El tiempo es ese gris compadre
pitando allí sin hacer nada.
Julio Cortázar
“Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico con tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”. Así escribió Julio Cortázar en una carta enviada desde París en 1963. Poco afecto a describirse, leer sus palabras produce el mismo efecto —gozoso, morboso, emocionante, prohibido— de abrir la correspondencia ajena.
La carta es larga. Respuestas epistolares para una entrevista. Una fortuna saber de su infancia. No por el afán del coleccionador de datos sino con la ciega aspiración de hallar espejos. ¿Será cierto que todos los buenos escritores han tenido una infancia infeliz, que, como decía Hemingway, es un requisito indispensable para tener una buena pluma?
“Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la Argentina —continúa el escrito—, hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la manera de pronunciar la ‘r’, que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados.”
Gracias por el reflejo. Y casi terrorífico que, de pronto, la desgracia ajena nos alivie. Consuelo de tontos. Ojalá y todo fuera como eso: pensar que uno se parece a Cortázar porque también tuvo tristezas frecuentes y primeros amores desesperados. (¿Quién no? ¡Cuántos de infeliz infancia no consiguen atar sujeto con predicado!)
Pero Julio remata al final de la carta: “Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra ‘madre’ era la palabra ‘madre’ y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba”.
Pero no se estrelló. Escribió Rayuela, un día se encontró rodeado de cronopios bailarines, perturbadoras famas y esperanzas que lo espiaban y nos lo contó, nunca escribió un cuento malo y su vertiginosa vida de cosmonauta lo llevó hasta la poesía y hasta acusó a sus críticos, con palabras bien dichas por supuesto: “Se reprocha a mis novelas ese juego al borde del balcón, ese fósforo al lado de la botella de nafta, ese revólver cargado en la mesa de luz, una búsqueda intelectual de la novela misma, que sería un continuo comentario de la acción y muchas veces la acción de un comentario”.
Hoy, que se han cumplido veinticinco años de su muerte, ya no quedan cartas suyas que leer.
Aparecieron, eso sí, como una suerte de regalo de Dios —“ese pajarito mandón”, como lo describe Cortázar ahí mismo—, unos papeles inesperados. Un libro que apenas el año pasado, con hojas salidas del fondo de un cajón, puso ante nuestros ojos otros textos. Algunos de cronopios olvidados, otros que iban a ser parte de Rayuela. Muchos sobre el amor —no hay otra cosa— y sus monólogos.
* * *
Julio Cortázar murió en París el 12 de febrero de 1984. La muerte, dijeron sus amigos, nunca había quedado tan mal como entonces. Hubo una tristeza y una resistencia a que el tiempo dejara de ser suyo. A su muerte repasamos: Cortázar fue escritor de cuentos, pero en realidad era un enamorado de la palabra. Como respuesta a los instigadores que juran que no hay más alta expresión de la literatura que la novela, escribió Rayuela, libro que, a pesar de parecer lo contrario, fue calificado como una antinovela. Publicada en el momento en que el famoso Boom latinoamericano arrojaba al mundo de las letras a sus mejores exponentes, vendió cinco mil ejemplares el primer año. El éxito se debió a muchas cosas: su aire vanguardista y desenfadado que permitía repasar algunas partes con una nueva sintaxis y una estructura insólita; el hecho de que puede leerse —como jugando rayuela— de principio a fin o siguiendo las instrucciones del autor, olvidando los capítulos prescindibles o recorriendo un rompecabezas propio. (Y ni hablar de las pasiones azuzadas en el famoso capítulo 6 con su “Toco tu boca…”.) “Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo. Fue una especie de inventar en el mismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento”, dijo Julio Cortázar.
Es por eso, porque puede recorrerse como se quiera, porque cada capítulo es una unidad en sí mismo, que críticos y lectores dijeron que así no eran las novelas. Y tenían razón, no podían comparar a Rayuela con ninguna.
Fueron sus libros de cuentos, indudablemente, las joyas más preciadas de su obra. No por nada solía decir que la novela nos gana por puntos pero el cuento por knock out.
Dicen que al principio de su carrera Cortázar intentó publicar sin ningún resultado. Pero quiso la fortuna que uno de sus cuentos llamara la atención de la persona justa. Escribe Borges recordando a Julio: “Una tarde, nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula ‘Casa Tomada’”. Así, su bautizo en letras de imprenta fue en la revista Anales de Buenos Aires que dirigía Jorge Luis Borges.
Después comenzaron a publicarse sus libros. Primero vino Bestiario, después Final de juego, luego Las armas secretas, que incluía “El perseguidor”, un sesgo en la narrativa de Cortázar, una iluminación provocada por la muerte de Charlie Parker. Ya para entonces sus cuentos habían traspasado el mero gusto para convertirse en memorias personales: el asesino suéter azul de “No se culpe a nadie”; el inquilino que se sorprende vomitando otra vez un conejito; la tranquila y atroz sorpresa de “Manuscrito hallado en un bolsillo”, el seco infierno sugerido de “Las babas del diablo” se convirtieron en los mejores episodios de vidas ajenas y conformaron el gusto literario de muchos. En 1962 publicó Historias de cronopios y de famas, libro único en su género y en la obra de Cortázar, con sus inolvidables Instrucciones (para llorar, para dar cuerda al reloj, para entender tres pinturas famosas, para subir una escalera), su lista de Ocupaciones raras y todas las señales para entender la amargura de los famas y la alegría de los cronopios.
El año de su muerte, publicó Salvo el crepúsculo, un libro que, inventando versos, poetizó la suprema belleza de su prosa. Luego él se fue. Pero sus libros siguen estando ahí. Entre ellos un verso favorito, “Siempre fuiste mi espejo, es decir, que para verme tenía que mirarte”, y la convicción de que a pesar del rigor del almanaque Cortázar no se ha ido.
[…] Julio Florencio Cortázar Scott nació en el 26 de agosto de 1914 en Bruselas. Hijo de padres argentinos, llegó por primera […]