K. dormía, aunque no se trataba
de un verdadero sueño, pues oía los discursos de Bürgel tal vez con más claridad que si estuviese despierto.
Franz Kafka
Casi al final de El Castillo aparece la entrevista de K. con Bürgel. Es una escena singular y ejemplar como casi todo en Kafka. En ella se ilustra el combate de un hombre contra el sueño. Mientras Bürgel le habla a K. sobre los interrogatorios nocturnos, el agrimensor comienza a dormitar instalado en la cama del funcionario; momentos antes ha sido su último encuentro con Frieda. La noche avanza presurosa. A las cinco de la mañana podrá entrevistarse con Erlanger, así que la apacible cama de Bürgel, de proporciones generosas, le resulta profundamente atrayente. La voz del funcionario es descrita como una especie de calmante; una letanía propicia al sueño. K. se adormece contra un poste de la cama, mientras el único funcionario que lo trata con amabilidad en toda la novela habla interminablemente.
Cuando K. se encuentra profundamente dormido tiene un sueño: en éste ha ganado una batalla y un gentío alza su copa de champaña en su honor. En la celebración, K. se estrecha contra un funcionario desnudo semejante a un dios griego; de pronto se encuentra solo, el gentío lo abandona y queda una copa sobre el suelo, la pisa —pueden escucharse los crujidos de la copa bajo sus pies en la narración—, los piquetes del vidrio duelen y entonces despierta. En una especie de semisueño, el agrimensor contempla a Bürgel que tiene el pecho desnudo y se imagina que éste le dice: “¡He aquí a tu dios griego! ¡Vamos, sal de la cama!”. K. no se recupera del todo, se levanta aturdido y asiste a la entrevista de Erlanger con un evidente sopor. Acepta sin objetar la petición del secretario y no aboga por su causa; tal es la incisión del sueño sobre sus pensamientos. Extenuado, contempla el ajetreo de los expedientes y más tarde, vencido por un cansancio absurdo, duerme doce horas sobre un costal en un rincón del café de la posada de los señores, una vez que la implacable mesonera da permiso para ello, después de haberlo arrastrado como un costal hasta ese rincón.
Todas estas escenas están descritas largamente, la fatiga de K. es trasmitida al lector mediante descripciones minuciosas. El lector entra en ese sueño, en ese cansancio y comienza a sentir los párpados hinchados, moles que se cierran con pesadez. Todo nos recuerda esos momentos terribles cuando el cuerpo no puede tenerse en pie pero el cerebro sigue enviando la indicación de permanecer despiertos: estado de semiconciencia en el que la realidad se convierte en un vórtice pesado y denso, incomprensible e indiferente. Ya no importa. Podemos ser insultados entonces. El cuerpo no responde.
Como muchos de los pasajes de las novelas de Kafka, sabemos que algo se encierra en este encuentro particular. Bürgel, caracterizado como un hombre bonachón y amable, tiene una singular paciencia con K. Lo deja dormir en su cama, a sus pies, lo deja incluso abrazarse a ellos, lo arrulla con su voz. Ésta es la victoria que se enuncia en el sueño, pues es la primera vez que K. consigue una zona de intimidad con el castillo. También es la única ocasión en la que se le abren las puertas aunque, paradójicamente, no pueda permanecer despierto para gozarlo. Y Bürgel, de ser un anciano cándido se convierte en un dios griego: un ser terrible que ama y odia. No son, sin embargo, todas esas descripciones las que llaman la atención, sino los breves indicios que se ofrecen después. Una vez que K. despierta continúa en ese estado comatoso de los paraísos artificiales; allí, soñando todavía, contempla esas escenas extrañas y alocadas entre los ordenanzas y los papeles de los señores del castillo que no salen de sus habitaciones; estupefacto, se queda en el pasillo observando un tiempo indefinido el ajetreo matutino, tratando de descifrar aquellas señas, aquellas palabras de descontento, aquellas miradas indiferentes de los lacayos. Después, cuando habla con Erlanger, una oportunidad magnífica para encararse respecto a las anomalías de su caso, K. desaprovecha la oportunidad porque todavía está en ese limbo perezoso de la inacción. Y más aun, cuando los mesoneros lo retiran a la fuerza del pasillo donde contempla los expedientes, se deja arrastrar por la pareja sin quejarse e, incluso, pide una disculpa.
Este pasaje es enigmático porque el sueño suspende la rebeldía del personaje. Durante toda la novela nos acostumbramos a un hombre reacio, fuerte, impertinente en su afán por saber. En la escena de Bürgel, en cambio, un ser extenuado es arrastrado por el suelo. El estado de K. esboza con claridad el peso de la fatiga destruyendo la acción. Vemos en marcha al cansancio; he ahí la máquina destructora que, semejante al aparato de tortura en “La colonia penitenciaria”, graba sobre el cuerpo la muerte. Estamos hechos de huellas. Figuras invisibles que trepan nuestro cuerpo y lo sellan hasta el fin. La propia lengua es una marca sobre la boca, la manera que tenemos para olfatear nuestro pensamiento. Estamos hechos de fatigas. Un cansancio que recorre nuestros huesos para decidirnos a abandonar nuestras batallas. La supuesta carencia de soluciones vitales imponen el mismo cansancio: los párpados se cierran mientras el mundo susurra a la manera de Bürgel.
Es necesario entonces estrecharse contra el presente y abrir mucho los ojos. El rebelde, cansado de luchar contra lo aplastante, no puede cesar en su impulso, aunque todos los obstáculos sean alimento de la fatiga. Debe insistirse en la acción, continuar el movimiento. El estado de K. es un reflejo inmediato del cansancio que produce no asumirse en una batalla o abandonarla. El reto es, por tanto, despertar de esa manera luminosa, clara y atenta, que producirá una respuesta combativa más determinante. Despertar es abrir los ojos: ser la sensación. Asusta porque implica enfrentarse al mundo nuevamente, volver a articular la memoria con la lengua. Si los despertares nos toman desprevenidos, ocurre lo que a K.; el imprevisto trastoca el orden de un combate.
Muchas son las escenas del despertar en la obra de Kafka: el de Gregorio Samsa convertido en gusano, el de Josef K. cuando comienza su juicio o la consciencia abrupta del aislamiento en “Las memorias de un perro”. Son ésos, sin duda, los momentos más peligrosos con los que nosotros, los lectores, nos encontramos ante un golpe que ataca nuestra reflexión. Cada nuevo pensamiento siempre es un despertar que requiere ser saciado a través del habla y de la escritura, por eso José Martí dijo que “pensar es servir”. Siempre hay hombres que permanecen dormidos, en ese estado seminconsciente de la no aceptación, en la calma perezosa ante la ruina. Hay otros, en cambio, que sacuden el letargo y encienden el motor. Ésos no tienen miedo; son los que doman cada pequeña cosa en su breve universo porque han comprendido alguna partícula del azar. ~
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INGRID SOLANA (Oaxaca, 1980) estudió la licenciatura y la maestría en letras en la UNAM. Ha impartido clases en diversas universidades mexicanas, como la propia UNAM, el ITAM y la Universidad Panamericana. Cuentos, reseñas y poemas suyos han aparecido en publicaciones como Literal, Contrapunto, Punto de Partida y Andamios. Ha publicado dos libros de poesía: De tiranos (2007, Limón Partido) y Contramundos (2009, Instituto Mexiquense de Cultura).