Yo nací en un país donde la luz y las tinieblas, el calor y el frío viven en un concierto eterno. En mi patria se conoce la nieve porque se le ve brillar lejos en las montañas, y se sabe de los ardores del sol porque con sólo tender la mano vienen hasta ella los frutos, ricos y sápidos, de la zona tropical. Pero no encendemos allí chimeneas ni nos hacen falta los ventiladores. El fresco de la noche hace más amable la intimidad de la casa: el de la mañana invita al momento y a la vida. Aquí en cambio el clima es rudo y lleno de desazones.
Un párrafo escrito a mano. Finalizando el otoño, seguramente. Una estación del año sin reposo melancólico, con cielos aburridamente pardos, tristes, a orillas del río Hudson. Y nos gusta imaginar, en esta lectura lejana, como los lejanos lectores que hoy somos, que Martín Luis Guzmán estaba en Nueva York, principalmente triste y extrañando mil cosas que nunca supo que le importaban tanto, cuando escribió aquel texto. Y después confesaba, casi con desamparo, que en el lugar donde estaba, al llegar un día frío todo se volvía recogimiento. “Tarda la luz en llegar, las ventanas no se abren. […] Todo es silencio y nadie llama a los teléfonos, nadie toca los timbres ni las campanas. Las mujeres no charlan ni parlotean los niños.” A orillas del río Hudson, escribe, el invierno quiere cubrirlo todo, extender un manto sordo sobre la tierra y traer sus tempestades silenciosas.
Escritores y exilio, elucubra el pensamiento en primera instancia. O bien: literatos en el extranjero. Federico García Lorca y su Poeta en Nueva York, José Juan Tablada y las mujeres en la Quinta Avenida —tan cerca de sus ojos y tan lejos de su vida—; Silvestre Revueltas y hasta el mismo Octavio Paz recomendando —en inglés— no cruzar el parque de noche y entonces repasar a todos los que estuvieron en la ribera de ese río. (Después, es cierto, es inevitable pensar en Augusto Monterroso llorando a orillas del río Mapocho, riéndose de sí mismo mientras sufre el exilio en Chile y develando, a quien lo quiera oír, las tres cosas más importantes en el mundo para un latinoamericano que un día será escritor. A saber: las nubes, escribir y, mientras puede, esconder lo que escribe.)
Pero Martín Luis Guzmán fue un caso diferente. Nacido en la capital de Chihuahua en 1887, no había cumplido un año de edad cuando su padre, militar de carrera, fue trasladado a la Ciudad de México como instructor de caballería en el Colegio Militar. En Tacubaya, todavía un suburbio de la ciudad, se conjugaban el ideal rústico de la provincia y los destellos iniciales de modernidad. Sus primeros estudios fueron en una escuela de religiosos; la enseñanza tipo confesional incluía rezar el rosario cuatro veces al día, aprendizaje profuso del catecismo y una muy activa participación en los ritos religiosos. Su madre —dicen las malas lenguas de ciertos biógrafos— estaba fascinada con la temprana vocación sacerdotal que parecía tener su hijo y que ella acariciaba.
Su padre le prohibió ir a misa. El pequeño Martín intentó varias veces burlar la vigilancia paterna. Era un militar duro y autoritario, pero no idiota. Decidió mostrarle a su hijo una opción que lo abriera a mundos nuevos y llenos de maravilla: los libros y la lectura. Por sus manos —dicen idealistas biógrafos— pasaron cuentos infantiles, obras de los románticos mexicanos, poemas, novelas, ensayos y todo texto que tuvo al alcance de la mano. Al entrar a la adolescencia, como era lógico, la visión de la vida para Martín Luis Guzmán estaba pintada de colores inimaginables, coronada de reflexiones profundas y sustentadas en una admirable capacidad de observación. De mucho hubo de servirle.
Antes de que Porfirio Díaz cayera, Martín Luis Guzmán ya había estudiado en la escuela de Francisco Javier Clavijero —laica y gratuita— con el método implementado por Enrique Rébsamen, había editado semanalmente su periódico La Juventud, se había graduado de la Escuela Nacional Preparatoria, protestado junto a los integrantes del Ateneo de la Juventud para exigir una educación científica y filosóficamente abierta, y entrado en contacto con Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Antonio Caso y José Vasconcelos. Cuando estalló la Revolución tenía 23 años.
