Una tarde de febrero acudo a la casa del pintor, coleccionista y curador de arte Miguel Cervantes (Ciudad de México, 1942). En las paredes de la sala se encuentra colgado su trabajo más reciente: una serie de pinturas sobre papel y tela que él ha denominado “Lodos”. Después de la extenuante investigación curatorial para la exposición “José Clemente Orozco: Pintura y verdad”, ha retomado los pinceles y la paleta, prepara un viaje a Egipto y medita sobre una exposición de heterodoxos del arte mexicano. En esas coordenadas de su vida y de su profesión, me reúno con él para hablar de su infancia, de sus amigos y de sus contemporáneos, de sus afinidades visuales, de su trabajo como curador de la obra de Orozco.
Árbol genealógico con personalidades de circo
En la familia, mi madre fue alumna de la Academia de San Carlos en la década de los treinta, por supuesto antes de que yo naciera. Mi padre también estuvo, una década atrás, en ese mismo lugar en calidad de alumno de arquitectura. Los dos tuvieron maestros comunes, como Fernando Leal. Por eso en mi casa las artes plásticas y la arquitectura fueron temas vivos. Mi madre, a los cinco o seis años, me enseñó a pintar acuarela. En la fantasía de ese recuerdo, en el gusto por el dibujo y la pintura, tengo presente la visita que hice con mi padre al Palacio de Bellas Artes para ver una exposición de María Izquierdo, aquellos cuadros sobre circos. No sé si estos recuerdos son inventados o no, pero me veo de niño pintando también circos, personajes del circo.
Mi madre fue cercana a muchos de los pintores de su época. Una generación atrás, mi abuela materna fue una persona que frecuentó el mundo literario de las primeras décadas del siglo xx; ella era cercana al círculo del novelista José López Portillo y Rojas. Todos los viernes asistía a la casa donde el escritor recibía a otros artistas y literatos a comer; mi abuela también iba a esa reunión y llevaba a mi madre que era apenas una adolescente. De esas visitas a la casa de López Portillo y Rojas, mi madre conservó una pasión por la obra de varios de los poetas modernistas. Muchos años después se acercaría a Manuel Rodríguez Lozano, a Diego Rivera, a Agustín Lazo, a Julio Castellanos; incluso, de niño conocí a la mayoría de estos pintores, en las visitas que hacían a casa o cuando nosotros visitábamos el estudio de alguno de ellos. Y claro, yo estaba allí y Julio o Manuel me pasaban a su estudio y me mostraban lo que estaban haciendo. Estas experiencias fueron un legado familiar. El gusto por la pintura sería en esta época temprana de mi vida el despertar de una vocación.
Lugares comunes visitados por artistas poco comunes
En los años cincuenta existían la Galería de Arte Mexicano, que era muy importante; la Galería Misrachi, que exponía a Tamayo y a Soriano, fundada por Ruth Davidoff y Alberto Misrachi en su nueva sede de la Zona Rosa, y la Galería Juan Martín. En esta última galería y en la de Antonio Souza se presentaron, se cultivaron, a los primeros artistas que años después se conocerían como la Generación de la Ruptura. Mencionaré los pintores que, personalmente, más me interesaron. De Carlos Mérida, cuya obra conocí en la Galería de Arte Mexicano, sin ser en estricto sentido un pintor abstracto —porque no lo es—, me entusiasmaba ver las obras que iban apareciendo. Lo mismo me pasaba con las piezas de Gunther Gerszo, que también se exhibían en la misma galería atendida por Inés Amor. En Misrachi recuerdo que, en 1961, vi la exposición de Juan Soriano con los retratos de Lupe Marín, una muestra espléndida. Fue una exposición axial para mí. Al año siguiente Rufino Tamayo hizo otra magnífica exposición.
