De Juan Rulfo me gustan las piedras. Las albarradas, el muro acribillado, los nichos de cantera donde se guarece la sombra. Sí, las piedras. Todas ellas. Las que una mano juntó alguna vez con argamasa, las que asoman desde siglos desolados en las cornisas rotas, o aquellas otras que la historia amontonó en una pila inútil donde se perdieron para siempre sus formas singulares. Sí, lo que más me gusta son estas piedras: piedras unidas por otras piedras, lajas sostenidas por otras lajas, losas hermanadas con otras losas, pero también piedrecillas solitarias, invisibles casi, vagabundas dejadas de la mano de dios.
Juan Rulfo,
Escultura religiosa y vista urbana, ca. 1950.
Fotografía propiedad de la señora Clara Aparicio de Rulfo.
Al igual que muchos otros caminantes, Rulfo descansó a la sombra de las piedras, pero ¡cuánto supo mirarlas!, ¡cómo acercó a ellas su propia piel y prestó oído a sus palabras! Cómo se adentró en la porosidad del tezontle y acarició los relieves virreinales y palpó la lisura de los encalados escurridos de agua y repasó con la yema de los dedos el trazo de los grafitis y tocó con suavidad las aristas desfiguradas por vándalos y balas. Su mirada es la de quien ha conocido esas piedras desde la intimidad del tacto. Por eso parece estar a solas con ellas, a solas con los muros conventuales, a solas con los túmulos del cementerio, a solas con la barda atrial en la que su mano-ojo, su vista-tacto, alcanzó todavía los últimos jirones de papel de un aviso inoportuno. No obstante, por el resquicio de algún tecorral imagino a un niño que espía a Rulfo mientras éste atisba por el lente de su cámara.
Decía que lo que más me gusta son todas estas piedras. Hay algo clásico en ellas, tan clásico como puede serlo el reino mineral, el mismo clasicismo de las propias imágenes de Juan Rulfo: perspectivas explícitas, composiciones nítidas, tomas frontales en busca de la simetría, formalismo que va más allá de la forma; ninguna audacia que distraiga de aquello que el fotógrafo quiere mostrar, ninguna violencia, ningún ruido. Incluso los músicos han dejado de tocar y se disponen a partir. En estas fotos llanas, rotundas como piedras, a veces se deslizan, sin embargo, ciertos matices de ironía, algunos rasgos de delicado humor: un arrogante Mercury convertible a las afueras de un jardín provinciano, la crema de almendra Ibáñez y un letrero de Cafiaspirina junto a la fachada poblana del siglo xvii, o el grácil equilibrio del ángel que enmarca sonriente un pórtico texcocano.
Quisiera ver como veía Juan Rulfo, aunque me conformaría al menos con poder ver lo mismo que él vio: esa pulcra sucesión de formas en la profundidad del número 6, el soportal de ladrillos en aquella callejuela empedrada de Jalisco, los muros erosionados de los que tal vez no queda ahora ni piedra sobre piedra. La historia, en efecto, está hecha de ruinas; la ausencia es una lápida, y la vida un canto que vamos puliendo como podemos sin acabar de hallarle forma. “De cuántas amarguras está hecha la dura vida”, escribió Rulfo a propósito de las imágenes de Nacho López. Y es que para muchos la vida no es más que una piedra en el zapato.
Pero hay otras piedras: la piedra clave que marca el centro del arco, la piedra angular que apuntala las esquinas, la piedra de toque que calibra los metales, la piedra filosofal que buscaba la alquimia… En cierto modo Juan Rulfo la encontró, mas no porque le interesara el oro sino porque, al igual que los grandes fotógrafos, labró en silencio, desde el más profundo silencio, estas piedras incrustadas de plata. Privilegio suyo dominar dos lenguajes: decir piedra con la palabra piedra, decir piedra sólo con mirarla.
En una aldea sin nombre, en uno de esos pueblos del centro de México contenidos todavía dentro de su retícula original, se erguía en los años cincuenta —quién sabe ahora— la escultura pétrea de un fraile. Por encima de las casas bajas con techos planos, tal vez desde lo más alto del templo, el vigía oteaba el horizonte y avistaba a lo lejos un destello de agua. “Agua a la vista”, musitaba quizá, desde el mar de piedra quieta que lo rodeaba. Cuando vi esa fotografía, no sé por qué, pensé que eso mismo había hecho Rulfo toda su vida; algo como mirar más allá de las cosas y sacar agua de las piedras. Pero a lo mejor me equivoco.
* Texto leído el 15 de marzo de 2011 en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam durante la presentación del libro 100 fotografías de Juan Rulfo, editado por RM y la Fundación Juan Rulfo, con textos de Víctor Jiménez, Andrew Dempsey, Daniele De Luigi y Juan Rulfo.
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CLAUDIA CANALES es doctora en Historia por la unam, institución donde forma parte del personal docente del Colegio de Historia. Como investigadora, se ha especializado en imagen fotográfica y cultura literaria del siglo xix mexicano, temas sobre los que ha publicado varios libros y ensayos.