Una tragedia, además de la que comenzaba a vivir el país, habría de marcarlo, otra vez, para cambiar su rumbo. El Coronel Martín Luis Guzmán y Rendón, su padre, tuvo que combatir al lado del ejército federal y murió por heridas de combate en el cañón de Malpaso, al frente de una partida porfirista, apenas un mes después de lanzado el grito contra la reelección de Madero. El escritor fue testigo de la agonía. Y tuvo que ver a su padre herido y derrotado. Otros biógrafos —los conmovidos y sensibleros— dijeron que así como le mostró a su hijo el mundo literario, Martín Luis Guzmán y Rendón, antes de morir, dijo a su hijo que los revolucionarios no eran mala yerba, le pidió tomar las armas y le mostró el sendero político a seguir. La escena pudo haber sido desgarradora pero Martín Luis Guzmán nunca compartió la visión ni las creencias de su padre, no veneró su memoria y lo volvió un afectuoso enemigo en sus recuerdos. Eso sí: se adhirió al maderismo, participó en las manifestaciones que exigían la renuncia de Díaz, denunció a los golpistas en los aciagos días de la Decena Trágica, describió el horrendo asesinato de Francisco I. Madero en el periódico El Honor Nacional y finalmente se integró a las filas de Francisco Villa. En ellas, paradójicamente y como su padre, llegó a ser coronel.
Como apunta Christopher Domínguez, bien puede ser que Martín Luis Guzmán haya ido a la Revolución Mexicana como Stendhal a la campaña de Rusia, para tomar nota literaria de las jaurías humanas. Y es que material no le faltaba, fuentes fidedignas tampoco y su propia mirada —unida a su prosa impecable— fueron suficientes para escribir magníficas novelas como El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa.
Ante el triunfo de Victoriano Huerta, Martín Luis Guzmán se vio obligado a huir con destino al norte. La división que surgió entre los jefes revolucionarios y un fallido encargo de entrevistarse con Carranza en la Ciudad de México lo hicieron prisionero en 1914. Un año después, en 1915, partió al destierro voluntario. Su primer destino fue España, donde no tenemos noticia de que encontrara un río por compañero. En aquel país escribió y publicó su primer libro: La querella de México. La obra comenzaba con una introducción muy clara:
Estas breves notas forman parte de una obra donde se estudian, a la luz de la historia, las cuestiones palpitantes de México y las figuras de la última revolución. Dos motivos me obligan a no dar a la estampa la mayor parte de la obra mencionada: primeramente, el haber yo participado en la Revolución misma; en segundo lugar, mi deseo de suspender, por ahora, todo juicio sobre personas, salvo en los casos indispensables. Como trato de exponer un mal, hago momentáneamente abstracción de las cualidades del pueblo mexicano y sólo me ocupo de algunos de sus defectos.
Así, sin piedad y sin ambages salió a la palestra el primer libro de este escritor que habría de ser considerado “el escultor de la prosa” y el más inteligente transformador de la novela de la Revolución Mexicana.
Su móvil exilio lo trasladó a Nueva York. Ahí concibió su segundo libro, A orillas del Hudson, volumen compuesto mayormente de textos escritos en suelo yankee y publicados por dos periódicos mexicanos: La Revista Universal y El Gráfico.
Aquel nuevo libro y aquella nueva experiencia podrían haber inspirado a Saramago cuando escribió: “Las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río. Si están allí es para que podamos llegar al otro margen, el otro margen es lo que importa”. Y muy ciertamente aquel nuevo río lo llevó a desembocar en una manera de escribir que logró descubrir la realidad de la patria usando una visión interior. De alguna manera trascendental, metafóricamente sensorial, pero esperanzadamente realista. El caudillo y su sombra; las balas que fueron una fiesta; el recuerdo grande, doloroso y antiheroico de su héroe Pancho Villa, de una vida completa, larga, sin abandonar la pluma. Más allá de los éxitos, de su ingreso en la Academia, del novelesco papel de haber sido el autor más largamente censurado —y enlatado— de México; más allá de todo eso, tenemos el río de su recuerdo que —como todo río que se respete— nunca es el mismo cada vez que nos baña. Y otra vez sus palabras desde orillas del Hudson: “Una cosa es ir tajando las olas y desafiar y dominar el viento; otra es nadar haciendo que el cuerpo resbale sobre la masa del agua”. ~
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CECILIA KÜHNE (Ciudad de México, 1965) es escritora, editora y periodista. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y estudios de maestría en Historia de México. Editó la sección cultural de El Economista por más de seis años. Fue directora del Museo del Recinto a Don Benito Juárez y becaria del fonca. Es coautora del libro De vuelta a Verne en 13 viajes ilustrados (Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, México, 2008).
Sobre su participación el día de prensa, en 1969, acerca de que la matanza del 2 de octubre de 1998 fue culpa de los estudiantes, Fernando Curiel tiene una versión singular que habría que considerar. Lo cierto es que inmediatamente fue premiado con la senaduría por el Estado de Chihuahua.
A la autora se le escaparon tres detalles de tan brillante, no digamos escritor o novelista, sino partícipe de la Revolución: Martín Luis Guzmán trabajó en la Embajada de México en Tucson, Arizona, en pleno porfiriato; A Martín Luis Guzmán lo califican de plagiaro en cuanto a la obra sobre Pancho Villa, quien, se dice, junto con la actriz Nelly Campobello, consiguió el texto que desarrollaba Luis Aguirre Benavides; Él mismo acepta haber tabajado, durante el Gobierno de la Soberana Convención Revolucionaria, en contra de zapatistas y villistas, y a favor de Obregón.