una de sus mayores pruebas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el vacío que ha dejado un pensador como Semprún se siente más que nunca. Su vida sintetiza algunos de los capítulos más infames de la historia europea, pero también mucha de su sabiduría. Hay en ella lecciones que no deben olvidarse.
Jorge Semprún falleció el 7 de junio de 2011, no mucho antes de cumplir 88 años. Pero como pocos europeos, es preciso decir que vivió varias vidas, y todas con tal intensidad que algunas requirieron diferentes nombres, y diferentes lenguas: por supuesto, la materna es la española; además, de niño, una institutriz alemana le enseñó su idioma. Se da el lujo de tener una institutriz porque no hay que olvidar que los apellidos de nuestro personaje son de abolengo: Semprún Maura. La familia huyó de España a Francia en septiembre de 1936. Llegaron también a Francia el padre —José María de Semprún y Gurrea— y su segunda esposa Anita (la madre de Jorge, Susana Maura, había fallecido a principios de 1932). De modo que Jorge Semprún llegaba a Francia con 12 años de edad. Muy pronto dominó el alemán, lo mismo que el francés, que aprendió en Francia y que fue la lengua en la que escribió casi toda su obra. Digo todo esto no sólo para resaltar las dotes intelectuales que desde niño lo acompañaron, sino las profundas diferencias culturales del escritor: tanto que uno era el Semprún que dominaba el francés y otro el que dominaba el español y el alemán. Si entendemos que cada lengua es un ente vivo, un sustrato cultural, quizás el más importante, entonces podemos admitir que Semprún incorpora tres vidas, las de sus respectivos lenguajes.
Él mismo alude a estos asuntos cuando explica por qué escribe en francés y qué ocurre con el español:
A veces, pero sin duda era sólo para tranquilizarme —o para tranquilizar a las personas a las que me dirigía, y al mismo tiempo para evitarme explicaciones demasiado largas y ociosas—, decía que para mí la lengua francesa era lo único que se parecía a una patria. No era, pues, la ley de la tierra ni la ley de la sangre, sino la ley del deseo la que en mi caso resultaba decisiva […].
Evidentemente, no por eso había olvidado el español. Seguía allí, presente-ausente en una especie de coma, de existencia virtual, privado de valor de uso y comunicación.1
El alemán le sirvió sobre todo para estudiar el marxismo pero también diferentes filosofías y, desde luego, la literatura alemana.
Para entender a Semprún, creo, hay que partir de su confinamiento en el campo de concentración de Buchenwald, a raíz de su captura como partisano en el grupo Jean-Marie Action. Ahí su vida respondía al nombre de Gérard Sorel, que conservó en Buchenwald, o simplemente al de “El Español”.
Este confinamiento marca su vida para siempre y en todos sentidos. En un artículo aparecido unos días después de la muerte de Semprún, el gran periodista y ensayista Jean Daniel, fundador de Le Nouvel Observateur, inicia con un epígrafe del propio Semprún que explica lo que estoy diciendo: “A la hora de la verdad, cuando insisten en saber si mi patria es el español o el francés, me entran ganas de responder: tengo el numero 44 mil 904 grabado en mi cuerpo desde que me deportaron a Buchenwald”.2
A la hora de la verdad, Semprún afirma que más allá de cualquier experiencia está su deportación a Buchenwald. Existen dos documentos escritos y leídos por Semprún que no vacilo en calificar de estremecedores: el primero es la intervención del escritor en 2005 a los 60 años de su liberación de Buchenwald, realizada en el Teatro Nacional de Weimar, según recuerda él mismo; la segunda data de cinco años después.3
Comienzo con la segunda intervención, que conmemora el 65 aniversario de la liberación de Buchenwald. El comienzo es muy escueto: “El 11 de abril de 1945 —hace pues 65 años— hacia las cinco de la tarde, un Jeep del Ejército americano se presenta a la entrada del campo de concentración de Buchenwald. Dos hombres bajan del Jeep”. Posteriormente, explica —gran parte de su intervención está dedicada a estos dos personajes— que de uno de estos dos poco se sabe, excepto que es un civil: “Pero, ¿por qué estaba allí, a la vanguardia de la Sexta División Acorazada del Tercer Ejército Norteamericano del General Patton? ¿Qué profesión ejerce? ¿Cuál es su misión? ¿Es acaso periodista?”.
El otro hombre que llega en el jeep “sí está identificado: es un teniente, mejor aun un primer teniente, un oficial de inteligencia militar asignado a la […] Unidad de Guerra Psicológica del Estado Mayor del General Omar N. Bradley”.
