El objeto más básico, la parte más elemental: la piedra. Por otro lado las cumbres clásicas del pensamiento y las artes: los griegos. La autora toma estos dos universos y los choca para plasmar una caída, la propia, un descenso hecho de partes iguales de incertidumbre y dolor, de prosa y poesía.
El mundo comienza y termina en una piedra.
Antes del antes
La violencia es “irreparable”, su cicuta subvierte el lenguaje, lo trastoca, lo deforma y al hacerlo fractura su sentido. La violencia es un exceso y su contraparte, el perdón, también lo es. Una vez que se trasiega esta finura, la mudez sobrecoge y es peor de lo que se cree porque lo único que se siente es la falta, la carencia, el abismo en su pesadumbre. No se puede andar la vida sin palabra, reconquistarla recuerda la pugna entre Medusa y Atenea, aunque poco se comprenda cómo el reflejo de la hermosura petrificada termina siendo relieve en el escudo de la victoria.1 La lección reconforta, el triunfo de la razón sobre los monstruos es factible y con ello el hombre asume la heredad de enaltecer por los siglos venideros su luminosidad. Sin embargo, subyace otra imagen consustancial a este saber y es que Atenea es parida por la cabeza de Zeus. No hay pensamiento sin dolor. De cara a lo terrible, ¿dónde quedan la razón y sus sílabas? Tal vez el hecho de que en el mencionado escudo de la victoria Atenea ostente el semblante capturado de Medusa sea indicio de que la inteligencia no puede evadir su historia, y de que la materia de la piedra es contención que hace alarde de la no necesidad que ha alcanzado en su derrota la entereza de su ser, y ello no deja de asombrar.
El inicio
Escribe el nombre con un cierto temblor de sombra, luego rasga impune el aire y escucha el chasquido del grafito sobre la superficie blanquísima del papel. Sabe que, entre el caer y el subir, el anatema es el mismo: un rostro que se multiplica sin fin en la vibración indomable de sus sílabas.
Primer movimiento
¿Tomarás mi mano cuando el miedo haya dejado su dentellada inconfundible en mi vida? ¿Cubrirás mi cuerpo con el tuyo para que la ventisca no haga mella en el eco de mi fragilidad? No digas y déjame imaginar en tu silencio que el amor aun humillado es huella de que alguna vez se fue invencible, de que todos los nombres que habitaron Troya fueron hilos que bordaron la túnica de Menelao, que la siempre perdida Ítaca ha sido horizonte de impensable lejanía y el aguijón que incrustado en tus labios te llevó a postrarte a mis pies.
Yo la caída. Yo la piedra que levantas en reclamo de justicia para lapidar perros y hieródulas. Yo el fruto certero. Y nada, después nada, después polvo del camino que el viento alza surcando siglos, mareas, continentes, lluvia roja del Sahara tocando las orillas del Peloponeso. Era así como lo soñaste cuando el tajo atravesó el talón de Aquiles o la serpiente inició a Eurídice en los misterios del Hades y del olvido o cuando Edipo, el de los tobillos horadados, supo que el destino una vez proferido es consumación del juego interminable de unos dioses cuya risa es gorjeo de cuando amanece. Lo sabías entonces, como lo sabes ahora, cada uno habría de inmolarse en aras de un retorno no redimido. Y el peso de la piedra se ahonda en tu mano que mide la distancia y calcula el trayecto, la mano que titubea. Lenguas de fuego. ¿Acaso toda Esfinge es un Goliat o la peste de Tebas el azote de Sodoma y Gomorra?
Interludio
Palabras como piedras erigiendo muros y almenas, piedras hechas palabras signando el cruce levísimo de las sendas. Apedrear, palabrear. La mano se detiene en su impulso, ¿qué dardo habrá de atinar con mejor puntería a la pieza de caza?, ¿el labio profiriendo saetas o la esquirla que se desliza en su ímpetu y en la dureza de su origen? ¿Es la mano o hay un “quien” que la interrumpe? Los ojos no cesan en su aritmética infinitesimal y el resuello de la flecha no anuncia el alcance de la presa. No hay movimiento. Otra vez nada, más tarde el miedo, siseo primario que atenaza el galope del pecho y que acierta como ningún otro animal a rumiar por los huecos que nos habitan. Piedra. Mano. Labio. Dime, ¿habrás de permanecer a mi lado aun al saberme capaz de enceguecer y matar? ¿Acariciarás la lisura de mi canto? Yo, la que una vez caída revelé el secreto de los círculos concéntricos del tiempo en la superficie de la gota resbalando hacia ti, elipsis de presencia. Yo, la derruida, la que se postra una vez más a tus pies.