En esa época, también la Galería de Antonio Souza exhibió a Lilia Carrillo, artista que siempre me interesó, y también a Tamayo. En este galerista encontré, además de un amigo, a alguien a quien le atraían artistas que nada tenían que ver con la escuela nacionalista. Importaba, sí, un gusto cosmopolita, muy de Antonio. Eran los años en que Toledo le llevaba sus primeras obras, y cuando José Luis Cuevas le enviaba una cantidad inmensa de cartas desde Estados Unidos antes de una exposición suya. En esta galería conocí personalmente a Mathias Goeritz cuando presentó sus paneles dorados que causaron un gran escándalo. Pocos años después me encuentro con Juan García Ponce y es cuando hago amistad con Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Roger Von Gunten, Fernando García Ponce, Francisco Corzas. Algo de ellos: sutilmente figurativos, la mayoría con aventuras radicales, personalísimas, en la abstracción.
Complicidades mayores
octavio paz
A Octavio Paz lo conocí hasta 1975. Había leído su obra, la seguía; recuerdo la serie de ensayos titulada Corriente alterna, importantísima respecto de la visualidad. Él fue el gran precursor de una nueva manera de ver. En todos los artistas de nuestra generación está presente el pensamiento y la visión de Paz. En su crítica encuentro una amplitud de visión capaz de hacer descubrimientos en los extremos de lo visual. Abría realmente el espectro visual de la pintura. Reconocía, claro, a los grandes, a Matisse, a un cierto Picasso, pues no fue un admirador incondicional. Él decía que el español tenía lo peor y lo mejor de su siglo. Y entre aquellos dos artistas plenamente visuales, estaba Duchamp como muestra de su gran espectro. Sí, Paz fue la mente que orientó la brújula de esa generación.
En la obra de Paz están presentes esos dos momentos del arte y la cultura mexicanos que se gestaron en el siglo xx . Transcurre en las dos épocas como un protagonista intelectual importante. El laberinto de la soledad pertenece a esa primera etapa de formación de una identidad nacional para después abrirse hacia otras tradiciones en la segunda mitad del siglo pasado.
Soñaría con que toda la crítica de arte que hizo Octavio, reunida en el volumen Los privilegios de la vista, pudiera concretarse una vez más en una gran exposición en México. Claro, ése es un sueño imposible. Él observó tantas cosas en tantos lugares, descubrió tal cantidad de cosas que sería una muestra realmente imposible.
juan Soriano
La amistad con Juan fue sumamente importante. Su falta de veneración a maestros, su falta de respeto ante el mundo me resultó una lección extraordinaria. Fue capaz de la burla, de burlarse de hacer cualquier cosa. Yo no tengo esa capacidad. En Soriano, en cambio, la ironía absoluta con la que podía ver el mundo es fantástica. Desacreditaba todo aquello que pudiera ser objeto de reverencia.
juan garcía ponce
La personalidad y, sobre todo, la cultura visual de Juan García Ponce, fueron una revelación para mí. Él había estado becado en Nueva York para estudiar teatro y había disfrutado la pintura abstracta norteamericana de finales de los cincuenta y regresaba a México entusiasmado. Rothko, Motherwell, Pollock, De Kooning fueron pintores que él conocía no sólo por el hecho de haberlos visto en Nueva York sino porque tenía una lectura real y profunda de su obra. Por eso, al hacerme muy amigo de Juan se estableció un diálogo intenso sobre la pintura que duraría muchísimos años.