¿Por qué son importantes estos dos hombres cuyos nombres resalta en un solo párrafo Jorge Semprún? “El civil se llamaba Egon W. Fleck y el primero teniente Edward A. Tenenbaum.” Semprún explica la significación histórica de ambos personajes: “Así, maravillosa ironía de la historia, increíble revancha significativa, los dos primeros americanos que llegan a la entrada de Buchenwald, aquel 11 de abril de 1945, con el ejército de liberación, son dos combatientes judíos. Y por si fuera poco, dos judíos americanos de filiación germánica más o menos reciente”.
¿Cómo sabe Semprún que estos judíos son de filiación germánica reciente? Por las palabras, siempre por las palabras. Lee el informe preliminar que redactaron los norteamericanos “el 24 de abril exactamente”, dos semanas después de su aparición en el campo como símbolo liberador. En este informe preliminar los norteamericanos utilizan el vocablo panzerfaust para referirse a algunas bazucas, como se les llama “en casi todos los idiomas del mundo”, pero ¿por qué el uso de estos vocablos? Porque Buchenwald no era un campo de exterminio de judíos sino un campo variopinto de personas: comunistas, socialistas, antifascistas en general, testigos de Jehová, delincuentes y unos seres que habían perdido todo afán de resistencia, destruidos por dentro, y que quedaban excluidos del resto de la comunidad en unos barracones inmundos; ellos eran los “musulmanes”.
Por supuesto, también los habitantes de Buchenwald morían, pero el lugar, dice Semprún, “no es un campo de exterminio directo, con selección permanente para el envió a las cámaras de gas; es campo de trabajo forzado sin cámaras de gas. La muerte en Buchenwald es producto natural y previsible de la dureza de las condiciones de trabajo, de la desnutrición sistemática”.4
Como el propio Semprún afirma en su intervención, sí hubo presencia masiva de deportados judíos en Buchenwald. Llegaron como una prolongación de sus penalidades en La Noche de los Cristales Rotos, como parte de los programas organizados personalmente por Hitler y Goebbels. Sin embargo, cuando Semprún llega al campo en 1943, los judíos ya habían sido exterminados brutalmente. Esto lo sabe de labios de sus compañeros, los veteranos comunistas que le cuentan del exterminio de aquellos judíos provenientes de Frankfurt; los que sobrevivieron fueron enviados a los campos de exterminio del Este.
El segundo periodo de presencia judía masiva en Buchenwald sigue la dirección contraria, en 1945, ante el avance incontenible del ejército rojo. Persuadidos ya de que habían perdido la guerra, los S.S. llevan a los judíos del Este a Buchenwald, desde Polonia, un largo viaje en pleno invierno; hasta ahí llegaron miles de niños y adolescentes provenientes de Auschwitz. Semprún recuerda: “Entre aquellos adolescentes judíos se encontraban Elie Wiesel, futuro Premio Nobel de la Paz; se encontraba también Imre Kertész, futuro Nobel de Literatura”.
Pero sigue pendiente el asunto de las bazucas. Como ya se ha dicho, había comunistas en Buchenwald, por su pasado y tradición los más organizados. Entre ellos ya estaba Semprún. Había también militantes antifascistas en general. Para la llegada de sus dos liberadores, ya estaban armados. Son Fleck y Tenenbaum, en el informe preliminar, los que aluden a los hombres armados y perfectamente ordenados: “Al desembocar en la carretera principal, vimos a miles de hombres, harapientos y de aspecto famélico, en marcha hacia el Este en formación disciplinada. Estos hombres iban armados y tenían jefes que los encuadraban. Algunos destacamentos portaban fusiles alemanes. Otros llevaban al hombro Panzerfaust […]”. Por esta palabra en el informe, Semprún se da cuenta de que son de filiación germánica más o menos reciente. “Se reían y hacían gestos de furiosa alegría mientras caminaban […]; eran deportados de Buchenwald, en marcha hacia el combate, mientras nuestros tanques los rebasaban a 50 kilómetros por hora”.5 El ejército del General Patton (un verdadero patán en varios aspectos, como consigna la historia) los rebasaba con creces, y estos hombres astrosos nunca combatirían en las batallas finales, pero lo que conmueve profundamente es la voluntad de lucha, la inquebrantable adhesión, armas en mano, a sus principios. ¿Cómo se hicieron estos hombres con las armas?
Es de suponerse que, en su prisa por huir, a los alemanes que cuidaban el lager las armas les estorbaban, así que estos hombres espléndidos los aligeraron de ellas, para ir hacia el Este a combatir a otros como sus guardianes. Yo me permito creer que si no llegaron, de algún modo allí estaban, se habían ganado ese derecho resistiendo en el lager. La intervención que comento termina en una reflexión anticlimática perfectamente justificada. Semprún habla de sí mismo:
El deportado 44 mil 904, con en el pecho el triángulo rojo estampado en negro con la letra “S”, de Spainer, español, ése era yo, entre los jubilosos portadores de bazooka o panzerfaust.
