A Gaby Alessio, quien me llevó a ver la película.
A Rodrigo Martínez, con profunda admiración
y con todo mi cariño.
Aunque sigo prefiriendo los místicos a los teólogos, reconozco que existe una teología que poco tiene que ver con la que se publica y se discute en la academia y en los ambientes religiosos, una teología radical, distinta a aquella que las iglesias dictaminan escrupulosamente para canonizar o excomulgar. Una teología ineludible, que ni siquiera los agnósticos logran esquivar y que los ateos comparten, una teología necesaria, que es una pieza esencial de nuestra actitud elemental frente a la existencia.
Dicha teología básica es la respuesta que, de manera más o menos consciente, damos a la pregunta sobre lo ilimitado, enclavada en el corazón del hombre, constitutiva de lo humano.
No es la teología ideológica que termina ahuyentando la experiencia de la fe. Mucho menos la que, desde cualquier tradición, engendra confrontaciones y violencia. Se trata de una teología cimentada en nuestras creencias, que dista mucho de ser una opinión sobre la existencia de Dios y que tiene que ver tanto con el cimiento en que apoyamos nuestra vida, como con el proyecto al que apostamos su efímero capital.
Aquí viene bien ahondar parafraseando a Ortega y Gasset: las ideas las tenemos; en las creencias, estamos. Existen ateos ideológicos, como Buñuel, que en el fondo —al nivel de las creencias— anclan su existencia en Dios, como también creyentes ideológicos que, en el nivel profundo de las creencias, son ateos.
Cualquier noción radical de Dios (negarlo, asumirlo como suprema autoridad judicial o como titiritero de la historia, concederle o no un atributo personal, visualizarlo como proveedor o taumaturgo, como un ser responsable o desentendido de nuestro drama personal, como autoridad, maestro o agiotista existencial) marca necesariamente la noción de nosotros mismos con la que transitamos la existencia, al tiempo en que implica una actitud fundamental frente a la misma. Toda visión radical del misterio, del absoluto, es finalmente una visión que tenemos de la realidad, del hombre, de nuestra misión y del sentido de las cosas. Dicho técnicamente, no es posible hacer teología profunda sin hacer filosofía y, más específicamente, antropología.
Aunque lo intuía, lo hice consciente al ver Camino, esa película que contrasta magistralmente la lectura que una niña española hace de su vida —su amor al teatro, la ilusión de “liarse” con el niño que le gusta, el tremendo drama en que la sumerge el cáncer— con la construcción que hacen de su historia los adultos: un padre amoroso pero nulificado, una madre atrapada en una teología lamentable y, por supuesto, el sistema religioso que la sostiene y retroalimenta.
La madre, cincelada por un providencialismo extremo, dosifica a la hija desde una pedagogía desencarnada frases del tipo “Dios nos manda esta prueba”, “no debes rebelarte a sus designios amorosos”, o bien, “ofrece tus dolores por la Iglesia, por la Obra, por el Papa”, extraídas de un recetario religioso.
Bienintencionada, busca dar a la enfermedad de su hija una lectura sobrenatural, pero termina evadiendo lo humano (sentimientos, dolor, rebeldía, rabia), que interpreta como una amenaza.
Este providencialismo —obsesionado por la sumisión entendida como perfección espiritual y desentendido de la narrativa humana— se busca imponer como una teología unívoca que, en su ceguera, no distingue matices o personalidades y se torna, incluso a pesar de su propio discurso, en despersonalizante.
¡Cuánto dista esta teología de la comprensión del proceso de duelo de la muerte que aprendimos de la doctora suiza Elisabeth Kübler-Ross y que ella a su vez aprendió de los miles de enfermos terminales a los que acompañó!
De la fundadora de la tanatología aprendimos que cada fase de un proceso de duelo, en la medida en que se asume con cabalidad, nos invita a la siguiente. La humana negación da la estafeta al regateo (prometo ser bueno si me cambian el diagnóstico), para pasar a la rabia —tan humana— y de ella a la depresión que nos lleva luego a la (espiritual) aceptación.
Es cierto que no es fácil confiar en los procesos humanos (menos aun en éste, menos aun cuando se trata del drama de alguien amado), pero es cierto también que las mentalidades absolutistas son más renuentes a este reto. Parece que les amenazaran especialmente los pasos intermedios del mismo, que se exigieran (e impusieran a otros) acceder de manera inmediata a la lectura sobrenatural de los acontecimientos.
Por eso no es raro que haya grupos religiosos que desconfíen del camino alterno de la psicoterapia. Cuando alguno de sus más allegados da síntomas de depresión, mucho antes que a la psicología, apelan a la psiquiatría, como si temieran que terapias y terapeutas arrancaran de ellos la vocación o la fe.
