Un aparente cierre que deviene transición. Un final sin despedida que en realidad da lugar a un nuevo ciclo, y al saludo más solar y más bueno. La muerte demuestra científicamente que la vida puede ser policroma y por momentos incluso agradable.
Para que el día se vuelva el más largo del año es preciso que el sol se mantenga quieto; el fenómeno ocurre dos veces cada doce meses y marca el cambio de las estaciones: en el hemisferio norte evoca el fin de la primavera como adolescencia al convertirse en verano, y en el sur se enmarcan los vientos fríos que, como canas despeinadas, anuncian que el otoño ha de envejecer nuevamente. El lunes 13 de junio pasado, sufrí —literalmente— un infarto mayúsculo del que me salvé de milagro. Durante casi una hora, la vida se detuvo quieta y los minutos se convirtieron en la pausa más larga posible… para que hoy intente escribirlo y asumir que, en realidad, he vuelto a la vida que deberá alargarse con cada cambio de estación en un nuevo trayecto donde no dejaré sin consideración todo aquello que apenas hace una semana dejaba pasar desapercibido.
En realidad, me salvó la vida mi hermana Maylou quien me llevó al hospital en medio del marasmo del tráfico y tráfago donde nadie nos concedía el paso (salvo dos pobres asustadizos que vieron aterrados el rostro de la muerte que yo ya llevaba en la cara), y me salvó la vida ver en la sala de urgencias a mi madre, a mi hermano Chucho y a Aura: sólo los amores de verdad fueron capaces de disimular que en esa misma camilla, de esa misma sala de urgencias, me había despedido para siempre de la sonrisa de mi padre. En realidad, me salvaron los arcángeles médicos Víctor Manuel Ángel, Ernesto Ban Hayasi, Francisco Azar Manzur, Susana Morate y, por supuesto, Tomás Sánchez Ugarte y toda la extraordinaria legión de enfermeras, camilleros y ángeles asépticos que me ayudaron a encarar la peor cornada. A decir verdad, fue una cornada muy anunciada: con ciento cuarenta kilos de peso, dos cajetillas de humo al día, treinta tazas de café cargado, una movilidad que se reducía a la distancia que me separaba del mostrador de los tacos o las hamburguesas, y la crónica (y muy falsa) creencia de que con cuatro o cinco horas de sueño basta para imaginar que se descansa el alma, me estaba cruzando en el tercio sabiendo que tarde o temprano me la iban a pegar, en la femoral o en el pulmón… y resultó ser en el corazón que, efectivamente, es el músculo que más he intentado usar en las faenas —en las buenas y en las malas— de joven y ya con canas. En realidad, me salvó pensar que siempre le debo por lo menos dos abrazos a mis hijos y que ante ellos empiezo esta nueva vida que se me concede como quien borra todas las erratas de tinta mala e inaugura una hoja nueva de nieve sin huella alguna.
Al principio fue un mareo que parecía atributo lógico por la inconcebible altura de la Ciudad de México y, segundo cigarrillo en labios, me proponía empezar otro día como todos, pero el mareo de pronto se convirtió en un puño cerrado, inmenso, intenso que me golpeó el esternón con ganas de aplastar de lleno el corazón. Lo que siguió fue náusea, la mandíbula chueca y adolorida como por obra de otra bofetada. Tenía en las manos unos hermosos párrafos de un amigo escritor que narraba el eterno retorno al Parque del Retiro de Madrid, la continuidad de los parques de mi infancia en Washington, y pensaba sin poder creerlo que me iría con la palabra felicidad en los labios, y el escritorio que parecía írseme como balsa a la mar y en la pantalla empezaban a desfilar todas las imágenes de una vida entera en cámara lenta. Pero ni túneles, ni dramas ni nada.
