Comparadas con la lucha de sangre que libra el mundo árabe en busca de derechos básicos, las protestas en España podrían subestimarse. Colocadas en contexto, sin embargo, parecen síntoma del grave desgaste de la democracia contemporánea.
Probablemente para cuando se publique este artículo las principales plazas de España habrán vuelto a su vida normal. Ya no habrá en ellas toldos ni tiendas de campaña, y se habrán dejado de escuchar las consignas de los manifestantes, que ahora saltan y cantan y corean hasta altas horas de la madrugada, fieles al lema del momento: “Si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir”. Pero aunque todo haya acabado, bien porque la policía haya decidido cargar contra los manifestantes —espero que no—, bien porque éstos se hayan marchado a sus casas tras acordar nuevas formas de acción, y en las plazas se experimente esa sensación de cansancio feliz que sigue a los macroconciertos de rock cuando ya se están desmontando los escenarios, merece la pena echar un vistazo al fenómeno de las manifestaciones más o menos espontáneas que han tenido lugar estas semanas en España y en muchas ciudades europeas, protagonizadas también éstas por españoles.
A primera vista no se trata de algo muy original, porque es evidente que recuerdan a las concentraciones que tuvieron lugar poco antes en la otra orilla del Mediterráneo; la Puerta del Sol parecía una reproducción a pequeña escala de la Plaza Tahir en Egipto. Y como en ésta, la concentración se había convocado, difundido y organizado principalmente a través de Twitter y Facebook; ¿quién nos iba a decir hace unos años que las redes sociales, más aptas para el cotilleo, el ligue y el intercambio de banalidades, se iban a convertir en instrumentos de la subversión? Pero Egipto no es España ni la dictadura más o menos disimulada de Mubarak es equivalente al régimen democrático de un país europeo. Los egipcios salieron a las calles dispuestos a no abandonarlas hasta ver satisfechas sus reivindicaciones y, aunque lo hiciesen en nombre de ideologías diferentes, tenían un mismo objetivo: derrocar al dictador. El otro objetivo compartido por la mayoría era instaurar la democracia.
Pero se supone que en toda Europa ya impera la democracia y, para colmo, en el mundo occidental hace tiempo que pasamos a un estado postideológico —el propio de la postmodernidad y del capitalismo tardío anunciado por Jameson— en el que resulta casi imposible creer en narrativas universales: las ideologías han muerto, salvo las que se disfrazan de conjunto de soluciones meramente técnicas, como el neoliberalismo. Quizás el último coletazo ideológico que se ha dado en Europa fue el del ecologismo, que perseguía no sólo resolver problemas concretos de contaminación o salud sino que iba acompañado de una búsqueda de formas de producción y de vida respetuosas para con el medio ambiente, todo ello acompañado de una reivindicación de “lo natural”. Desde entonces ninguna ideología ha echado raíces en Europa, por lo que las manifestaciones que seguían teniendo lugar se limitaban a reivindicaciones y protestas puntuales: en Francia contra la reforma de la educación, en España contra la guerra de Iraq, en el Reino Unido y en Grecia contra las medidas de austeridad. El único movimiento de masas que alteró ligeramente la plácida digestión de nuestras sociedades aparentemente satisfechas fue aquél contra la globalización que exigía un mundo más justo sin acabar nunca de concretar de qué mundo se trataba: a pesar de los ropajes ideológicos, de las banderas, las pegatinas, los pins, los ataques al capital, la organización incluso de grupos de choque contra la policía que recordaban a los movimientos obreros, o cuando menos mayo del 68, no había detrás una ideología definida, una visión, un proyecto, sino sólo un anticapitalismo tan furibundo como difuso que acogía a partidos y grupos políticos de toda laya, los cuales aprovechaban la ocasión para hacer propaganda de su propia y a menudo trasnochada concepción de la sociedad.
No es que hubiésemos perdido por completo la nostalgia de una ideología universal, pero incapaces de imaginar una plasmación en nuestras latitudes, la proyectábamos sobre otras y, perezosos abanderados de las revoluciones ajenas, preferíamos simpatizar con el movimiento zapatista o con la causa del pueblo palestino; daba la impresión de que nos parecía más fácil influir en las estructuras de otros lugares del mundo que en las de nuestros propios países.
