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Obra gráfica: Israel Nazario
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El arte se monta en lenguajes que supuestamente son los suyos —la palabra, la imagen, los sonidos…— para comunicarse. La literatura sin duda es gramática, pero también es algo detrás del signo lingüístico. Otro tanto vale para la pintura, para la música, para la arquitectura, etcétera. Arte es apariencia en el doble sentido de la palabra: lo que está a la vista y algo más, distinto de lo evidente. De cuánto hay detrás, de lo que sucede sin ser visto, depende paradójicamente la realidad de la obra. Más que enriquecer el mundo con nuevos contenidos, el artista abre conductos, utiliza la materia de la obra (palabras, trazos, notas musicales) para crear túneles entre nuestra reducida experiencia y otros ámbitos.
El pintor Israel Nazario parece limitarse a seleccionar cierto aspecto del paisaje y registrarlo en el lienzo. Ni en sus temas ni en su plástica hay acontecimientos. José María Velasco plasmó nuestro gran valle metafísico, el Dr. Atl conjugó el portento del volcán con su cromática a la vez violenta y bella. Nazario pinta una milpa y, como única variante, un árbol en el centro. Son obras de una sencillez pasmosa y sin embargo están en ellas —en la atención al detalle, en el extremo realismo— los conductos hacia algo más.
Uno de ellos, sea por caso, nos coloca en la realidad del arte como devoción. Hay arte porque hay visiones que fascinan: las que proporciona el mundo, las que se forman en los adentros del artista. Ante todo, el artista se debe a ellas. Nazario dice a través de su obra: esto es lo que veo, plasmo tal cual esta visión que es una de las tantas a las que se debe un pintor. Vuelve a hacer del objeto de contemplación la razón de ser del arte.
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Obra plástica de Abel Quezada Rueda
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Tras la ranura
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