Hoy, tantos años después, en este dramático espacio del Appeliplatz de Buchenwald, en la frontera última de una vida de certidumbres destruidas, de ilusiones mantenidas contra viento y marea, permítanme un recuerdo sereno y fraternal hacia aquel joven portador de bazooka de 22 años.
Me parece que si bien la segunda intervención prolonga algunas de las preocupaciones de la primera, ésta última, la pronunciada en el Teatro Nacional de Weimar en 2005, la que comienzo a abordar, es de algún modo diferente. Incluye algunos sucesos profundamente trágicos, como la destrucción de las torres gemelas en 2001, así como ciertas reflexiones sobre el futuro de Europa y la deseable democratización de Rusia, para las que se refiere a un campo de concentración soviético —todos los campos de concentración se llamaban allí gulags—, el de las minas de sal de Kolyma y que Varlam Chalamov lleva a sus relatos.6 La primera intervención agrega un capítulo más a esa especie de Historia Universal de la Infamia del siglo XX.
Que en Buchenwald no existieran cámaras de gas no implica que a los muertos por inanición no se les incinerara. Así se entiende la confesión de Semprún, quien afirma que el recuerdo más intenso para él era el del olor que despedían los cadáveres al ser cremados. En el segundo documento, cuando recuerda el tiempo en que en Europa ya estaba muy extendido el antiamericanismo a rajatabla entre muchos intelectuales y en la población en general, Semprún se atreve a recordar ese olor que se repite en 2001:
Ya nadie, por tanto, podrá explicar a los habitantes de Nueva York que el olor hediondo que se extendió sobre el barrio de las torres gemelas, después de los atentados del 11 de septiembre, era precisamente el de los hornos crematorios nazis. El olor de la guerra totalitaria que la vieja Europa ya conocía, contra la cual había acometido la espléndida tarea de la construcción de una Comunidad supranacional de Estados independientes, y por ello mismo dispuestos a compartir, a poner en común buena parte de sus soberanías nacionales.7
Nadie sabe cuáles y cuántos van a ser los recuerdos perennes del siglo XX, pero Semprún quiere, en su primera intervención en el Teatro Nacional de Weimar, preservar a toda costa el recuerdo de los campos de concentración. Sabe que ya le quedan pocos años de vida, tan pocos que cinco años después acude a Buchenwald ya presa de la enfermedad que lo llevaría a la suerte. Semprún afirma en el Teatro Nacional que los ingresados a los campos de concentración por razones distintas a las étnicas seguramente no sobrevivirán más de 10 años y echa mano de una imagen entrañable y españolísima: “Ya nadie podrá decir: ‘Sí, así fue, yo estuve… Ya nadie podrá poner al pie de alguna imagen de la memoria lo que Goya puso al pie de uno de los grabados de Los desastres de la guerra: ‘Yo lo vi’”.
Mientras vivió, Semprún escribió libros, dio conferencias, participó en debates, incluso polemizó con otros supervivientes, y acaso todos los días recordaba el número grabado en su cuerpo —44 mil 904—, que según nos recordó Jean Daniel, el propio Semprún reconocía como su símbolo de identidad más irrenunciable, más incluso que las patrias con las que se identificaba. Este hecho, me parece, tener anclada la identidad a un número que le recordaba su condición de superviviente, es el hecho más determinante en la vida de Semprún.
Pero Semprún vivió hasta la respetable edad de 88 años. Así se explica la obsesión por preservar la experiencia de los campos, que no puede ser otra que escribir sobre ella. Cuando ya no puedan hacerlo los luchadores antifascistas, ¿quien lo hará? Semprún lo dice: serán los niños y los jóvenes judíos que sobrevivieron, como ya lo está haciendo el propio Kertész.
Así que Semprún escribe:
Como ya dije hace cinco años en el Teatro Nacional de Weimar. Ahora ‘la memoria más longeva de los campos nazis será la memoria judía. Y ésta, por otra parte, no se limita a la experiencia de Auschwitz o de Birkenau. En enero de 1945, ante el avance del ejército soviético, miles y miles de deportados judíos fueron evacuados hacia los campos de concentración de Alemania central. Así, en la memoria de los niños y adolescentes que seguramente sobrevivirán todavía en 2015, es posible que perdure una imagen global del exterminio, una reflexión universalista. Esto es posible y pienso que hasta deseable. En este sentido, pues, una gran responsabilidad incumbe a la memoria judía…
‘Porque será depositaria, de alguna manera, de todas las experiencias del exterminio: de la experiencia judía, claro está, en primer lugar. Pero de todas las demás experiencias: la de los gitanos exterminados como los judíos por ser como eran; la de los adversarios políticos del hitlerismo. Alemanes comunistas, socialdemócratas y socialcristianos en primer lugar; la de los resistentes de todas las guerrillas antifascistas de Europa. Todas las memorias europeas de la resistencia y del sufrimiento tendrán como último refugio y baluarte, dentro de 10 años, la memoria judía del Exterminio. La más vieja memoria de aquella vida, porque ha sido, precisamente, la más joven vivencia de la muerte’.8
Los periódicos consignaron que allí mismo un judío se levantó y mostró su desacuerdo con las palabras de Semprún. Creo que el escritor se limitó a escuchar atentamente porque ése no era el lugar para un debate, pero el judío también tenía derecho: era, como Semprún, un sobreviviente.