Segundo movimiento
El gesto primario de la piedra en la mano, ¿será acaso más rito que buen oficio? Pesa en su redondez al igual que inquieta su liviandad al ser en levante arrojada. Mano y brazo en alarde de una justicia que esconde su identidad y que lanza su carga contra la adúltera y el falso profeta. Se apedrea la infidelidad y la palabra desvirtuada como si fueran sangre y carne de un mismo cuerpo, en el terror de que su mancha se extienda contaminando al impuro, ese que bajo la piel del cordero exige, voz en cuello, la muerte para limpiar su miseria. Sospecha la piedra que la adúltera no lo es pues ha sido leal a la hoguera que habita su entraña. En la travesía dibujada por su velocidad duda si el falso no será un arrobado que ni siquiera atina a balbucir.
La mano es la misma, sopesa con rapidez la gravedad del arma antigua y sabe que el movimiento es memoria animal. Piedra para matar, para afilar, y una vez concluido su vuelo, para rodar por los peldaños de una historia que antes de erigir muros y alcázares habrá de trazar los caminos y sus entrecruces, ahí donde hieródulas y esfinges apuestan la complejidad de su laberinto.
Tebas arde en el sueño de Príamo.
Entreacto
Si las piedras pudieran hablar… Dólmenes, pozos, ciudades, periferia de un velo encubriendo aquello que se muestra ocultándose en su expresión más temible. Quizá sean los segundos previos de la arena descendiendo por el cristal que la aprisiona lo que aterra con mayor certeza, es la muerte que no se enseñorea sino que suspende su letargo en una agonía lenta e irremediable. Vano suplicar su mordedura fatal. Traspasado el límite, del otro lado, más allá de lo visible, más allá, acecha la fauna de lo bestial, es ante su visión que la piedra se desprende de la honda y acierta en su destino. Goliat cae de bruces y David llora lágrimas de Titán. Piedra sobre piedra. Polvo en el polvo.
Tercer y brevísimo movimiento
Me salí a andar las sirgas del monte, quería saber si cabría acercarme a la oscuridad y desoír el silbido de la violencia desvirtuando la naturaleza de las palabras en su mentar el mundo. Exceso. Me habías dicho tanto que apenas algo quedaba de su fraseo en mí, ¿lo perdido no es llamado precisamente “perdido” porque no habrá de recuperarse jamás? Lo que no confesaste es que su hueco habría de dolerme hasta la insensatez, yo que vería en su hondura el relámpago, la ceguera de Tiresias, los labios de la Pythia elevándose en rezo, la rapidez de la espada en reclamo de la sangre derramada. De esa demasía queda el polvo cubriendo la orla de mi manto y la sensación de la grava resbalando por la pendiente. “Quien aumenta su saber aumenta su dolor”,2 frase que me repetías cada vez que me derrumbaba ante lo insalvable y que en esta hora de altísimo lamento volvía a mí como plegaria de mis ojos todavía de cisne, reflejos de Troya en llamas.
Ruptura
La piedra toma mi mano, afirmar lo contrario sería mentir, acaricio sus bordes y huelo su superficie buscando una seña, un signo, algo que atestigüe lo ido. ¿Cuánta distancia habrá rodado para llegar a mí? Piedra de sierra o de arrecife, de selva o barranca, de sacrificio o fundacional, cueva o vientre, al fin piedra como primera y última expresión de lo que permanecerá entre aquellos que no habremos de conocer. Tal vez otra mano algún día la levante y la bese reconociendo en su forma la fractura inicial o escuche los días presenciados en la quietud de su pesantez. Ella que en su inmediata minucia será testimonio de mi paso como lo fue de otros cuyos nombres se han borrado de la memoria de los vivos, ¿por qué siendo tan insignificante trasciende en su permanencia todo lo imaginado por mí? Ella habrá de ser el guijarro inevitable, mientras que yo, que esto escribo, ni siquiera habré de ser grano de arena en el desierto que habrás de cruzar en promesa de bienaventuranza.
1 María Zambrano, “El espejo de Atenea”, en Claros del bosque, Seix Barral, España, 1977.
2 Santo Tomás, “De los remedios de la tristeza o el dolor” en Suma Teológica, Prima Secundae, Cuestión 38, Artículo 4, parrágrafo 1, .
_______________
Poeta y ensayista, MARIANA BERNÁRDEZ (Ciudad de México, 1964) cuenta con estudios de posgrado en literatura y filosofía. Es autora de María Zambrano: acercamiento a una poética de la aurora (2004), La espesura del silencio (2005), Bailando en el pretil (2007), Todo está en la línea: conversaciones con Raúl Renán y 15 poemas inéditos (2008) y Ramón Xirau: hacia el sentido de la presencia (2010).