La remembranza anecdótica de una conversación de sobremesa sirve a nuestro autor para reflexionar sobre las dificultades de transmitir en un lenguaje llano y un diseño atractivo la complejidad inherente a las ciencias sociales, y bordar sobre la especificidad de nuestra revista como divulgadora de esta materia.
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El encuentro era relajado, de amigos en una bella tarde tepozteca. La luz otoñal iluminaba la enorme peña. Platicábamos de todo y de nada con un grupo de arquitectos. Salió a la conversación Este País, hubo elogios sobre todo a EstePaís | cultura. La obra gráfica, la música, la poesía que tan poco espacio encuentra y también la fotografía con Pablo Ortiz Monasterio como curador. De pronto uno de ellos, un joven arquitecto muy brillante, me lanza: “Lo único que me fastidia es la falta de diseño de los artículos de fondo”. Me permití disentir.
El diseño puede hacer maravillas pero sus bondades también tienen límites. Un coche deportivo tiene como uno de sus objetivos principales conquistar la vista, atraer de entrada independientemente de sus 4, 8 o 12 cilindros. El diseño es la prenda central. A un tractor se le aprecia por las múltiples funciones de auxilio agrícola, por su potencia, por su durabilidad, por la economía de máquina, no por su estética —aunque la tienen. Cuando uno escribe un ensayo puede coquetear con las formas, poner un acertijo al principio, construir un cuento, elaborar una narrativa, como se dice ahora, que no tiene más justificación que la subjetividad del autor. Por eso es tan atractiva esa forma. Podemos diferir de las conclusiones del autor y sin embargo gozar la travesía.
Pero la estadística tiene poco sex appeal. Exponer y debatir con datos duros supone seguir un sendero mucho más estrecho, que no permite devaneos. Continuó la discusión: es que son muy largos, es que son pesados, es que, es que… El dilema era claro: un arquitecto con cero conocimientos en ciencias sociales quería leer, de manera fluida y gozosa, artículos cuyos destinatarios naturales son los estudiosos de ciencias sociales y filosofía. Me citaron como ejemplo varias revistas de ciencia: Scientific American, Nature, National Geographic, revistas sin duda de fondo y muy atractivas. Pero de nuevo: ¿pueden las ciencias sociales —insisto, ciencias— ser atractivas?
El asunto ahí se complica. Si leemos a Michel de Montaigne incursionaremos en uno de los grandes abuelos del ensayo. Quizás estoy siendo injusto y deberíamos hablar del fundador del ensayo. Pero hay otros. John Locke escribió ensayos de gran profundidad, por ejemplo el que versa sobre el entendimiento humano. Pero la forma era el ensayo que encierra algo de juego, de flirteo con lo no comprobable. El problema surge cuando se exige un carácter científico, allí el asunto se vuelve complejo. Combinar el rigor con el coqueteo es riesgoso. Es fácil lanzar expresiones que —como dice un amigo— suenen inteligentes. Las metáforas son también un recurso peligroso en la ciencia.
La forma en que se ordenan las ideas, la secuencia lógica, el carácter en algún sentido pedagógico, obligan a los autores de las ciencias sociales a ceñirse a ciertos cánones. La demostración a cualquier tercero es un principio esencial de la ciencia. No es un diálogo de dos sino para cualquiera. La intención inicial y final es comprobar, demostrar con datos y también convencer. Pero el convencimiento no puede ser tramposo, retórico, falaz. En ocasiones la amabilidad no cabe. Eso obliga a los articulistas de ciencias sociales, que no necesariamente ensayistas, a caminar por ese sendero rígido en el cuál no puede haber desviaciones divertidas. Lo que se evalúa en el seno del Consejo mes a mes es la solidez del material, no su sex appeal.
Con frecuencia los textos son más extensos de lo que dictan las normas comerciales: de cinco a siete cuartillas. Pero entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Acaso dejar fuera esos materiales de ánimo más amplio, cuyas tesis o hipótesis demandan mayor espacio, en beneficio de sumar lectores de lo otro?
