Miguel Ángel Granados Chapa se ha ido a descansar. Trabajó mucho, pero mucho, a lo largo de su apasionante vida. Su cuerpo clamaba por una pausa, pero él no iba a soltarlo hasta terminar con casi todos sus pendientes. Semanas atrás cerró su ciclo de 17 años en Radio unam y dos días antes de su partida concluyó su tarea de columnista de la Plaza Pública, en Reforma. Allí mismo, en dos sobrias líneas, se despidió de sus lectores.
Dejó inconclusos un libro sobre el asesinato de Manuel Buendía y cuyo título será una bomba, y su tesis de doctorado, que comenzó en los años noventa, acerca de don Jesús Reyes Heroles. Hubiera querido terminarlos, no sólo por la relevancia que esos dos personajes tuvieron en su formación profesional, sino también porque su madre le enseñó a “dar cumplimiento a los compromisos”. Decía que esa frase la tenía tatuada en la mente.
Parece lugar común decir que lo extrañaremos y nos hará falta. Sin embargo, es cierto. En los días transcurridos desde su muerte, la comunidad de los que creíamos en él y lo queríamos nos sentimos en la orfandad. Ningún columnista de hoy tiene su estatura moral y profesional, virtud que lo convirtió en un faro social. Son escasos los que se acercan a su honestidad a prueba de cañonazos de billetes, halagos y regalos. Con su ausencia, muchos políticos, empresarios y periodistas estarán en paz. Ya no está más ese analista memorioso que, con datos y sin altanerías, les recordaba su nebuloso pasado; ya se fue quien les exigía cumplir con la ley y con la sociedad.
Fue en 1976 que conocí a Miguel Ángel en Proceso, revista por la que pasó fugazmente aquel año. Nos hablábamos de usted. Lo reencontré más tarde como Director de Radio Educación y luego en 1984, cuando participaba en la creación de La Jornada. Nos empezamos a tutear por esos años. Dejé de decirle “licenciado” para llamarlo Miguel Ángel.
Lo entrevisté dos veces. La última en 2009, durante casi dos horas, para el Canal 22. La anterior en 1990, cuando apadrinó mi serie “Sólo para periodistas” de Radio unam. Allí empecé a conocer a la persona detrás del periodista. Recuerdo que le pregunté: “¿Te gustaría ser gobernador de tu estado?”. Categóricamente dijo que no. A la vuelta de los años decidió que siempre sí. Fue candidato y perdió. Como él mismo repetía, divertido: “Tenía más lectores que electores”.
De tanto en tanto me lo encontraba. Año tras año su agenda se llenaba de más compromisos. De la década de los noventa a 2010 su actividad fue vertiginosa. En 1990 renunció a La Jornada, de la cual fue Subdirector seis años. Se fue, pero dejó un pie dentro, como socio y columnista de su Plaza Pública, que había iniciado en 1977 en Cine Mundial. En 1992 se retiró del todo de La Jornada, vendió sus acciones y pintó su raya con quienes le negaron el derecho a ser director general. Años atrás, eso mismo vislumbró que ocurriría en Proceso, y tal vez en unomásuno, donde fue Subdirector.
En 1990 fundó Mira, con Pedro Valtierra como socio. Era buena la revista, pero a los pocos años desapareció. Ya fuera de La Jornada, su Plaza Pública encontró cobijo en El Financiero. El final del siglo xx le deparó más trabajo. Uno, la fundación de Reforma, adonde llevó su columna. Dos, la conducción del noticiario matutino de Radio Mil, del que salió pronto por censura, y tres, sus comentarios en Monitor, de Gutiérrez Vivó.
En 1994, el Rector José Sarukhán aceptó la petición de Miguel Ángel: abrirle un espacio a la Plaza Pública en Radio UNAM. Permaneció hasta agosto de 2011. También en 1994 aceptó ser consejero ciudadano del IFE, cargo que ocupó hasta 1996. En 1999 fue candidato para gobernar Hidalgo.
Nunca tuvo épocas de trabajo escaso. Con precariedad financiera estudiaba dos carreras, Derecho y Periodismo, en los años sesenta; se alimentaba en los comedores de la unam para hacer rendir la exigua mensualidad que su madre y sus hermanos le mandaban. En esos años se inició en el periodismo, en Radio Prensa, de la unam; luego en la Agencia Informat, de Luis Javier Solana, y en 1964 en el semanario Crucero, de Manuel Buendía. Miguel Ángel era tan responsable que cuando lo secuestraron unos personeros de grupos reaccionarios emparentados hoy con el Yunque, en medio de la oscuridad del bosque de Los Dínamos se liberó de las amarras que lo retenían contra un árbol y, pese a estar sangrando, caminó hasta encontrar la vía pública y un teléfono. Llamó a Buendía. Le dijo que tenía una exclusiva: periodista secuestrado, él mismo.