Las diversas vidas de Jorge Semprún, todas ellas escribiendo y combatiendo, con las armas o pacíficamente, muchas veces bajo seudónimo, y el hecho de inhibir su lengua materna, como ya hemos visto, me hacen pensar en una sentencia de Malcolm Lowry: “¿Qué era la vida sino un combate, y el paso por el mundo de un extraño?”.
Semprún, recordémoslo, decía que el idioma francés era lo más parecido a una patria. Sin embargo, mucho debió haberle apesadumbrado el estar lejos de su país de origen, España. Allí era simplemente Jorge Semprún Maura y fue hasta mucho más tarde que pudo recuperar para siempre su nombre. ¿En qué estado de animo salió de Buchenwald? La primera imagen es la de él y sus compañeros armados, como dice el informe preliminar de Fleck y Tenenbaum: “Se reían y hacían gestos de furiosa alegría mientras caminaban”.
Pero después sus amistades más cercanas y sus familiares jamás le preguntaron sobre la experiencia de Buchenwald. Como ya sabemos, según nos dice la bien informada biografía de Franziska Augstein,9 varias de sus novelas registran en su núcleo central esta experiencia. Y si el francés es “lo más parecido a una patria”, después lo será Buchenwald. Así, Josep Ramoneda10 afirma: “La Europa de Semprún comienza en Buchenwald. Allí ‘echó raíces mi identidad desarraigada’, decía. El olor del humo del crematorio, día y noche, sobre las laderas del Ettesberg y la voz de los mandos dando órdenes por los altavoces han acompañado a Semprún para siempre: es el modo en que Buchenwald marca los sentidos”.
En los precisos momentos en que Semprún armado sale de Buchenwald, abandona el nombre de Gérard Sorel y recupera el suyo, Jorge Semprún. Sin embargo, menos de 10 años después de la liberación Semprún regresó a España con un nombre distinto. Se entiende: Franco y los suyos todavía perseguían con saña especial a los comunistas, encarnación suprema del diablo para el fanatismo supersticioso del Caudillo. Franziska Augstein registra el momento:
Con su foto en el pasaporte de Jacques Grador, en junio de 1953 Semprún se marchó a España durante tres semanas…
Desde aquel verano Semprún utilizó muchos nombres. Se llamó Jacques Grador, Rafael Artigas, Juan Larrea, Ramón Barreto, Rafael Bustamante, Camille Salignac y sobre todo Federico Sánchez. Éste era su nom de guerre, el que le había concedido la dirección del pce y con el que se convirtió en uno de los hombres más buscados de España. Recibió el nombre en 1953 con motivo de su primer viaje. El apellido se lo dieron cuando ingreso en el Comité Central del Partido en 1954.
O sea, le dosifican el nombre. Todo esto es francamente esquizofrénico. Semprún era de una inteligencia excepcional y de una memoria prodigiosa. Pero aun así uno no puede dejar de preguntarse, ¿cómo hizo para aprenderse tantos nombres? Y la respuesta es: no lo hizo, o como decimos en México: no la hizo. Décadas después, cuando al fin pudo hablar con libertad, presumió de que a menudo no sabía quién era.11 Después de tantas vidas, otra vida comienza en España, pero esto tendremos que dejarlo para más tarde.
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1 Viviré con su nombre, morirá con el mío, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 100.
2 El País, 17 de junio de 2011, pp. 21 y 22.
3 El primer texto figura en una selección de artículos, Pensar en Europa, Tusquets, Barcelona, 2006. El segundo texto se publicó en el diario El País el 8 de junio de 2010, p. 32.
4 Ibídem, p. 32.
5 Ídem.
6 Editorial Minúscula, Barcelona, 2007-2011.
7 Pensar en Europa, óp. cit., pp. 319 y 320.
8 El País, óp. cit., p. 32; Pensar en Europa, óp. cit., p. 321.
9 Tusquets, Barcelona, 2010.
10 El País, 9 de junio de 2011, p. 40.
11 Ibídem, p. 252.
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ROBERTO ESCUDERO (Ciudad de México, 1940) es profesor-investigador de tiempo completo en el Departamento de Producción Económica de la UAM-Xochimilco y miembro del Área de Política Económica y Desarrollo de la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Ha colaborado en publicaciones como unomásuno, Nexos y La Jornada. Dirigió las revistas Punto crítico y Territorios.