Como resultado, un importante porcentaje de sus miembros de número (hipotéticamente más alto que el que encontraríamos en la población general) consume antidepresivos sistemáticamente.
Un providencialismo así entendido genera hombres pasivos, suplicantes y abnegados, desconfiados de sus propios mecanismos y recursos.
La intención de acceder directamente a lo sobrenatural nos termina distanciando de lo humano. Olvidamos que la vida espiritual, entendida en clave cristiana, no invita a suprimir lo humano, sino a asumirlo plenamente, para vislumbrar su dimensión espiritual. Tal es una de las claves y retos fundamentales de la fe en un Dios encarnado, eternidad e historia, transcurrir y acontecer, espiritualidad y narrativa.
En un libro que tiene un título por demás sugerente, Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto, el recientemente desaparecido teólogo español José María Mardones dibuja el tránsito de la fe “del Dios providencialista al Dios intencionista”. No pone el acento en la omnipotencia divina (esa que Dios mismo parece subordinar a su apuesta fundamental, que es el hombre libre), sino en la responsabilidad divina con respecto a las víctimas del sufrimiento, tanto el evitable como el inevitable, así como en su solidaridad con cada una de las mismas.
Así, mientras el providencialismo extremo tiene matices de fatalismo y sumisión, el intencionismo cobija al sufriente con la solidaridad divina, a la que invita a todos.
Pero sobre la correspondencia entre la teología necesaria y la noción de ser humano que subyace a nuestro autoconcepto es posible encontrar una muy importante gama de ejemplos.
Al dios fiscalizador, corresponde un hombre que juega a las escondidillas. Al dios del canje, el tráfico de ofrendas y el mercantilismo existencial. Al dios del chantaje, un hombre mustio. Al dios de la pertenencia, la obsesión por la membresía en institutos religiosos. Al dios excluyente, el proselitismo angustioso de las sectas, así como el individualismo, la competencia. Al Incluyente, las asambleas abiertas. Al dios que se esconde, el oscuro exegeta. Al que se despliega, el hermeneuta. Al juez supremo, el hombre sometido y el rebelde. Al de la perfección, la obsesión por la santidad. Al Dios de una creación inacabada, hombres con proyecto, comprometidos con sus procesos. Al Universal, el hombre fraterno. Al Trino, el comunitario. Al Dios de la historia, el hombre comprometido con su narrativa. A la Divinidad que apuesta por quien sufre, un hombre solidario.
El ateísmo, por su parte, acarrea una cierta dosis de orfandad, mientras que al agnosticismo (improbable en el terreno de las creencias) corresponde a un desvanecimiento gradual del sentido del misterio.
Como no parece haber vida intensa sin alguna apuesta espiritual, ni apuesta espiritual sin consecuencias ontológicas, vale la pena indagar, allí en la profundidad de nuestras creencias, sobre nuestra teología radical, para en su caso, renovarla sustituyendo lo represivo por lo liberador. Por eso no es deseable desterrar del diálogo abierto la reflexión —teológica— en torno a las preguntas últimas. Mucho menos, jactarse de hacerlo.
JAQUE MATE A LA DOCTRINA JUDAIZANTE DE LA IGLESIA QUE HA CONVERTIDO AL CRISTIANISMO EN RELIGIÓN BASURA. El análisis racional de los elementos que integran la triada pre-teológica judeo cristiana (la descripción neutra del fenómeno espiritual, su explicación y su aplicación), nos permite criticar objetivamente el profetismo judío y la cristología de San Pablo que fundamentan la doctrina judaizante de la Iglesia; y visualizar: 1) que las directrices de los ancestros de Israel (patriarcas, profetas, reyes y jueces) contenidas en el Antiguo Testamento, son opuestas a las enseñanzas de Cristo, ya que en lugar de promover el amor misericordioso y la hermandad universal, promueven el racismo, el despojo, el sometimiento y/o exterminio de los pueblos no judíos; 2) la omisión capital que cometió Pablo en sus epístolas al mutilar al cristianismo de la doctrina de la trascendencia humana (instruida e ilustrada por Cristo) que se alcanza practicando las virtudes opuestas a nuestros defectos hasta adquirir el perfil de humanidad perfecta (cero defectos), dándonos acceso a las potencialidades del espíritu a medida que nos vamos desarrollando espiritualmente; 3) la urgente necesidad de formular un cristianismo laico enmarcado en la doctrina y la teoría de la trascendencia humana (sustentada por filósofos y místicos, y su veracidad comprobada por la trascendencia humana de Cristo); a fin de afrontar con éxito: “el ateismo, el islamismo, el judaísmo, el nihilismo, la nueva Era y la modernidad”, que amenazan con sofocar al cristianismo. http://es.scribd.com/doc/73946749/Jaque-Mate-a-La-Doctrina-Judaizante-de-La-Iglesia
Me gusto.