Recordatorio
Con estas palabras
hoy quemo las heridas
para que poco a poco sanen.
El cauterio apaga por igual
pesares y goces,
pero no borra su rastro,
el cenizo camino
de la memoria.
El lunar, la caverna
Recorre el camino acostumbrado
con el abandono que impone
la monotonía del paisaje
en una carretera cruzada toda la vida.
Tras la misma secuencia de curvas
pronto habría de surgir
una prolongada planicie seca,
pero no: saliendo de una arboleda
aparece un volcán nevado
de hermosura intimidante,
un golpe frío de esplendor
que corta la respiración
antes de liberar el pleno suspiro.
Y luego, crisparse
al sopesar la idea de que la cordillera prodigiosa
siempre estuvo ahí.
Siempre estuvo ahí
el lunar sobre su nuca tersa,
pero no lo supo
hasta el día que fortuitamente
quedó situada entre dos espejos
en un ingrato cubo de cristales.
El infinito propuesto por los reflejos
causó menos asombro
que el descubrimiento de sí misma,
en la desusada vista de espaldas.
Ella suponía que la razón
había conducido sus pasos, todo el tiempo.
Ahora, sedienta y trémula,
se encuentra en la boca de la caverna
y comprende que se guía
bajo un signo fiero, el del instinto,
que siempre estuvo ahí.
Interrupción del sueño
Otra vez la madrugada,
hora de sombra azul
en que dos o tres versos
me aguardan.
Atravieso un corredor
entre siluetas,
acudo a la cita,
pero ninguna sílaba resuena,
antes del primer destello del día,
ninguna palabra.
No me quedaré a esperarla.
Ah, quién fuera poeta
para encontrar símbolos
en la penumbra
y producir música de abstracciones.
Hoy no trepida la penumbra.
Me voy por el corredor,
de regreso al sueño.
Cuño
Él dormía sin fiebre ni sobresalto.
Ella pasó del insomnio al acaloramiento.
Se despojó del camisón
y desnuda dejó la recámara
para penetrar la densa oscuridad de la sala.
Pensó en escribirle un recado,
declarando su apego más hondo
a las cuatro de la mañana.
Pero se quedó divagando
frente al ventanal,
sentada en una silla de mimbre.
Ni siquiera llegó al punto de procurarse
papel y lápiz.
Comenzó por buscar la luna
entre el espesor de las nubes
y terminó por extraviarse en pensamientos
que nunca sospechó guardaba.
Se preguntó sobre la sonoridad de su nombre,
el brillo de su pelo
y el contorno de sus piernas.
La luna no se mostró.
La sombra no se despejó
y ella volvió a la cama
como si regresara de un viaje.
Mientras caía en el sueño,
él despertó, a tiempo
para alcanzar a leer
con las yemas de los dedos
el único testimonio
del paso de esas horas sueltas:
el patrón de la silla de mimbre
grabado como cuño
en la tersura de sus muslos.
Luego miró ese dibujo en la piel
que, ante sus ojos, resumía la carta no escrita.
Por eso los volvió a cerrar,
complacido,
y ambos siguieron durmiendo
sin fiebre ni sobresalto.
Sin título
Olvidada la pugna
por cobrar rasgos propios,
qué ventura
poder ser
como ese paisaje desvaído,
pintado en matices terrosos,
réplica de un rincón ignorado por todos.
Andar por la vida
igual que un cuadro sin título
y —¿por qué no?— también sin firma:
libre del sello de casa,
un paisaje sin autor,
una tela roída por el sol,
algo que parezca tan viejo
y sin origen
como el rincón evocado en el cuadro.
Andar sin estruendo,
anónimo y desobediente
de todo horario.
Qué alivio
y qué permanente novedad
la de no ser reconocido
ni por el espejo:
adivinar de uno mismo
apenas el contorno.
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Escritor, artista plástico y cineasta, Claudio Isaac (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía y Cenizas de mi padre, entre otros libros.
Poemas recogidos del libro Regreso al sueño, reunidos 1993-2011, de próxima aparición.
una ánima, y dos cuerpos.
el lunar tuyo también
claudio claudio claudio claudio… todo nada.
claudio eres yo mi velo suave
claudio sobre la tierra
claudio hasta mis muslos