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Neuronal. Los colores de Guido Delvaux
Cultura | Este País | Carlos Flores-Michel | 01.09.2011 | 0 Comentarios

Predominio de colores brillantes en los primeros planos que, al derivar en la síntesis del color, enriquecen la proyección cromática y oponen luminiscencia y obscuridad en una contienda no explícita; a la vez funda un espacio lúdico que llama a discriminar lo amargo de lo dulce, lo rugoso de lo suave, la honradez del cinismo. Aunque la composición es de una sencillez aparente, la diversidad habla de un complejo tapiz, enhebrado con la aplicación experimental de los recursos teóricos y técnicos supeditados al oficio y al don; si bien el plano emocional no se desdobla espontáneamente, envía señales desapacibles, retos, querellas. La textura está dada en lo común por el tratamiento instrumental de la pintura y algunos efectos son obtenidos por mixturas de líquidos y aceite.

La tarea del artista obliga a resolver los espacios mediante una visualización extensa, ya que la vista, usualmente sometida al quietismo, insiste en lograr una constitución unitaria que guíe la impresión hacia un territorio predeterminado por el hábito. Gracias a su disposición por subvertir la costumbre, Delvaux incurre en atmósferas densas donde la materia cardinal no siempre es provista por distinciones tonales que circunscriban una prédica sobre la coherencia entre líneas, fisuras, series o transposiciones, sino por su ausencia. El texto declara insubordinación ante el condicionamiento de las paráfrasis que adjudica a la obra un modo contestatario. Sin embargo, su potencia dramática es conferida a la base de la tela; el alegato gira sobre la sospecha, la medianoche, el vacío. Aun los ademanes más sencillos están salpicados por la duda primigenia.

Discurre en continentes de gesto inmoderado que simulan frescura en algunos casos, el predominio de una gama enmascarada por rasgos de gradaciones variables confunde la intención, lo que formula la segunda lectura. La sensación de tibieza provocada por la repetición de segmentos equidistantes muda a inquietud absorta, la secuencia es hendida por gotas imprecisas que difunden incertidumbre sobre la retícula, que enuncia una verdad prescrita; la espátula consolida el talante del dogma, la cuña y el goteo fracturan la certeza y dividen a herejes de creyentes, quienes agraviados por la presencia de la sangre, que brota escrupulosa desde un recoveco en la memoria, asumen posiciones distintivas.

Naturalezas engendradas en la obscuridad flotan en ambientes violentos, buscan salida: amarillos, bermellones emergen de parajes asediados por añiles, impuestos por el persistente roce de la espátula; emociones comprimidas tras el seto cultivado por la retina en complicidad con la culpa buscan su oportunidad. La colectividad apuntala tabiques, y en el proceso utiliza recelos, argamasa que funde sinrazones. Para ser sorprendido en falta, sólo una palabra, una mirada, un gesto inadecuado, no hace falta custodio, prohibido sentir.

Como contrapunto remueve terrores arcaicos, la tormenta desata al ser “primitivo”. La pasión, el instinto, reclaman su parte. Sobre un lienzo plantado de azules, impulsos leonados germinan del tiempo glacial, como papalotes que planean los hombres, se ve a unos infantes navegando nubes; sueños que denotan el moho en la zozobra.

Desdibuja noches sembradas de flamas amarillas, rojas, en boscajes vagos, inadivinables; la ventisca, nieve. Guiñan emociones que marchitan el entendimiento. La liga que sujeta sentimiento y racionalidad se tensa levemente, imperceptible, insoportable. El creyente huye, el hereje accede.

Después, nuestro anfitrión encubre las presencias que durante el periplo de una vida ha cultivado con el prurito con que se cuida a las especias, y en la cosecha, el tacto rememora texturas que gratifican, o que acarrean nostalgia de sensaciones vagas, que prontamente vertidas en el cazo se agregan al aceite, picor de aroma penetrante obsequia resonancia de pasiones gastadas; al gusto de las viandas, imagen nebulosa del pecho que se aleja. Amor y abandono, figuras distanciadas del “yo”, vetadas por la consigna de vivir adherido a la seguridad del canon, de la inercia, del juicio que no conlleve adeudo. Eros, vengativo, se mimetiza en el contexto y habla a unos ojos sordos, algo desde la sombra reconoce signos y exhibe dilemas proscritos, apenado, el hereje cede, el creyente niega.
En otras hechuras, la generosidad en la superposición de vastas tonalidades en primeros planos distrae la mirada del fondo, símbolos velados, símbolos que cubren, señales intermitentes dialogan con los arquetipos y nos brindan guías que encienden al espíritu, luego al intelecto. Fachadas vestidas de rojo embrujan ilusos, atrapan migrantes, ciudades impías no guardan afectos. Desde la posición del vigía, una nube gruesa, ahíta de oprobio, proyecta noche al día; sol solitario, asfixia. Empalizada ardiente procura detener presencias indomables de dimensión enorme, en el intento estalla y la defensa cede dejando al observante a merced de sus quimeras. También bosqueja el acertijo de un rayo intermitente que lleva a lo indecible por sistemas ocultos, un cosmos cada hombre.
Composición diversa, que superpone o descubre; colores que a diferentes telas ascienden espirales, formulan disyuntivas y evitan juicios prontos. Imperio de lenguas inaprensibles que decuplican caos, que llevan a la melancolía, a la nostalgia de la lógica. El entendimiento implora, el inconsciente no reconoce su sintaxis. Paradoja camuflada en tinturas, que decreta anarquía y posteriormente reordena, a fin de iniciar una experiencia fincada en la gnosis.

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Desde la década de los sesenta, CARLOS FLORES-MICHEL (Ciudad de México, 1949) participa en grupos musicales adaptando letras de canciones. Es autor de aforismos, narrativa y textos en los que combina dichos géneros con el ensayo y la poesía. En el ámbito de la plástica, ha sido promotor y crítico y ha participado en diversos proyectos de diseño museográfico.

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