Las costumbres son más sólidas que los buenos deseos. Éstos se plasman en las constituciones y en los catecismos. En la vida real no todos somos iguales ni queremos serlo. La lengua nos lo recuerda a cada instante. De ahí que haya personas “igualadas”, es decir, que no han comprendido que las clases sociales existen y que están nítidamente compartimentadas. Junto con el sexismo (machismo y homofobia) y el racismo, pueblan nuestra habla diaria expresiones que aluden, casi siempre de manera negativa, a la condición social o al trabajo de las personas. Según el marxismo, una lengua es una superestructura que refleja la situación y actividad de un estrato social y le sirve como arma en la lucha de clases. Siempre figurativas, estas construcciones discursivas a menudo son muestras del ingenio popular (el mismo que nos permite hacer chistes sobre los asuntos más trágicos). También lo son de la persistencia de los estereotipos, es decir, las imágenes o ideas que un grupo social acepta acrítica y comúnmente.
Tal vez el término naco (en España: charnego, paleto) sea la materialización más evidente del discurso clasista. Su omnipresencia en el habla diaria mexicana obliga a una revisión detallada que en otro momento haremos. Baste por ahora apuntar que: (1) nadie se asume como naco: la naquez pertenece a la otredad; y (2) es una palabra polisémica en la cual convergen, en diferentes proporciones, las discriminaciones laboral, racial, estética y económica.
Los oficios y las profesiones son los campos semánticos donde esta férrea jerarquización es más visible. No se habla de ayudantes o aprendices sino de chalanes, chícharos o canchanchanes. Si trabajan en una oficina son chupatintas, empleadillos o IBM (“y veme a traer esto, y veme a traer lo otro”). Son leguleyos los abogados y mordelones (corruptos todos, sin excepción) los policías. Después de la prostitución, el trabajo femenino más vilipendiado es el que ejercen las sirvientas: su proverbial irresponsabilidad se expresa en “irse como criada/chacha/gata”. Resulta sorprendente, por cierto, que gato tenga entre nosotros el sentido de empleado sumiso, si tomamos en cuenta que esos felinos generalmente simbolizan la desobediencia y la libertad.
A otras ocupaciones se les dan características emblemáticas. Así, los peluqueros o modistos son homosexuales; los carretoneros, malhablados; los carboneros, crédulos; vulgares y peleoneras las verduleras. Se descalifican también las edades, tanto a viejos como a niños: los rucos están chochos y, como las gallinas viejas, ya no se cuecen al primer hervor, aunque peor burla —involuntaria— es referirse a ellos como adultos en plenitud. Por el contrario, se califica como infantil, pueril o juego de niños lo que es ingenuo, fácil o trivial. Decimos que tiene pulso de maraquero o de churrero aquella persona cuyas manos tiemblan por enfermedad o vejez; si es gordo entonces su cuerpo es de mariachi, y su panza de pulquero. Cuando el ceño es triste “se tiene cara de enterrador”; la persona que sufrió una gran decepción es comparada con las novias de pueblo, que (¿a menudo?) se quedan vestidas y alborotadas. También menospreciamos las ideologías y las religiones, por eso hablamos de santurrones, mochos, beatas, persignados, o bien, de rojillos y comecuras. Los cirujanos son matasanos, loqueros los psiquiatras y ambos —con una fama ganada a pulso— tienen escritura o letra de médico. Los mejores pleitos, sobra decirlo, se dan en el lavadero y no hay peor compañera que una gorda con canasta.
Ni los más desvalidos se salvan del escarnio. Por ello, cuando una persona ha comido mucho se dice que quedó/comió como piojo de indio o bien como pelón de hospicio. En los teporochos se elige como rasgo característico el alcoholismo, por encima de la desnutrición (que sí se señala, por ejemplo, en muerto de hambre) u otras consecuencias de las inclemencias callejeras. La mendicidad también es motivo de burla: tener cuerpo de limosnero/pordiosero (este último sustantivo, por cierto, es un guiño proveniente del pregón: “una limosna por el amor de Dios”) significa que cualquier cosa sienta bien. Lo contrario, cuando la ropa queda floja: “es que el muerto era más alto/grande”. Es sabido que músico pagado toca mal son y que todo el mundo se apunta para ir a recoger a los músicos de rancho pero nadie está disponible a la hora de llevarlos de regreso. Los que no se casan son solterones; si se trata de mujeres, se quedaron para vestir santos (las más respondonas, por fortuna, prefieren eso a desvestir borrachos). Los gajes del oficio hacen que el artillero tenga mal oído y algo análogo le ocurre a los tísicos.
Un hecho curioso: quienes militan a favor de los pobres llaman sardos (¿seres vacunos?) a los más humildes de los soldados. Se llega, incluso, a castigar socialmente las virtudes: cuando un estudiante es muy estudioso se le llama rata/ratón de biblioteca.
Una sencilla prueba puede demostrar que no es necesario transcribir aquí, palabra por palabra, otras expresiones coloquiales: todos los hispanohablantes entendemos que los cuberos calculan con precisión; los cazadores a veces fallan el tiro; los pescadores se benefician cuando en el agua hay confusión; las novias de los estudiantes rara vez se casan con ellos; los marineros no mandan y se limitan a acatar órdenes; los herreros carecen de lo que producen, mientras que los jaboneros lo tienen en demasía, etcétera.
A primera vista, el clasismo arremete de arriba hacia abajo en la escala social. La existencia y el uso diario de calificativos como riquillos, estirados, pomadosas, encopetadas, pirrurris o burguesitos indican, sin embargo, que la discriminación clasista no es unidireccional. ~
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Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras y de español superior en el cepe de la unam, RICARDO ANCIRA obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USATM”. Ancira ha ocupado diversos cargos directivos y de promoción cultural en la propia UNAM y el FCE.
jaja esta interesante!!