Hace unos días murió Steve Jobs. Las lecciones vitales, empresariales y creativas que nos dejó son muchas. Una de ellas es que el consumidor no siempre tiene la razón. Caer en esa trampa ahoga en un círculo vicioso: si el consumidor siempre tiene la razón, la razón está esencialmente en él, informado o ignorante, como sea. ¿Será? El consumidor puede desconocer —o ignorar para el caso— otros productos. Jobs caminó por ahí. Debemos ofrecer al consumidor otros productos que quizá desconoce o que nunca ha imaginado. Sé que la analogía es imprudente pero retrata el espíritu editorial que dio vida a Este País. Un lector acostumbrado a leer revistas de sala de espera, cuya extensión es medida en/para pocos minutos de ligereza, mirará un material más extenso con flojera. Pero esa actitud tiene sus problemas. El corredor diario de la milla es muy loable, pero existen los 5 kilómetros y los 10 y el maratón (¿la maratón?).
¿Cómo conocer las profundidades si nos negamos el derecho a escudriñarlas? Este País ha renovado su diseño varias veces pero la argumentación de las ciencias sociales es compleja. Cerrarnos frente a esa complejidad es amputarnos áreas de conocimiento. Por supuesto que hay articulistas con más gracia, con más esmero en la prosa, con más agilidad. Pero la discusión es otra. Esos materiales con frecuencia no encuentran salida porque, simple y sencillamente, como se dice de manera coloquial, la ciencia social, en este caso, no es tan atractiva como otras expresiones. Pero el propósito, la meta de Este País es de tipo científico, es una propuesta epistemológica y por más colores que el editor decida introducir en las gráficas, siempre serán gráficas. Leer la totalidad de los artículos de la revista mes a mes puede llevar varias horas, horas de concentración total. Se trata de una jornada de estudio para la cual con frecuencia no tenemos disposición. Quizá por eso más de 80% de nuestros lectores guardan o coleccionan los números. Si no los hemos leído por lo menos sabremos de la existencia de una argumentación sólida, sabremos de la complejidad, lo cual es un avance. Ahora, ¿cómo valorar esa influencia?
Con frecuencia registramos cómo muchos comunicadores utilizan la información de Este País para argumentar. Si nos citan o no es lo de menos. El objetivo se cumplió: sembrar ideas con un basamento científico. Es cierto que con las nuevas tecnologías de diseño se pueden hacer milagros. Pero, de nuevo, para alguien que corre su milla en la caminadora y desconoce distancias mayores, los metros posteriores a los mil 609 le parecerán excesivos. La concentración supone un esfuerzo mayor, pero también hay mayor cosecha. Quien no esté acostumbrado lo padecerá. ¿Estamos acaso perdiendo capacidad para las lecturas más largas y profundas?
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Hay varios autores que argumentan en ese sentido. Superficiales de Nicholas Carr (Taurus, Pensamiento, 2011) es una provocadora lectura de los efectos casi perversos que el internet puede tener en nuestras mentes. El trueque se mira doloroso, pudiéramos estar cambiando cantidad por calidad, muchas visitas superficiales en lugar de una inmersión profunda. El mundo digital es fantástico, sobre todo si no contabilizamos las pérdidas. Una de esas pérdidas es precisamente la concentración. Las lecturas que demandan más concentración no están de moda y quizá nos estamos volviendo más superficiales. ¿Qué hacer? ¿Acaso ceder a esa corriente o seguir dando la batalla?
Pregunto al provocador arquitecto: “Yo no acostumbro leer revistas sobre teoría de la arquitectura. Y tú, ¿estás acostumbrado al leguaje de las ciencias sociales?”. “Leo Este País”, me responde. “Bueno —le digo—, ya rebasaste la milla.”
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FEDERICO REYES HEROLES es Director Fundador de la revista Este País y Presidente del Consejo Rector de Transparencia Mexicana. Su más reciente libro es Alterados: preguntas para el siglo XXI (Taurus, México, 2010). Es columnista del periódico Reforma.