Hasta que hace unos días empezaron a reunirse en las plazas de las ciudades españolas numerosos jóvenes, y no sólo jóvenes, convocados por una insatisfacción general tanto tiempo represada que necesitaba encontrar un cauce de expresión. Cuando parecíamos convencidos de que la única manera de plasmar nuestro compromiso político era usar el ratón para adherirnos desde casa a tal o cual causa humanitaria, de pronto nos piden que volvamos a salir a la calle: “No nos mires, únete”, llamaban los manifestantes a los desconcertados curiosos que se acercaban a ser testigos de la protesta.
Es cierto que las concentraciones recientes tienen muchos rasgos de otros movimientos postideológicos: nadie ha propuesto una nueva forma de sociedad ni de Estado ni se transparenta una filosofía compartida; algunos políticos, irritados contra este movimiento difícil de controlar y manipular, han tildado a los manifestantes de antidemocráticos por querer imponer su voluntad fuera de las urnas, sin respetar los deseos de la mayoría. Es comprensible el malestar de los políticos que se veían atacados, para colmo en época de elecciones, por un frente que no concurría a ellas y al que es difícil aplicar la retórica habitual. Malestar aún más grande porque los manifestantes pedían respeto a la democracia que sus supuestos defensores estaban pisoteando. Porque, y eso es lo más original, las miles de personas reunidas sin invitación de partidos ni sindicatos no estaban allí con una reivindicación concreta que les uniese, sino hermanados por un sentimiento de hartazgo frente a un sistema que quisieran conservar pero que cada vez les representa menos: hay allí muchos que no aceptan que un país que ha crecido y se ha enriquecido tanto como España en los últimos años siga generando millones de parados, y esto en número creciente; gente cansada de un sistema electoral que favorece un bipartidismo que, salvo por la influencia de los partidos nacionalistas de las distintas autonomías, niega la menor opción de que cualquier proyecto marginal se imponga a los partidos principales; asqueados de que éstos judicialicen la democracia, eligiendo magistrados para los más altos cargos, que después no actúan con sentido de la ley sino de fidelidad al partido que los nombró, volviendo una pantomima la independencia judicial; profundamente irritados con una democracia que gasta miles de millones en rescatar a los bancos que han llevado al país a la crisis mientras ahorra y recorta en los ciudadanos que la padecen; indignados con los cientos de políticos imputados por corrupción que concurren a las elecciones haciendo gala de una desfachatez impresionante. Miles de razones y un solo sentimiento: el sistema está podrido, pero no queremos otro, queremos que limpien el que les hemos dado y nos lo devuelvan. Son tan moderados los manifestantes que han organizado equipos de limpieza, que invitan a no beber alcohol ni a consumir drogas, que insisten en evitar cualquier acto de violencia. Incluso cuando los comerciantes se quejan de las pintadas en sus paredes y puertas, se organiza inmediatamente una brigada para eliminar los carteles. Nunca fue tan ordenada una algarada callejera, lo que les hace un blanco complicado de atacar: sus actos causan muchos menos disturbios que las celebraciones futbolísticas.
¿Antidemocráticos por no usar el cauce de los partidos y los sindicatos, por no concurrir a unas elecciones en las que no tendrían ninguna oportunidad porque los partidos establecidos cuentan con fondos ingentes —a veces obtenidos al margen de la legalidad— para su propaganda engañosa? No sé si lo pretendían, pero se han convertido en la conciencia de nuestro sistema. El lema que les reunía, “Democracia real, ya”, por vago que sea, expresa un malestar que va más allá de jóvenes radicales, de grupos antisistema —como decían con razón algunas pancartas referidas a los políticos: “los antisistema son ellos”. También va más allá de las reivindicaciones de los parados y de quienes más han sufrido la crisis. La sensación de que nuestras sacrosantas democracias están seriamente averiadas ha calado también en la clase media. Ya no basta la cínica cita tan frecuente en boca de políticos según la cual la democracia es el peor sistema político salvo todos los demás. La democracia podría ser mucho mejor de lo que es. Ojalá, cuando se marchen a sus casas los manifestantes, el susto que han dado a los políticos empuje a éstos a iniciar alguna de las reformas demandadas. Ojalá, después de que la gente abandone las plazas, se siga escuchando durante mucho tiempo el eco de sus voces.
____________________________________________ JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas y La comedia salvaje. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna”. (www.ovejero.info)
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