Fue él quien movió los hilos para que en 1969 se montara mi primera exposición en la Galería del Palacio de Bellas Artes; incluso escribió un texto para el pequeño catálogo que tituló: “Miguel Cervantes: el viaje a lo otro”. Él decía que yo pintaba desde la cultura, frase que no olvido. Desde luego, yo había viajado a Europa y la fascinación por ver obra de otros, de contemplar pintura, la llevé a entusiasmos muy fuertes por algunos pintores. Él insistía en que mi trabajo tenía un panorama de pintura permanente, tanto de la moderna como de la antigua de los grandes maestros; el siglo xvii holandés me apasionó por un tiempo, en fin, varios temas de la pintura que veía y estudiaba. García Ponce era voz viva de lo pictórico porque era tremendamente sensible a lo visual, la palabra crítico le queda corta pues en su caso se trata de una imaginación visual extraordinaria, un gran ojo. Incluso en su obra narrativa hay momentos de visualidad que son producto de esa sensibilidad. Fue algo más que un diálogo, porque a las discusiones con Juan sobre pintura y pintores se sumaban sus reuniones y sus fiestas, nuestras borracheras. Eran encuentros continuos. Además, claro, estaba su posición contra el nacionalismo y en pro de los nuevos valores que se daban en Europa y en Estados Unidos; que era el momento en que México se abría al exterior. Y por supuesto, Juan se convirtió en un protagonista intelectual importante, en su prosa, en sus conferencias, en sus presentaciones de artistas.
alejandro rossi
Alejandro, además de haber sido uno de los dos o tres mejores amigos de mi vida, fue un maestro. Me aproximé a él con ese respeto que hay entre el maestro y el discípulo, a pesar de tener una amistad y una confianza mutuas. Tenía un ojo particular, extraordinariamente refinado. No era un hombre al que llamara la atención la pintura en general. Sabía ver particularmente ciertas cosas; por ejemplo, uno de sus pintores favoritos fue Morandi, seguramente por su cercanía al universo italiano, por su clasicismo como pintor. Me hizo leer literatura italiana, poesía italiana. Compartí con Alejandro otra veta que era Nueva York; para él esta ciudad y su mundo literario del siglo xx se convirtieron en una pasión. Fue un gran lector de los grandes novelistas y de los grandes cuentistas que vivieron en esta ciudad. Una figura que nos acercaría a este territorio sería Edmund Wilson; leímos y compartimos sus volúmenes de críticas dedicados a las distintas décadas.
También, por supuesto, me interesó la aventura artística de Rossi. Su trabajo dentro de la filosofía y su paso al mundo literario con esa prosa excepcional que no he dejado de admirar. Se trata de un escritor con un enorme equilibrio y refinamiento, de altísima manipulación del lenguaje, sumado a un gusto por la precisión. Me parece que tenía un alma dirigida a la precisión.
Pintura y verdad: José Clemente Orozco
Mi interés por Orozco se inició en mi juventud con algunos cuadros y murales. Nunca dejé de tener interés en su obra, incluso en los momentos más álgidos de la Ruptura y de la oposición al nacionalismo. En mi diálogo con García Ponce, el jalisciense era un tema aparte y de excepción. Había una admiración mutua por él. Traté en esa misma época a Luis Cardoza y Aragón, a quien me acerqué precisamente para hablar de Orozco. Su obra siempre estuvo presente en mi vida, aunque con varias interrogantes. ¿Qué era la pintura para él? ¿De qué trataba su obra? Su expresionismo me era admirable, pero su iconografía me intrigaba. ¿Cómo había llegado a esa iconografía misteriosa?
Después de haber revisado su trabajo con motivo de la exposición “Pintura y verdad: José Clemente Orozco”, encuentro que su dibujo es de un talento supremo. He viajado para ver dibujo; he estado en gabinetes de estampas en el Louvre o en el Metropolitan y de pronto redescubro el dibujo de Orozco como un arte mayor que no había valorado en toda su dimensión. Y me pregunto, pensando en las nuevas generaciones, qué lecturas tendría un joven de veinte o treinta años de esta obra. La propuesta de reunir los estudios preparatorios de sus murales permite una visión histórica del dibujo de Orozco, desde sus inicios en la caricatura hasta sus últimos trabajos. Pienso que puede ser una obra que les despierte interés. Veo que la pintura callejera de Los Ángeles, por ejemplo, entronca felizmente con la pintura de Orozco. En lo que toca a la crítica, tal vez sea Renato González Mello quien ha realizado el último intento de revisión de su obra, vista desde un ángulo novedoso a través del cual llega a conclusiones muy especiales.