Se me concedió sobrevivir a un infarto que era de muerte y con estos párrafos quiero agradecer a todos y cada uno de los lectores, amigos, personas, tantas personas buenas que me fueron a ver al hospital, que me llamaron personalmente, que me escribieron con urgencia. Doy gracias a los escritores que leo y admiro que me acompañan siempre de cerca y en especial quiero agradecer las hermosas palabras y párrafos perfectos que me dedicó Juan Villoro en una generosa y balsámica columna periodística que podría ser inmerecida si no fuera, en realidad, la mejor llave para esta nueva vida, la alcayata que ayuda a explicarme tanto azar: sucede que al filo de los abismos todos los parabienes, tanta buena palabra de aliento, tanto apoyo, se pueden leer como inmerecidos obituarios adelantados. Es como si me concedieran —sin cursilería ni morbo— el privilegio de leer la necrológica que me correspondía hace ocho días y, por lo mismo, asumir la responsabilidad de intentar, en lo que me queda de vida, ser digno y estar a la altura de tantas buenas almas y tanto amor del bueno que me sostienen aquí, para seguir. Lo que escribió Villoro es el pasaporte que desearía cualquiera de sus lectores: convertirse en El testigo de lo que sería este mundito sin uno mismo, y asumir sin presunción y con humildad el innegable milagro de que mi vidita está ligada y beneficiada, transpirada y fertilizada por tantas otras vidas que me alivian y alientan cada uno de los días.
El solsticio de infarto significó que la vida se quedaba quieta, en vilo y a la espera de que el corazón palpitara de nuevo. Efectivamente, sucede dos veces al año o, más bien, dos veces en la vida, pues hace diez años me habían hecho ya un cateterismo coronario, preventivo, del que evidentemente me burlé descaradamente engordando, cafeinándome y fumando la vida sin mayor consideración a las enormes minucias que a partir de hoy no quiero dejar pasar desapercibidas: el milagro de mis hijos, la fortuna de tener siempre a mi lado a quienes amo —vivos y muertos—, el privilegio de las amistades invaluables, la suerte de tener hermanos por elección, el alivio de leer y el atrevimiento de escribir, el bálsamo de saberme leído y un luminoso largo día por delante para seguir ejerciendo el corazón.
Por primera vez en tres décadas escribo sin el velo del humo y en esta primera semana ya me quité de encima cinco de los primeros kilos de sobrepeso que han de restablecerme a la forma que escondía tras las lonjas. Por primera vez en treinta años sumo ya varias noches que navego durmiendo antes de que llegue la madrugada y amanezco puntualmente al cumplimiento estricto de cada una de las medicinas que han de ayudar al juego de sístole y diástole, mejor equilibrio de las sombras y aprecio agradecido por todas las luces que se filtran en cada una de las palabras que parecían borrarse en esta misma ventana, sobre este mismo escritorio que se me iba de las manos. Por encima de todo, quiero dejar constancia de mi sincera gratitud. Gracias a santísimas y tantísimas personas que me hicieron llegar la honesta energía de su bondad, la sinceridad y coraje de su preocupación, el abrazo sin intermediarios, la mirada que brilla, la mano sobre el hombro y esa suerte de red invisible —mucho más telaraña que las llamadas redes sociales modernas—, ese entramado impalpable que de vez en cuando nos refresca y recuerda que no estamos solos, que en el pensamiento intacto de un recuerdo se contiene la palpable inmediatez de ese beso, la repetición ya invisible del primer paso en la infancia, el sabor de la naranja que se prueba de nuevo por primera vez en el mundo, tal como los párrafos que intenté leer ayer creyendo haberlos leído antes, hoy que apenas he vuelto a nacer. ~
——————————
JORGE F. HERNÁNDEZ (Ciudad de México, 1962) ha sido profesor en la UNAM, el ITAM, la Universidad Anáhuac y el Centro Cultural Helénico. Como cuentista, publicó En las nubes, y en 2000 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández con el relato “Noche de ronda”, incluido en su segundo libro de cuentos Escenarios del sueño. Dos de sus novelas han sido finalistas del Premio Internacional de Novela Alfaguara: La Emperatriz de Lavapiés (Alfaguara, México, 1999) en1997, y Réquiem para un ángel en 2009. Ha colaborado en las revistas Vuelta, Artes de México, y en los periódicos Novedades, Reforma y El País, de España. Es becario del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del FONCA y ha sido tutor de la Fundación para las Letras Mexicanas.