Antes, de jovencito, ya hacía muchas cosas. Cursaba la preparatoria, se entrenaba y competía como corredor de medio fondo. A la par, trabajaba para ayudar con el pan de la casa. Y en el antes del antes, a los 12 años de edad, ingresó a la secundaria y se empleó en una imprenta, lavando prensas. Así que a los 23, cuando en 1964 ingresó a Excélsior, sabía cómo estirar las horas. En ese diario cumplió más de tres tareas a la vez, y escribió artículos; su opinión al interior se volvió indispensable. Luego del “golpe” al diario, Miguel Ángel dirigió por dos años los noticieros de Canal Once.
¿Qué lo motivaba a mantenerse en febril actividad? Se fue sin revelarlo. Pero siempre tuvo deseos de saber, de ser útil, y su trabajo lo apasionaba. Desde niño aprendió en casa a ocupar las horas. Lo veía en su madre, Florinda Chapa Díaz, quien era un molinillo pues tenía cinco hijos y hacía de todo para mantenerlos: era profesora pero ganaba poco, así que por las noches cosía ajeno y a veces se empleaba en una panadería. El padre de esos niños se desentendió de ellos. En una entrevista con Gerardo Israel Montes, en 2005, Miguel Ángel confesó: “Cuando mi padre murió yo tendría unos 20 años y hacía bastante tiempo que no lo veía. No tuve una buena relación con él, ni una buena imagen, ni un buen recuerdo suyo”.
Heredó de su madre ese rasgo, y también el de la alegría. Desde joven cantaba y bailaba. No era el mejor en la pista, pero se defendía. Para la cantada era entonado. Escuchando la radio, aprendió boleros; según Pepe Jara, Miguel Ángel conocía las historias detrás de ellos. Con la misma pasión que vivía el placer del trabajo, se entregaba al disfrute.
Al enterarse del cáncer que invadía un órgano de su cuerpo, entendió la relación que guardaba con el estrés del trabajo. Un día me dijo: “Yo me lo busqué, pero ya viví; en cambio, es una cuchillada al corazón el cáncer en jóvenes que tienen la vida por delante”. Con serenidad aceptaba el presente y atisbaba el futuro. Luchón como era, agregó el tratamiento de su enfermedad como una tarea más en su agenda. Por largo tiempo no faltó a su programa ni abandonó su columna. Desmejorado, acudía al juzgado por una demanda judicial que quiso acorralarlo; años después fue absuelto. Hacía caso omiso de sus quebrantos e iba a solidarizarse con periodistas que necesitaban su apoyo.
Entre prólogos que le solicitaban, presentaciones de libros, sesiones semanales de la Academia Mexicana de la Lengua —a la que ingresó en 2009—, su columna y dos programas de radio, se fue volando 2010 y llegó 2011, que lo encontró disminuido al regreso de unas vacaciones. Tal vez descansar no era lo suyo.
Lo vi a finales de julio en la clínica donde se atendía y a la que llegué con mi hija, para su chequeo bimestral. Miguel Ángel, por fin, me había hecho caso y acudía, esperanzado, a un nuevo tratamiento. Lo abracé cálida, larga, profundamente. Sonreía optimista. Creí que volvería a verlo.
Al leer su última columna y en ella su adiós, recordé que él pensaba que una persona debía decidir cuándo irse, si ya no era dueño de sí. Cuando tecleó la línea final, estaba cerrando su agenda para siempre. Había dado cabal “cumplimiento” a su vida.
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ELVIRA GARCÍA ha publicado reportajes y entrevistas en más de 30 periódicos. Como columnista, ha escrito sobre la situación de los medios de comunicación en distintos diarios. Ha escrito cinco libros y es también conductora, productora y guionista de radio y televisión.
Es de admiración la vida de este periodista, yo recuerdo que en mi infancia lo leia, ‘no recuerdo mucho el contenido de ello pero me sorprende saber que para sobresalir en la vida no hay que dejarse vencer y “cumplir con los compromisos”